Galileo y la crítica de la religión en la obra de Brecht

Galileo y la crítica de la religión en la obra de Brecht 1

«La lucha contra la resignación»

El 25 de agosto de 1609, Galileo Galilei presenta y muestra su primer telescopio ante el senado en la República de Venecia (actual Italia). En esta efeméride queremos compartir con nuestros lectores un fragmento de Galileo Galilei, del dramaturgo alemán Bertolt Brecht; esta pieza teatral fue escrita en 1938-1939 en Dinamarca, en el exilio y fue estrenada el 18 de diciembre de 1953.

Destacamos este fragmento porque es un claro ejemplo de cómo la ideología burguesa utiliza la religión para justificar y perpetuar la explotación capitalista, desviando la atención de las verdaderas causas materiales de la miseria.

A través del personaje de Galileo, Brecht confronta la función de la religión como un mecanismo para mantener a los oprimidos en un estado de resignación frente a sus espantosas condiciones de vida. El Pequeño Monje representa a aquellos oprimidos que, prisioneros de la ideología dominante, encuentran consuelo en la falsa promesa de la trascendencia que les ofrece la religión y se han dejado convencer de que su sufrimiento tiene un propósito divino.

Hoy en día, cuando el imperialismo continúa devastando naciones enteras y el capitalismo reproduce la superexplotación y la opresión a una escala global, este diálogo es más relevante que nunca, así como la crítica materialista de que no hay mérito en la miseria, que no hay razón para glorificar el sacrificio y la pobreza, pues la verdadera liberación no proviene de la resignación espiritual, sino de la transformación de las condiciones materiales que generan esa miseria. La obra de Brecht sigue siendo una llamada a la acción, recordándonos que solo a través de la lucha consciente y organizada podemos romper las cadenas del capital y crear un mundo donde quienes todo lo producen, todo lo gobiernen.

Galileo y la crítica de la religión en la obra de Brecht 2

EL PEQUEÑO MONJE. — Comprendo su amargura. Usted piensa en ciertos y extraordinarios poderes de la Iglesia. Pero yo quisiera nombrarle otros. Permítame que le hable de mí. Yo he crecido en la Campagna, soy hijo de campesinos, de gente sencilla. Ellos saben todo lo que se puede saber sobre el olivo, pero de otra cosa muy poco saben. Mientras observo las fases de Venus veo delante de mí a mis padres, sentados con mi hermana cerca del hogar, comiendo sus sopas de queso. Veo sobre ellos las vigas del techo que el humo de siglos ha ennegrecido, y veo claramente sus viejas y rudas manos y la cucharilla que ellas sostienen. A ellos no les va bien, pero aun en su desdicha se oculta un cierto orden. Ahí están esos ciclos que se repiten eternamente, desde la limpieza del suelo a través de las estaciones que indican los olivares hasta el pago de los impuestos. Las desgracias se van precipitando con regularidad sobre ellos. Las espaldas de mi padre no son aplastadas de una sola vez sino un poco todas las primaveras en los olivares, lo mismo que los nacimientos que se producen regularmente y van dejando a mi madre cada vez más como un ser sin sexo. De la intuición de la continuidad y necesidad sacan ellos sus fuerzas para transportar, bañados en sudor, sus cestos por las sendas de piedra, para dar a luz a sus hijos, sí, hasta para comer. Intuición que recogen al mirar el suelo, al ver reverdecer los árboles todos los años, al contemplar la capilla y al escuchar todos los domingos el Sagrado Texto. Se les ha asegurado que el ojo de la divinidad está posado en ellos, escrutador y hasta angustiado, que todo el teatro humano está construido en torno a ellos, para que ellos, los actores, puedan probar su eficacia en los pequeños y grandes papeles de la vida. ¿Qué dirían si supieran por mí que están viviendo en una pequeña masa de piedra que gira sin cesar en un espacio vacío alrededor de otro astro? Una entre muchas, casi insignificante. ¿Para qué entonces sería ya necesaria y buena esa paciencia, esa conformidad con su miseria? ¿Para qué servirían ya las Sagradas Escrituras, que todo lo explican y todo lo declaran como necesario: el sudor, la paciencia, el hambre, la resignación, si ahora se encontraran llenas de errores? No, veo sus miradas llenarse de espanto, veo cómo dejan caer sus cucharas en la losa del hogar, y veo cómo se sienten traicionados y defraudados. ¿Entonces no nos mira nadie?, se preguntan. ¿Debemos ahora velar por nosotros mismos, ignorantes, viejos y gastados como somos? ¡Nadie ha pensado otro papel para nosotros fuera de esta terrena y lastimosa vida! Papel que representamos en un minúsculo astro, que depende totalmente de otros y alrededor del cual nada gira. En nuestra miseria no hay, pues, ningún sentido. Hambre significa sólo no haber comido y no es una prueba a que nos somete el Señor; la fatiga significa sólo agacharse y llevar cargas, pero con ella no se ganan méritos. ¿Comprende usted que yo vea en el decreto de la Sagrada Congregación una piedad maternal y noble, una profunda bondad espiritual?

GALILEI. — ¡Bondad espiritual! Tal vez usted quiera decir que ahí no queda nada, que el vino se lo han vendido todo, que sus labios están resecos, ¡que se pongan entonces a besar sotanas! ¿Y por qué no hay nada? ¿Porque el orden en este país es sólo el orden de un arca vacía? ¿Porque la llamada necesidad significa trabajar hasta reventar? ¡Y todo esto entre viñedos rebosantes, al borde de los trigales! Sus campesinos de la Campagna son los que pagan las guerras que libra en España y Alemania el representante del dulce Jesús. ¿Por qué sitúa él la Tierra en el centro del Universo? Para que la silla de Pedro pueda ser el centro de la Humanidad. Eso es todo. ¡Usted tiene razón cuando me dice que no se trata de planetas sino de los campesinos de la Campagna! Y no me venga con la belleza de fenómenos que el tiempo ha adornado. ¿Sabe usted cómo produce sus perlas la ostra margaritífera? Encerrando con peligro de muerte un insoportable cuerpo extraño, un grano de arena, por ejemplo, rodeándolo con su mucosa. La ostra da casi su vida en el proceso. ¡Al diablo con la perla! Yo prefiero las ostras sanas. Las virtudes no tienen por qué estar unidas a la miseria, mi amigo. Si su gente viviera feliz y cómoda podrían  desarrollar las virtudes de la felicidad y del bienestar. Ahora, en cambio, las virtudes de esos exhaustos provienen de exhaustas campiñas y yo no las acepto. Señor, mis nuevas bombas de agua pueden hacer más maravillas que todo ese ridículo trabajo sobrehumano. «Sed fecundos y multiplicaos», porque los campos son infecundos y las guerras os diezman. ¿Debo, acaso, mentir a esa, su gente?

EL PEQUEÑO MONJE (con gran emoción). — ¡Los más sagrados motivos son los que nos obligan a callarnos! ¡Es la tranquilidad espiritual de los desdichados!

GALILEI. — ¿Quiere usted ver un reloj labrado por Cellini que esta mañana entregó aquí el cochero del Cardenal Belarmino? Amigo mío, en recompensa de que yo, por ejemplo, deje a sus padres la tranquilidad espiritual, las autoridades me ofrecen el vino de las uvas que sus padres pisan en los lagares, con sudorosos rostros, creados a imagen y semejanza de Dios. Si yo aceptara callarme sería, sin duda alguna, por motivos bien bajos: vida holgada, sin persecuciones, etcétera.

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