
He presentado la solicitud para despedir a las montañas. El formulario, marcado como 7-B: Declaración de Desvinculación de Geografía Afectiva, reposa ahora sobre un escritorio metálico en un pasillo que no tiene fin. Mi ventura no es más que un estado de trámite, una carpeta con un sello que dice «En Revisión». Una felicidad entristecida, sí, la única que el reglamento permite para estos casos.
La incertidumbre no es un sentimiento, es una oficina. Una oficina gris de la que no se obtiene respuesta. He interrogado a los funcionarios sobre el arroyo, sobre la posibilidad de que, a mi regreso, aún cumpla con su función de serpenteo y embellecimiento. Se limitaron a consultar un grueso libro de normativas. «El arroyo», dijeron sin levantar la vista, «actúa bajo su propia jurisdicción. Su continuidad es una apelación que debe ser presentada por triplicado. No podemos garantizar su estado durante su ausencia. Los destinos y los reencuentros futuros son cláusulas que quizás ya no figuren en el contrato».
El despido de la brisa, las praderas y los bosques fue decretado en una sesión de la que no fui notificado. Simplemente llegó el email, un documento de frases enrevesadas y sellos oficiales que hablaba de una «Reasignación Voluntaria de Recursos Atmosféricos y Botánicos». Yo no me había ofrecido. Pero mi firma, o algo que se le parecía de manera inquietante, aparecía al pie del documento. Al protestar, me informaron que mi objeción había sido registrada pero que, lamentablemente, el proceso era irreversible. Era superior a nosotros.
Los negociadores de la vida no son hombres. Son un comité, una instancia. Erigieron sus declaraciones no como un grito, sino como una modificación en los términos y condiciones que nadie lee. Su guerra es un protocolo. Juraron, ante un notario invisible, trocar dólares por naturaleza, pero no por maldad, sino porque es el procedimiento. Es lo que se hace. El expediente debe seguir su curso.
Rumores de pasillo hablan de un gran Archivador Final, una estructura de acero que se eleva hacia la nube tóxica, donde cada hoja de cada árbol talado, cada gota de cada río desviado ha sido meticulosamente transcrita en formularios de baja. Mi existencia, mi pena por este paisaje, es sólo un trámite sin estampillas en una de esas infinitas fichas, una anomalía sentimental que pronto será corregida con una enmienda. Se dice que el edificio no tiene puertas, sólo rendijas de ventilación por donde escapa, a veces, el sonido de un cuervo mecánico que repite la palabra «¡Denegado! ¡Denegado!» en un bucle inscrito en un círculo trigonométrico transinfinito.
Y la cláusula final, la que habla de la descendencia, no es una maldición, es un simple recordatorio de las consecuencias por incumplimiento. «La respiración», me susurró un burócrata con un traje que le venía demasiado grande, «es un privilegio sujeto a la normativa de aire disponible. Su interrupción será considerada una terminación de contrato por parte del usuario». Ahora sólo espero. Espero en la antecedía de lo que fue. Mi destino futuro no es un paisaje, es una mesa de espera. Y temo, de un modo absolutamente cierto, que mi reencuentro será con una citación.
Mi última tarea es redactar el elogio fúnebre, pero debe seguir el formato establecido: «Declaración Jurada de Conformidad con el Proceso de Extinción». Tengo prohibido usar palabras como «verde», «libre» o «frescura». El borrador que presenté fue devuelto con marcas rojas. En el margen, con una caligrafía minúscula e impersonal, alguien había escrito: «El dolor no es un dato válido. Rehacer». Así que me siento, frente a la hoja en blanco que es mi único horizonte permitido, a esperar que la próxima instrucción me diga, por fin, cómo se llora de acuerdo a los protocolos.
Existe un rumor persistente, fantasmal dirían los clásicos, un susurro que viaja por los ductos de ventilación de Europa y el mundo, habla de un contrapeso a este orden absurdo. Se murmura de la gesta de un congreso que no se reúne en salones con gélidos muebles mullidos, sino en los espacios traspapelados entre, una asamblea de todas las voces que asume su papel y de todas las manos que operan las máquinas de sellar. Foros y planes no decretados desde arriba, sino surgidos de los cimientos mismos del edificio, que propone que las agujas que tejen estos protocolos dejen de pertenecer a quienes sólo conocen el universo de la ganancia, y pasen a manos de quienes, con un solo gesto colectivo y deliberado, podrían desenredar la madeja y tejer por fin una tapicería donde el aire, el agua y el verde no figuren en un inventario de pérdidas, sino que sean los hilos comunes con los que se practica una múltiple y vasta relación del cosmos y el pensamiento.
Iván