CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXXI)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXXI) 1 Entregamos esta semana la quinta parte del Capítulo X de la Biografía de Carlos Marx. Como digimos en la anterior, esta parte está dedicada a la polémica con Vogt.

CAPÍTULO X

CONMOCIONES DINÁSTICAS

5. EL SEÑOR VOGT

Rápidamente se demostró cuánta razón tenía Lassalle cuando intentaba disuadir a su amigo de pedir justicia en los tribunales alemanes. Por mediación de Fischel, Marx le dio un poder al abogado Weber para que querellara en los tribunales de Berlín a la Gaceta nacional, pero sin conseguir siquiera lo que Vogt había conseguido de los tribunales de Augsburgo: que su causa tuviera curso.

El tribunal competente declaró que la acción no podía sustanciarse por «falta de pruebas», ya que las manifestaciones calumniosas no procedían del mismo periódico, sino que consistían en «simples citas tomadas de otras personas». El tribunal de instancia superior, al que se apeló, desechó esta necedad, pero para sustituirla por otra mayor, afirmando que Marx no podía considerarse injuriado porque se lo presentara como jefe «refrenador y reflexivo» de una banda de estafadores y falsificadores. Habiendo apelado nuevamente, el tribunal supremo no encontró ningún «error de derecho» en esta peregrina interpretación, y Marx tuvo que retirar su querella, desechada por todas las instancias.

Ya no le quedaba más camino que contestar a los ataques de Vogt por la vía literaria, respuesta que le llevó casi un año entero. Para refutar todos los chismes y rumores recogidos por Vogt, mantuvo una cuantiosa correspondencia con gente de todo el mundo. Hasta el 17 de noviembre de 1860 no logró poner fin a su obra, a la que dio este sencillo título: El señor Vogt. Es la única obra suya publicada aparte que no se ha vuelto a reeditar y de la que seguramente hay muy pocos ejemplares en el mundo; se entiende debido a que, siendo ya de por sí extensa —doce pliegos de apretada letra, que en una impresión común hubiera hecho el doble, según el propio Marx—, esta obra requeriría hoy, además, un comentario muy prolijo para hacer inteligibles al lector todas sus referencias y alusiones.

En su mayor parte, la obra no merece el esfuerzo. Muchas de las historias de exiliados que en ella se cuentan y en las que Marx no tenía más remedio que entrar, obligado por su oponente, están hoy, y con razón, sepultadas en el más completo olvido, y uno se apena por ver a aquel hombre obligado a defenderse contra calumnias que no podían manchar ni la suela de sus zapatos. Claro está que estas páginas tienen un raro encanto para lectores de paladar literario fino. Ya en la primera página, Marx ataca con el ingenio de un Shakespeare el tema del «prototipo de Carlos Vogt, aquel inmortal Sir John Falstaff, que en su renacimiento zoológico no se ha quedado corto ciertamente por falta de materia». Sin embargo, nunca se vuelve monótona; su vasto conocimiento sobre literatura clásica y moderna le va suministrando flecha tras flecha, que él clava con mortal puntería en el insolente agresor.

En El señor Vogt, la «cuadrilla de incendiarios» aparece como un pequeño grupo de estudiantes alegres que, después de que fracasara el alzamiento de Badén y el Palatinado, se dedicaron durante el invierno de 1849 a 1850 a cautivar a las bellas ginebrinas y a asustar a los buenos burgueses de Ginebra con su humor frente a la adversidad; pero el grupo se había deshecho hacía diez años. Uno de sus integrantes, establecido ahora como comerciante en la City de Londres, Segismundo Borkheim, realizó una viva descripción de las inocentes bromas de los estudiantes, que Marx insertó en el primer capítulo de su obra contra Vogt. En Borkheim tenía un amigo leal, y era un gran consuelo para él, en general, que muchos de los emigrados, no solo en Inglaterra, sino también en Francia y en Suiza, por lejos que estuvieran de él y aunque no le conocieran cara a cara, le tendieran una mano, como sucedía en particular con Juan Felipe Becker, el veterano líder del movimiento obrero suizo.

No podemos detenernos a contar aquí, punto por punto, cómo Marx iba poniendo al desnudo las alusiones e intrigas de Vogt, hasta no dejar en pie ni un vestigio de ellas. Más importante que esto era el contraataque aplastante que le propinaba, al demostrar que toda la campaña de propaganda de Vogt era, tanto en su perfidia como en su ignorancia, un eco fiel de las consignas emitidas por el falso Bonaparte. En los papeles encontrados en las Tullerías y publicados por el Gobierno de la Defensa Nacional después de la caída del segundo Imperio, figuraba un recibo de 40 mil francos pagados a Vogt en agosto de 1859 de los fondos secretos del emperador, por mediación, probablemente, de los revolucionarios húngaros, para admitir la explicación que le es más favorable. Vogt tenía relaciones de amistad con Klap, sin comprender que la actitud de la democracia alemana para con Bonaparte no podía ser la misma que la húngara y que lo que en este podía ser lícito en aquél era una infame traición.

Pero fueran cuales fuesen los manejos de Vogt, y aun cuando no hubiese recibido dinero alguno de las Tullerías, Marx demuestra de la manera más concluyente e irrefutable que su campaña de propaganda no era más que un eco de las consignas bonapartistas. Estos capítulos, con los haces de luz cegadores que proyectan sobre la situación europea de la época, son los más interesantes de la obra, y todavía hoy pueden leerse con gran interés; Lotario Bucher, que en aquel entonces abrigaba más enemistad que simpatía por Marx, dijo de ella, cuando se publicó, que era un compendio de historia contemporánea. Y Lassalle, con su manera abierta y franca, después de saludar la aparición del libro «como una obra maestra en todos los sentidos», afirmaba que ahora se explicaba perfectamente, y estaba justificado, que Marx estuviera convencido de la deshonestidad de Vogt, dado que en su libro quedaba expuesta «la prueba intrínseca con una evidencia inmensa». Engels pone la obra incluso por encima de El 18 brumario; dice que es más simple en su estilo, certera en sus palabras, y que es el mejor trabajo polémico escrito por Marx. De todos modos, la historia no lo ha consagrado de esa manera; lo ha ido relegando, poco a poco, a la sombra, haciendo pasar al frente, en cambio, a El 18 brumario y la polémica contra Proudhon. La razón de esto reside, en gran parte, en el tema, debido a que, en realidad, el caso Vogt no era más que un episodio relativamente insignificante. Pero también contribuye a esto el propio Marx, con su gran capacidad y sus pequeñas debilidades.

No era alguien que se inclinara por descender a ese terreno mezquino de la polémica en el que se convence al buen burgués, a pesar de que en este caso no se trataba realmente de eso. La obra no convenció, como dice su mujer en una carta, inocente y certeramente, más que a las «personas importantes», es decir, a todos aquellos que no necesitaban que nadie los convenciera de que Marx no era aquel truhan que describía Vogt, pero que tenían la inteligencia y el gusto suficiente para apreciar los méritos literarios de la obra. «Hasta Ruge el viejo enemigo, dice que es un buen libro», añade la mujer de Marx. Para los buenos patriotas alemanes, resultaba demasiado abstrusa, y no se infiltró en sus círculos. Todavía en plena época de la ley contra los socialistas había escritores con pretensiones, como Bamberger y Treitschke, que sacaban a relucir lo de la «cuadrilla de incendiarios».

Hay que añadir, también, la especial mala suerte que Marx tenía en todos los negocios, y de la que no siempre estaba exento de culpa. Engels insistió con él en que publicara y editara el libro en Alemania, algo que ya era perfectamente factible dadas las condiciones de la época, y lo mismo le recomendaba Lassalle. Este solo lo hacía por la disminución de los costos; Engels, en cambio, tenía argumentos de más peso: «Ya hemos pasado cien veces por la experiencia de la literatura de la emigración, siempre la misma esterilidad, siempre dinero y trabajo tirados, y encima la rabia… ¿De qué nos sirve haberle contestado a Vogt, si la respuesta no llega a manos de nadie?» Pero Marx se obstinó en entregarle el libro a un joven editor alemán de Londres, compartiendo a medias las pérdidas y las ganancias, y adelantándole veinticinco libras para los gastos de impresión, de las cuales Borkheim puso doce y Lassalle ocho. Pero la nueva empresa era tan precaria, que no pudo organizar siquiera en su debida forma el despacho del libro a Alemania. A los pocos días se hundió, y Marx no solo no recibió ni un centavo del anticipo, sino que, demandado por un socio del editor, tuvo que pagar casi otro tanto porque, no habiéndose cuidado de firmar un contrato, se le hizo responsable de todos los gastos de la edición.

Al empezar la polémica con Vogt, le había escrito su amigo Imandt: «No quisiera yo tener que escribir sobre el asunto, y me dejarás admiradísimo si te animas a meter la mano en esa salsa». En el mismo sentido, disuadiéndolo, se dirigieron a Marx otros emigrados rusos y húngaros. Hoy, casi se ve uno tentado a desear que hubiera seguido estos consejos. Aquella disputa le valió unos cuantos amigos nuevos, y gracias a ella entabló nuevas relaciones de amistad con la Liga de Cultura Obrera de Londres, que intervino con gran entusiasmo y con toda su energía a favor suyo. Pero esta polémica fue más bien un obstáculo que un estímulo para la obra de su vida, por el gran sacrificio de fuerzas y de tiempo que exigió de él, sin darle nada a cambio, aparte de los enormes disgustos que le causó en el seno de su familia.

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