Publicamos esta semana la segunda parte del Capítulo XI de la biografía de Carlos Marx. En ella Franz Mehring describe los primeros pasos de esa formidable organización que cohesionó el ejército internacional proletario. Destaca el papel de Marx en la elaboración de los cimientos de la Asociación Internacional de los Trabajadores y conocidos como Discurso Inaugural y Estatutos. La maestría incomparable del discurso inaugural y de los Estatutos consistió en que respondían a las exigencias del momento (1864), sin dejar de exponer las implicaciones finales del comunismo, como lo había hecho el Manifiesto Comunista en 1848.
CAPÍTULO XI
LOS PRIMEROS TIEMPOS DE LA INTERNACIONAL
2. DISCURSO INAUGURAL Y ESTATUTOS
Hasta entonces, Marx no había participado activamente en el movimiento. Invitado por el francés Le Lubez a que interviniese en nombre de los obreros alemanes y designara a uno de ellos como orador, propuso a Eccarius; él se limitó a seguir el mitin desde la tribuna, como personaje mudo.
Marx tenía demasiada estima por sus trabajos científicos, para anteponerlos a cualquier intento de organización cuando ésta se mostraba estéril ya desde el inicio, pero los posponía con gusto siempre que se tratara de un trabajo beneficioso para la causa proletaria. Esta vez, se dio cuenta de que se debatían “cuestiones de importancia”. En estos términos le escribía Marx a Weydemeyer: “El Comité Obrero Internacional que acaba de fundarse no carece de importancia. Los vocales ingleses son, fundamentalmente, los jefes de los sindicatos, es decir, los verdaderos reyes obreros de Londres, los mismos que le prepararon a Garibaldi aquel recibimiento imponente y los que con el mitin monstruo de St. James Hall, celebrado bajo la presidencia de Bright, le impidieron a Palmerston declararle la guerra a los Estados Unidos, como se disponía a hacerlo. Los vocales franceses del Comité carecen de significación, aunque sean los órganos directos de los obreros más destacados de París. Se ha establecido contacto también con las sociedades italianas, que no hace mucho celebraron su congreso en Nápoles. Aunque hace algunos años que me niego sistemáticamente a participar de todo tipo de ‘organizaciones’, esta vez he aceptado la invitación porque se trata de algo que puede tener una real importancia”. En términos similares les escribía, también, a otros amigos. Reconocía que “hay en la actualidad un resurgimiento de la clase obrera” y consideraba su deber orientarlos por el camino apropiado.
Por fortuna, las circunstancias pusieron en sus manos, espontáneamente, la dirección intelectual. El Comité que se había formado fue completado mediante la incorporación de nuevos miembros; estaba integrado por unos cincuenta vocales, la mitad de los cuales eran obreros ingleses. El país mejor representado, después de Inglaterra, era Alemania, con unos diez vocales, la mayoría de los cuales habían pertenecido, como Marx, Eccarius, Lessner, Lochner y Pfander, a la Liga Comunista. Francia tenía en el Comité nueve representantes, Italia seis, Polonia y Suiza dos cada uno. Una vez constituido, el Comité nombró de su seno una comisión encargada de redactar una propuesta de programa y estatutos.
Para esta comisión fue elegido también Marx, pero fuese por enfermedad o por no recibir el mensaje a tiempo, no pudo participar en ninguna de sus primeras reuniones. El comandante Wolff, secretario particular de Mazzini, el inglés Weston y el francés Le Lubez habían tratado en vano de cumplir con la tarea comisionada. Mazzini, pese a la popularidad que tenía por entonces entre los obreros ingleses, entendía muy poco acerca del movimiento obrero moderno para que su propuesta pudiera impresionar a sindicalistas tan disciplinados. No comprendía, y en consecuencia la odiaba, la lucha de clases del proletariado. Su programa no pasaba de unas cuantas muestras de fraseología socialista, superadas desde hacía mucho tiempo por las masas proletarias. Sus estatutos estaban inspirados en el espíritu de una época anterior; redactados con esa rigurosa centralización que demandan las conspiraciones políticas, eran incompatibles con las condiciones básicas del sindicalismo en particular, y en general de una organización internacional de trabajadores que no aspiraba a crear un nuevo movimiento, sino a unificar el movimiento obrero disperso en los distintos países. Tampoco las propuestas presentadas por Le Lubez y Weston se salían de estos moldes fraseológicos al uso.
Así de trabada estaba la cuestión cuando Marx la tomó en sus manos. Decidido a “no mantener”, de ser posible, “ni una sola línea de las propuestas anteriores” y con el fin de liberarse completamente de ellos, trazó —sin que estuviese establecido en los acuerdos que se hicieran en el mitin de St. Martin Hall— una propuesta de discurso a la clase trabajadora, una especie de recapitulación de su historia desde el año 1848, que le dejarían el camino libre para redactar unos estatutos mucho más claros y concisos. La comisión aprobó inmediatamente su idea, conformándose con incorporar en la introducción que precedía a los estatutos unas cuantas frases sobre “derechos, deberes, verdad, moral y justicia”, pero Marx, según le escribía a Engels, supo colocarlas de manera tal que no causaran ningún perjuicio. Una vez hecha esta modificación, la comisión aprobó sin disidencias y con mucho entusiasmo el discurso y los estatutos.
Del discurso inaugural habría de decir más tarde Beesly que era probablemente el alegato más imponente e incuestionable de la clase obrera contra la clase media que jamás se había escrito, condensado en una docena de páginas bastante reducidas. En su inicio, se exponía el hecho contundente de que la miseria y las carencias de la clase obrera no habían disminuido en nada entre 1848 y 1864, a pesar de tratarse de un periodo único en los anales de la historia, por el desarrollo de su industria y el florecimiento de su comercio. Lo probaba comparando las espantosas estadísticas oficiales publicadas en los libros azules acerca de la miseria del proletariado inglés y las cifras que daba en sus discursos sobre el presupuesto el ministro de hacienda Gladstone, para demostrar el incremento realmente sorprendente de poder y de patrimonio experimentado durante aquel periodo, del que solo se había beneficiado la clase propietaria. El discurso destacaba este contraste clamoroso de la realidad de Inglaterra, por ser éste el país que estaba a la cabeza de la industria y el comercio de Europa, pero añadiendo que este contraste era, con sus matices locales y en diferentes grados, el de todos los países del continente en los que existía una gran industria.
El incremento imponente de poder y de riqueza solo beneficiaba, en todas partes, a las clases dominantes, y si en Inglaterra había un pequeño contingente de obreros que percibían salarios un poco más altos, la suba general de los precios nivelaba enseguida la diferencia. “Por todas partes vemos que la gran masa obrera se hunde en una miseria cada vez más profunda, en la misma proporción al menos en la que las clases altas suben en la escala social. En todos los países de Europa es hoy una verdad incuestionable, que ningún investigador imparcial puede negar y que solo discuten quienes tienen algún interés en despertar en otros ilusiones engañosas, que ni los progresos técnicos ni la aplicación de la ciencia a la agricultura o a la industria, ni los recursos y artificios de los medios de comunicación, ni las nuevas colonias y la emigración, ni la conquista de nuevos mercados, ni el librecambio, ni todas estas cosas juntas, son capaces de acabar con la miseria de las masas obreras, sino que, por el contrario, todo nuevo impulso que se imprima a la fuerza creadora del trabajo sobre la base falsa del régimen existente no conseguirá más que incrementar la desigualdad y agudizar el conflicto social. Durante este período de crecimiento económico incomparable, la muerte por hambre llegó casi a instaurarse como una institución social en la capital del Imperio británico. Este período quedará caracterizado en los anales de la historia por la acelerada reiteración, el dilatado margen de acción y los efectos mortíferos de esa plaga social conocida como crisis del comercio y de la industria”.
Luego, el discurso repasaba las derrotas sufridas por el movimiento obrero en la década del 50, llegando a la conclusión de que también este periodo tenía características esenciales. Dos importantes hechos se destacaban por encima de todos. El primero era la aprobación legal de la jornada de diez horas, que había tenido efectos tan saludables para el proletariado inglés. Las luchas sostenidas por la disminución de la jornada laboral venían a interponerse en la gran disputa que se estaba librando entre la ley ciega, que era la ley de la oferta y la demanda, base de la economía política burguesa, y la producción reglamentada y dirigida por la sociedad, por la que abogaba la clase obrera. “Por eso la ley de las diez horas fue algo más que un triunfo práctico, fue el triunfo de un gran principio: por primera vez en la historia, la economía política de la burguesía sucumbió aquí ante la economía política de la clase obrera”.
Pero la economía política del proletariado obtuvo un triunfo todavía mayor con el movimiento cooperativo, con las fábricas creadas sobre el principio de la cooperación. La importancia de estos experimentos sociales era extraordinaria. “Ya no era la razón, sino la realidad, quien venía a demostrar que la producción a gran escala y acorde a los postulados de la ciencia moderna, es posible sin que haya una clase empresarial que emplee a la clase obrera. Que los instrumentos de trabajo no necesitan, para rendir fruto, ser monopolizados como instrumentos de explotación y de dominio sobre los obreros. Que el trabajo asalariado no es, como antes era el trabajo de los esclavos y de los siervos, más que una forma condicionada y transitoria, condenada a desaparecer ante el trabajo cooperativo; el único que cumple su difícil tarea con mano predispuesta, espíritu optimista y corazón alegre”. No obstante, el trabajo cooperativo, limitado a estos experimentos ocasionales, no acabaría nunca con el monopolio capitalista. “Acaso sea precisamente por esto que unos cuantos aristócratas de ideología aparentemente noble, unos cuantos teóricos filantrópicos de la burguesía y hasta unos cuantos economistas conocedores del negocio, se han descolgado de repente haciendo una serie de elogios realmente repugnantes acerca del mismo sistema que habían tratado de reprimir desde sus inicios, burlándose de él como de una utopía de soñadores o difamándolo como una locura insensata de socialistas”. Solo haciendo que tomara dimensiones nacionales, el trabajo cooperativo podría salvar a las masas. Pero los propietarios de la tierra y del capital tratarían siempre de ampararse en sus privilegios políticos, para perpetuar su monopolio económico. Por eso, el primer deber de la clase obrera es conquistar el poder.
Los obreros parecían haberlo comprendido así, como lo demostraba su revitalización simultánea en Inglaterra, Francia, Alemania e Italia, aspirando en todas partes a reorganizar políticamente a los obreros. “Tienen en sus manos un factor para el triunfo: el número. Pero el número solo pesa cuando la organización le da unidad y lo proyecta hacia un fin consciente”. La experiencia del pasado enseñaba que el desdén hacia la fraternidad que debía existir entre los obreros de todos los países, incentivándolos a mantenerse unidos en todas sus luchas de emancipación, se traducía en el fracaso constante de sus esfuerzos dispersos. Esta conclusión es la que había llevado al mitin de St. Martin Hall a fundar la Asociación Obrera Internacional.
Pero en este mitin había, además, otra convicción. Si la liberación de la clase obrera exigía de ella una solidaridad fraternal, ¿cómo iban a alcanzar este gran fin con la política exterior de sus gobiernos, encaminada en su totalidad a objetivos criminales, construida sobre prejuicios nacionalistas y proyectada hacia guerras de rapiña, en las que se dilapidaban la sangre y el dinero del pueblo? No había sido la prudencia de las clases gobernantes, sino la resistencia heroica del proletariado contra su ceguera criminal, la que había evitado que el Occidente de Europa se lanzara a una cruzada infame, encaminada a eternizar y trasplantar la esclavitud al otro lado del Océano Atlántico. El aplauso escandaloso, la fingida simpatía o la estúpida indiferencia con las que las clases dominantes habían contemplado cómo Rusia se apropiaba de las montañas del Cáucaso y asesinaba a la heroica nación polaca, le marcaban a la clase trabajadora el deber de penetrar en los secretos de la política internacional, de seguir de cerca las intrigas diplomáticas de sus gobiernos y de oponerse a ellas por todos los medios, saliéndoles al cruce si no podían impedirlas, solidarizándose mediante manifestaciones a ambos lados de las fronteras, y exigiendo que las simples leyes de la moral y el derecho que rigen las relaciones entre los individuos sean, también, las leyes supremas que regulen las relaciones entre las naciones. No había más remedio que luchar por esta política extranjera, identificada con la lucha general de emancipación de la clase trabajadora. El discurso terminaba con las mismas palabras del Manifiesto Comunista. ¡Proletarios del mundo, uníos!
Los Estatutos se iniciaban con una serie de reflexiones que puede resumirse así: la emancipación de la clase obrera será conquistada por los propios obreros; luchar por ella no es luchar por nuevos privilegios de clase, sino por la abolición de todo régimen de clase. La subordinación económica del obrero al usurpador de los instrumentos de trabajo, es decir, de las fuentes de vida, entraña la servidumbre en todas sus formas: miseria social, atrofia intelectual y dependencia política. La emancipación económica de la clase obrera es, en consecuencia, el gran objetivo al que todo movimiento político debe aportar. Hasta ahora, todos los esfuerzos orientados hacia ese objetivo han fracasado por falta de unidad entre las diferentes organizaciones obreras de cada país y entre las clases obreras de los diferentes países. La liberación de la clase obrera no es un problema local ni nacional, sino social: afecta por igual a todos los países que integran la sociedad moderna y no puede resolverse sin una cooperación sistemática y organizada de todos ellos. En esta argumentación clara y concisa aparecían, intercalados, aquellos lugares comunes de orden moral acerca de la justicia y la verdad, los derechos y las obligaciones, que Marx había incorporado en su texto tan a disgusto.
El órgano supremo de la Internacional era en un Consejo General, que estaba integrado por obreros de los diferentes países representados en la Asociación. Provisionalmente, hasta que se celebrara el primer Congreso, las funciones de este Consejo General pasaron a manos del Comité elegido en la Asamblea de St. Martin Hall. Sus atribuciones consistían en hacer de órgano internacional de enlace entre las organizaciones obreras de los diversos países, en tener constantemente informados a los obreros de cada país acerca de los movimientos de su clase en las demás naciones, en abrir investigaciones estadísticas sobre la situación de la clase obrera, en someter a debate en todas las sociedades obreras problemas de interés general, en iniciar y dirigir en caso de conflictos internacionales una acción uniforme y simultánea de las organizaciones unidas, en publicar informes periódicos, etcétera. El Consejo General era elegido en el Congreso, que se reuniría una vez al año. El Congreso determinaría la residencia del Consejo General, así como el lugar y la fecha para el Congreso siguiente. Sin embargo, el Consejo quedaba autorizado para completar el número de sus vocales y para cambiar el lugar de reunión del Congreso en caso de necesidad, pero sin poder postergar bajo ningún concepto la fecha. Las sociedades obreras de los diferentes países afiliadas a la Internacional mantenían intacta su organización. No se prohibía a ninguna sociedad local independiente mantener relaciones directas con el Consejo General, si bien se promovía, como condición necesaria para la mayor eficacia de este organismo, que las sociedades obreras de cada país se agruparan, dentro de lo posible, en las corporaciones nacionales representadas por el órgano central.
Sería falso decir que la Internacional fue obra de un “gran cerebro”, pero es evidente que tuvo la suerte de encontrarse, al momento de nacer, con un gran cerebro que supo marcar desde el primer momento su camino, evitándole extravíos y errores. Marx no hizo, ni quería hacer tampoco, otra cosa. La maestría incomparable del discurso inaugural y de los Estatutos consistía precisamente en eso, en responder estrictamente a las exigencias del momento, sin dejar por eso de exponer, como Liebknecht señaló con acierto una vez, las implicancias finales del comunismo, ni más ni menos que como lo había hecho el Manifiesto Comunista.
Sin embargo, ambos documentos se distinguían de este por la forma y por el fondo. “Hay que darle tiempo al tiempo —le escribía Marx a Engels—, hasta que el movimiento vuelva a despertar y se permita la audacia en el discurso que supo tener. Ahora, es preciso ser fuerte en el fondo, pero moderado en la forma”. Aparte de esto, el objetivo propuesto era muy distinto. Esta vez, se trataba de unir al conjunto del proletariado combativo de Europa y América en un gran ejército, de levantar un programa que —con las palabras de Engels— no les cerrara la puerta a los sindicatos ingleses, a los proudhonistas franceses, belgas, italianos y españoles, ni a los lassalleanos alemanes. En cuanto al triunfo final del socialismo científico, tal como se establecía en el Manifiesto Comunista, Marx se basaba exclusivamente en la evolución intelectual de la clase obrera, que resultaría de su acción conjunta.
No pasó mucho tiempo hasta que sus esperanzas se vieran sometidas a una difícil prueba; apenas había comenzado su campaña de propaganda para la nueva organización, cuando tuvo un choque fuerte con aquella clase obrera europea a la que, precisamente, los principios de la Internacional eran más accesibles.