
El 15 de mayo, nos enterramos del asesinato de María José Estupiñán Sánchez, una joven de 22 años, estudiante de la Universidad Francisco de Paula Santander (UFPS), que sacudió a Cúcuta y le hecha sal a una herida social que no se cura: los feminicidios en Colombia.
María José fue asesinada de un disparo en la cabeza por un hombre que fingía ser un domiciliario. La joven se alistaba para un viaje y acababa de llegar del gimnasio. El agresor huyó a pie tras cometer el crimen, según registraron las cámaras de seguridad. La escena parece salida de una película de terror, pero es una realidad constante y brutal para muchas mujeres en el país.
Sin embargo, María José no era una desconocida para el sistema judicial. En 2018 denunció a su excompañero sentimental por violencia intrafamiliar. Enfrentó un proceso judicial que, paradójicamente, habría culminado con una sentencia a su favor apenas un día antes de su asesinato, incluyendo una indemnización de 30 millones de pesos. A pesar de las denuncias, seguía siendo víctima de violencia psicológica y verbal, sufriendo ataques de ansiedad y otras crisis emocionales.
Este caso no es aislado. Solo días antes, el 11 de mayo, otra joven estudiante, Sirley Vanessa López Loaiza, de la Universidad del Valle en Palmira, fue agredida a disparos dentro del campus universitario junto a otra compañera. El atacante, un hombre que luego se disparó a sí mismo, representa un patrón cada vez más frecuente: feminicidas que, sin temor a las consecuencias judiciales, optan por el suicidio como conclusión de su violencia.
Este patrón refleja una alarmante impunidad y la inminente realidad de que el Estado le falla a las mujeres, quienes en este sistema no están protegidas. Muchos de estos agresores no temen al castigo legal porque, o planean huir, o están decididos a quitarse la vida tras cometer el crimen. ¿Qué mensaje envía esto? Que el sistema de justicia es irrelevante frente a la saña con la que actúan los feminicidas.
La Universidad del Valle declaró este hecho como un claro ejemplo de violencia basada en género y llamó a convertir este día de duelo en un momento de reflexión nacional. Sin embargo, la reflexión ya no basta. Es hora de una alerta nacional contra el feminicidio, como lo plantearon las bases en la cumbre social de Bogotá, que movilice recursos, prevenga la violencia desde sus raíces y garantice protección real a las mujeres en riesgo.
Pero además, no podemos seguir permitiendo que nuestras universidades, hogares y calles sean escenarios de violencia machista. No podemos seguir enterrando a nuestras estudiantes, madres, hijas y amigas mientras el Estado reacciona tarde y mal. La vida de las mujeres no puede depender de si el feminicida decide huir o dispararse después. Tenemos que organizarnos ¡y ya! en el Movimiento Femenino Revolucionario que luche como lo dice su plataforma Contra los feminicidios, infanticidios y maltrato familiar y, la inoperancia del Estado para juzgar a los victimarios: Condenas reales y oportunas a los feminicidas y violadores.
La memoria de María José y Sirley Vanessa, así como la de las 207 mujeres asesinadas en 2025, exige justicia, pero también acción. Necesitamos un Estado que actúe con decisión, una sociedad que no normalice el horror, un sistema judicial que no sea simplemente un trámite post mortem, pero sobre todos estar organizadas junto a nuestros hermanos de clase para hacer frente como movimiento a esta terrible realidad contra las mujeres.