¡Camaradas! Ha muerto el jefe del proletariado mundial, Lenin¹

¡Camaradas! Ha muerto el jefe del proletariado mundial, Lenin¹ 1
Lenin y los Soviets

Extracto tomado de «Así se templó el acero», novela escrita por Nikolái Ostrovski


El año 1924 señaló su entrada en la historia con un frío glacial. Se enfureció enero en el país cubierto de níveo manto, y, en su segunda mitad, aullaron las tempestades y prolongadas ventiscas.

En los ferrocarriles del Suroeste, la nieve interceptó las vías. La gente luchaba contra los elementos desencadenados. Las hélices de acero de los limpianieves hendían los albos montones abriendo paso a los trenes. El frío y la tempestad rompían los cables del telégrafo. De doce líneas, trabajaban nada más que tres: el telégrafo indoeuropeo y dos líneas de cable directo.

En la sección de telégrafos de la estación de Shepetovka, tres aparatos Morse no cesaban por un momento su incansable conversación, tan sólo comprensible para un oído avezado.

Las telegrafistas eran jóvenes; la longitud de la cinta inscrita por ellas, desde el primer día de servicio, no pasaba de los veinte kilómetros, mientras que el viejo, su compañero de trabajo, iba ya por los trescientos. No leía, como ellas, las cintas, ni arrugaba el ceño al componer las palabras y frases difíciles. Escribía en el papel palabra tras palabra, escuchando atento los golpecitos del aparato. Cogía al oído: «¡A todos, a todos, a todos!»

Al tiempo que escribía, el telegrafista pensó: «Seguramente, una nueva circular sobre la lucha contra la obstrucción de las vías por la nieve». Tras la ventana, el viento, huracanado, lanzaba contra el cristal copos de nieve. Al telegrafista le pareció que alguien llamaba en la ventana: volvió la cabeza y, sin querer, se quedó contemplando con admiración los bellos dibujos hechos por el frío en los cristales. No hay mano humana capaz de trazar estos finísimos grabados de caprichosas hojas y tallos.

Atraído por este espectáculo, dejó de escuchar el aparato, y, cuando hubo retirado la vista de la ventana, tomó sobre la palma de la mano la cinta, para leer las palabras que habían pasado inadvertidas.

El aparato había transmitido: «El veintiuno de enero, seis horas cincuenta minutos…»

El telegrafista anotó rápidamente lo leído y, dejando la cinta, apoyando la cabeza en la mano, se puso a escuchar. «Ayer, en Gorki, falleció…» El telegrafista anotó lentamente. ¡Cuántos comunicados alegres y trágicos había escuchado en su vida! Él era el primero en conocer la felicidad y el dolor ajenos. Hacía ya mucho tiempo que había dejado de pensar en el sentido de las frases sobrias y truncadas; las cazaba al oído y las pasaba mecánicamente al papel, sin reflexionar en su contenido.

Ahora alguien había muerto, a alguien se le comunicaba esto. El telegrafista había olvidado el título: «¡A todos, a todos, a todos!». El aparato tecleaba: «V l a d í m i r I l i c h»; el viejo telegrafista tradujo en letras los golpes del aparato. Seguía sentado tranquilamente, un poco fatigado. En alguna parte había muerto un tal Vladímir Ilich, y él estaba escribiendo hoy, para alguien, estas palabras trágicas; alguien estallaría en sollozos de desesperación y pena, pero todo esto le era ajeno, él era un testigo al margen. El aparato marcaba puntos, rayas, de nuevo puntos, otra vez rayas, y él, de los signos ya conocidos, formó la primera letra y la escribió en el papel: era la «L». Tras ella, escribió la segunda: la «E». A su lado agregó celoso una «N», marcando dos veces la rayita entre los palos. A continuación, unió a ella la «I» y, de una manera ya automática, anotó la última letra: «N».

El aparato marcó pausa y, durante una décima de segundo, el telegrafista detuvo su mirada en la palabra que acababa de escribir: «LENIN».

El aparato continuaba tecleando, pero el pensamiento, que había tropezado casualmente con este nombre conocido, volvió de nuevo a concentrarse en él. El telegrafista miró una vez más la última palabra: «LENIN». ¿Qué?… ¿Lenin? El cristalino del ojo reflejó en perspectiva todo el texto del telegrama: Durante unos instantes el telegrafista miró la hoja de papel, y, por primera vez en treinta y dos años de trabajo, no creyó en lo que había escrito.

Por tres veces, recorrió rápido las líneas, pero las palabras se repetían insistentes: «Falleció Vladímir Ilich Lenin», El viejo se puso en pie de un salto, levantó la serpentina de papel blanco y clavó en ella sus ojos. ¡Dos metros de cinta confirmaban lo que él no podía creer! Volvió el rostro, lívido como el de un cadáver, hacia sus camaradas, y éstos oyeron su asustada exclamación:

¡Lenin ha muerto!

La noticia de la gran pérdida salió del cuarto de aparatos por las puertas abiertas de par en par y, con la rapidez del viento de la tempestad, cruzó rauda la estación, metióse en la ventisca, recorrió como un torbellino las vías y las agujas, y, con la corriente de aire frío, irrumpió por la puerta entreabierta del depósito de máquinas.

En el depósito, sobre el primer foso, había unan locomotora, que estaba arreglando la brigada de reparaciones ligeras. El viejo Polentovski se hallaba en el foso bajo la máquina y señalaba a los ajustadores las piezas estropeadas. Zajar Bruszhak enderezaba con Artiom la rejilla torcida. El la sostenía en el yunque, y Artiom descargaba sobre ella los golpes de su martillo.

Zajar había envejecido en los últimos años; las durezas de la vida habían impreso en su frente profundas arrugas. Y las sienes se habían cubierto de hebras de plata. Sus espaldas se habían encorvado, y sus ojos, hundidos, miraban sombríos.

En la puerta del depósito apareció, por un instante, una figura humana, y las sombras del crepúsculo la absorbieron. Los golpes contra el hierro ahogaron el primer grito, pero cuando el hombre llegó corriendo a donde estaban reparando la locomotora, Artiom, que había levantado el martillo, no descargó el golpe.

¡Camaradas! ¡Lenin ha muerto!

El martillo resbaló lentamente por el hombro, y la mano de Artiom lo dejó sin ruido sobre el suelo de cemento.

¿Qué es lo que has dicho? – las manos de Artiom asieron como tenazas la piel de la zamarra del que había traído la terrible noticia.

Y éste, cubierto de nieve, jadeante, repitió, ya con voz sorda y entrecortada: Sí, camaradas, Lenin ha muerto.

Y por el hecho de que el hombre ya no gritaba, Artiom comprendió toda la espantosa verdad, y reconoció el rostro del que había hablado: era el secretario de la organización del Partido.

Los hombres salieron de los fosos y escucharon en silencio la noticia de la muerte de aquel cuyo nombre era conocido en todo el mundo. Y junto a las puertas, obligando a todos a estremecerse, resonaron los rugidos de una locomotora. En el extremo opuesto de la estación, le replicaron las pitadas de una segunda, de una tercera… A su poderoso llamamiento, impregnado de alarma, se unió el aullido de la sirena de la central eléctrica, agudo y penetrante como el del vuelo de un obús. Con el limpio sonido del bronce cubrió estas llamadas la bella locomotora de marcha rápida, tipo «S», dispuesta a salir hacia Kíev conduciendo un tren de pasajeros.

El agente de la GPU se estremeció sorprendido cuando el maquinista de la locomotora polaca del tren directo Shepetovka-Varsovia, al conocer la causa de las pitadas de alarma, luego de prestar atención un instante, levantó lentamente la mano y tiró hacia abajo de la cadena que abría la válvula del pito. Sabía que hacía resonar el pito por última vez, que no prestaría ya más servicio en aquella máquina, pero su mano no se separó de la cadena y el mugido de la locomotora alzó de sus blandos divanes a los asustados correos y diplomáticos polacos.

El depósito se llenaba de gente, que afluía por todas sus puertas. Cuando el gran edificio estuvo abarrotado, en el fúnebre silencio resonaron las primeras palabras.

Habló el viejo bolchevique Sharabrin, secretario del Comité comarcal de Shepetovka.

¡Camaradas! Ha muerto el jefe del proletariado mundial, Lenin. El Partido ha sufrido una pérdida irreparable, ha muerto aquel que creó y educó al Partido Bolchevique en el odio irreconciliable a los enemigos… La muerte del jefe del Partido y de la clase obrera llama a los mejores hijos del proletariado a nuestras filas…

Los acordes de la marcha fúnebre; centenares de cabezas descubiertas; y Artiom, que en los últimos quince años no había llorado, sentía cómo la angustia le subía a la garganta y cómo se estremecían sus hombros poderosos.

Nota:

1 Así se Templó el acero 
Comparte