CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XV)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XV) 1

CAPÍTULO VI

REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN

8. UN GOLPE POR LA ESPALDA

Con el triunfo de la contrarrevolución en Viena y Berlín, quedaba decidida la suerte de Alemania. La única conquista revolucionaria que perduraba era la Asamblea de Frankfurt, desprestigiada políticamente desde hacía mucho tiempo y entretenida en debates interminables en torno a una Constitución fantasmagórica, acerca de la cual solo cabía una duda: la de si moriría en la punta del sable austríaco o del prusiano.

La Nueva Gaceta del Rin, después de trazar, una vez más, en una serie de brillantes artículos, la historia de la revolución y la contrarrevolución en Prusia, dirigía la mirada anhelante para el nuevo año de 1849 al alzamiento de la clase obrera inglesa, de la que esperaba una guerra mundial. «Este país que convierte en proletarios suyos a naciones enteras, que abraza el mundo con sus ejércitos gigantescos, que ya una vez pagó de su bolsillo los gastos de la restauración europea, el país en cuyo seno más se han agudizado los antagonismos de clase, en que estos antagonismos revisten la forma más acusada y escandalosa del mundo: Inglaterra parece la roca contra la que se estrellan los embates revolucionarios, en cuya matriz palpita ya la sociedad nueva. Inglaterra domina el mercado mundial. Una conmoción que solo subvierta las condiciones económicas de un país del continente europeo, y aun el continente entero, sin comunicárselo a Inglaterra, es una tormenta en un vaso de agua. Las condiciones industriales y comerciales que rigen dentro de las fronteras de una nación, se encuentran determinadas por sus relaciones con otros países, por su conexión con el mercado mundial. Ahora bien: el mercado mundial se halla bajo la hegemonía de Inglaterra, y en Inglaterra gobierna la burguesía». Cualquier conmoción social desencadenada dentro de Francia chocará, entonces, contra la hegemonía industrial y comercial de Gran Bretaña en el mundo. Es una vana ilusión pensar que ninguna reforma social relativa pueda implantarse en Francia ni aun en el continente europeo con carácter definitivo. Por su parte, la vieja Inglaterra solo puede derrocarse por medio de una guerra mundial que brinde al partido cartista, al partido obrero organizado de Inglaterra, las condiciones necesarias para levantarse triunfalmente en armas contra sus gigantescos opresores. Solo un movimiento que coloque a los cartistas al frente del gobierno inglés hará salir a la revolución social del reino de la utopía para traerla al terreno de la realidad.

Estas esperanzas quedaron fallidas al frustrarse la condición previa que las determinaba; postrada y maltrecha desde las jornadas de junio, la clase obrera de Francia no podía pensar en alzarse de nuevo. Después de la cruzada emprendida por la contrarrevolución europea, empezando por París y pasando por Frankfurt, Viena y Berlín, para cerrarse provisionalmente en las elecciones del 10 de diciembre con la exaltación del falso Bonaparte a la presidencia de la República francesa, la revolución se refugiaba en Hungría, encontrando en Engels, reintegrado por aquellos días a Polonia, al más elocuente y experto abogado. Fuera de esto, la Nueva Gaceta del Rin tuvo que limitarse a hostilizar con su tiroteo la contrarrevolución que se desencadenaba, y en esta guerra de guerrillas desplegó la misma intrepidez y la misma tenacidad que en las grandes batallas campales del año anterior. El Ministerio Fiscal del Reich premió su celo con un manojo de procesos, en los que se la calificaba como el peor de los periódicos de la peor prensa; la redacción agradeció el elogio saludando satíricamente al Gobierno del Reich como el más cómico de todos los gobiernos cómicos del mundo. Y como los junkers del poder central se complacían en ostentar, después del golpe de Estado de Berlín, su jactancioso «prusianismo», el periódico les dedicó esta certera sátira: «Nosotros, los habitantes del Rin, hemos tenido la suerte de ganar, en aquella gran partida de ajedrez de Viena, un Gran Duque del Bajo Rin, que no ha cumplido las condiciones bajo las cuales se le asignó su ‘Gran Ducado’. Para nosotros, solo puede haber un rey de Prusia a través de la Asamblea de Berlín, y como para nuestro ‘Gran Duque del Bajo Rin’ no existe tal Asamblea, es evidente que el rey de Prusia no existe para nosotros. Hemos venido a ser súbditos del ‘Gran Duque del Bajo Rin’ por obra y gracia de una partida de ajedrez, en la que las piezas eran pueblos. Llegará un día en el que la venta de pueblos como esclavos no nos parezca tan natural, y entonces preguntaremos a este Gran Duque por sus títulos posesorios». Así hablaba este periódico, en medio de las más desenfrenadas orgías de la contrarrevolución.

Uno extraña algo, sin embargo, en las columnas de la Nueva Gaceta del Rin, que confiaba encontrar muy en primer plano: noticias detalladas acerca del movimiento obrero de Alemania en aquella época. Este movimiento, que llegaba hasta los campos orientales del Elba, no era tan insignificante; tenía sus congresos, sus organizaciones, sus periódicos. Y su cabeza más capaz, Esteban Born, mantenía relaciones de amistad con Engels y con Marx desde los tiempos de Bruselas y de parís; desde Berlín y Leipzig seguía colaborando en el periódico. Born comprendía perfectamente el Manifiesto Comunista, aunque no le fuera fácil infundir de un modo completo sus doctrinas en la conciencia de clase del proletariado, todavía demasiado incipiente en la inmensa mayoría de los obreros de Alemania. Pasaron algunos años antes de que Engels condenara con injusta dureza la propaganda desarrollada en aquellos tiempos por Born. Es perfectamente verosímil lo que Born cuenta en sus memorias, de las que Marx y Engels no llegaron a pronunciar nunca, durante los años de la revolución, una sola palabra de descontento acerca de su labor, lo cual no quiere decir tampoco que estuviesen identificados con ella en todas sus partes.

De todos modos, lo cierto es que, en la primavera de 1849, Marx y Engels empezaron a establecer contacto con el movimiento obrero producido al margen de sus influencias.

La poca atención que la Nueva Gaceta del Rin prestara en un principio a este movimiento, se explicaba, en parte al menos, por la existencia de un órgano especial de la Asociación Obrera de Colonia, que aparecía dos veces por semana, dirigido por Molí y Schapper, y sobre todo por el hecho de que aquella se había fundado como «órgano de la democracia», es decir, para la defensa de los intereses comunes de la burguesía y del proletariado, frente al absolutismo y el feudalismo imperantes. Y era, evidentemente, lo que urgía, porque ante todo había que preparar el terreno en el que el proletariado pudiera plantear su lucha contra el régimen burgués. Pero los elementos burgueses de esta democracia iban debilitándose cada vez más; cada nuevo intento, por poco serio que fuera, caía a pique. En el Comité Central de cinco miembros, elegido por el primer congreso democrático en junio de 1848, figuraban hombres como Meyen y Krieger, de vuelta ya de América, bajo cuya jefatura la organización iba degenerando rápidamente, degeneración que se reveló en proporciones aterradoras en el segundo congreso, celebrado en Berlín en vísperas del golpe de Estado. El nombramiento en este congreso de un nuevo Comité Central, en el que figuraba d’Ester, amigo personal y político de Marx, no era, por el momento más que una letra librada sobre el porvenir. En la crisis de noviembre se había visto ya cómo flaqueaba la izquierda parlamentaria de la Asamblea de Berlín, mientras que la de Frankfurt se iba hundiendo más y más en un pantano de transacciones lamentables.

Así las cosas, sobrevino el 15 de abril, en el que Marx, Guillermo Wolff, Schapper y Hermann Becker declararon que se separaban del V Comité Democrático de Colonia. Su decisión se fundaba en los siguientes términos: «Entendemos que la actual organización de las ligas democráticas encierra elementos demasiado dispares para que pueda desarrollar una actividad útil al servicio de la causa. Somos de la opinión de que debe darse preferencia a un organismo en el que se unan estrechamente las asociaciones obreras, integradas por elementos homogéneos». A la par que esto sucedía, la Asociación Obrera de Colonia se apartaba de la Agrupación de Ligas Democráticas renanas y convocaba a un congreso provincial para el 16 de mayo a todas las sociedades obreras y de otra índole que comulgaran con los principios de la democracia social. Este congreso se pronunciaría acerca de una organización de las sociedades obreras del Rin y de Westfalia y de la necesidad o conveniencia de acudir al congreso de todas las sociedades obreras alemanas, convocado en Leipzig para el mes de junio por la Confraternidad Obrera de aquella capital, organización que encabezaba Born.

A estas declaraciones se había adelantado la Nueva Gaceta del Rin, que ya el 20 de marzo comenzó a publicar aquellos fogosos artículos de Guillermo Wolff sobre los mil millones de Silesia, que tanto sacudieron al proletariado campesino, y a reproducir, desde el 5 de abril, las conferencias pronunciadas por Marx en la Asociación Obrera de Bruselas, sobre el capital y el trabajo asalariado. Después de demostrar sobre las gigantescas acciones de masas del año 1848 que todo alzamiento revolucionario, por remota que pareciera su afinidad con la lucha de clases, solo podía triunfar con el triunfo de la clase obrera revolucionaria, el periódico emprendía ahora el análisis profundo y detallado de las condiciones económicas sobre las que descansaba la existencia de la burguesía y la esclavitud de la clase trabajadora.

Sin embargo, estos promisorios trabajos se interrumpieron debido a las luchas libradas en torno a la Constitución fraguada sobre el papel por la Asamblea nacional de Frankfurt, después de tan largos debates. De por sí, no merecía que nadie derramara por ella una gota de sangre; la corona imperial hereditaria que quería ponérsele a toda costa al rey prusiano se diferenciaba demasiado de un sombrero de bufón. El rey no la aceptaba, pero tampoco la rechazaba; prefería negociar con los príncipes alemanes para la constitución del imperio, alentado por la secreta esperanza de que accederían a la hegemonía prusiana si lograba derribar con la espada de Prusia lo que todavía quedaba de fervor revolucionario en los pequeños estados alemanes.

Este despojo del cadáver de la revolución volvió a avivar por un instante la llama rebelde. Provocó una serie de revueltas a las que la Constitución daba nombre, ya que no contenido. Esta Constitución encarnaba, a pesar de todo, la soberanía de la Nación, que era la que se quería estrangular en ella, para erigir de nuevo la soberanía de los príncipes. En el reino de Sajonia, en el Gran Ducado de Baden y en el palatinado de Baviera se luchaba con las armas en la mano por aquella Constitución, y en todas partes el rey de Prusia hacía de verdugo, para luego verse defraudado, a la hora de recibir la paga, por los soberanos que salvara. También en la provincia del Rin estallaron algunos brotes de insurrección, pero fueron ahogados en su germen por la superioridad arrolladora de las masas de soldados con las que el Gobierno había inundado la temida provincia.

Por fin, el Gobierno se sentía con valor para asestarle a la Nueva Caceta del Rin el golpe de muerte. A medida que se multiplicaban en el país los indicios de un nuevo alzamiento contra el régimen, las llamas de pasión revolucionaria iban ocupando, cada vez más altas, sus columnas: los números extraordinarios de abril y mayo fueron otras tantas proclamas dirigidas al pueblo para que se preparara a realizar el asalto: fue por entonces cuando la Nueva Gaceta mereció de la Kreuzzeitung el elogio, que la honraba, de haber llegado a un punto culminante de insolencia que no había alcanzado siquiera el Moniteur de 1793. Ya hacía mucho tiempo que el Gobierno estaba anhelando clavarle la estaca, pero le faltaba valor para hacerlo. Los dos procesos entablados contra Marx solo habían servido, ante el ambiente que reinaba entre los jurados del Rin, para facilitarle nuevos triunfos. El asustadizo gobernador de la plaza no se atrevió a recoger la sugerencia que le hacían desde Berlín para que volviese a declarar el estado de guerra en Colonia. Se conformó con invitar a la dirección de policía a que expulsara a Marx por ser un «hombre peligroso».

La dirección de policía se fue con su desconsuelo a las autoridades gubernamentales de Colonia, quienes, a su vez, acudieron a desahogarse al regazo de Manteuffel, como jefe suyo que era, en sus funciones de ministro del Interior. El 10 de marzo le notificaron que Marx seguía viviendo en Colonia sin permiso de residencia, y que el periódico que dirigía no cesaba en sus campañas subversivas encaminadas a derribar el orden existente y a implantar la república social, haciendo burla y escarnio de todo aquello que el hombre tenía por santo y digno de respeto; añadiendo que la insolencia y el buen humor con el que estaba escrito hacían que conquistara constantemente nuevos lectores. El comunicado daba cuenta de que la dirección de policía tenía reparos en expulsar a Marx, como el gobernador de la plaza se lo pedía, y que el Gobierno no podía menos que hacer suyos esos reparos, pues una expulsión como aquella, «sin ningún motivo externo concreto», «basada solo en las tendencias y campañas peligrosas del periódico», provocaría seguramente manifestaciones de protesta del Partido Democrático.

Habiendo leído este informe, Manteuffel acudió a Eichmann, presidente de la provincia del Rin, para pedirle su opinión. Eichmann contestó, el 29 de marzo, que la expulsión, aunque legalmente válida, no era conveniente en tanto que Marx no incurriese en nuevas infracciones. El 7 de abril, Manteuffel decidió no oponer reparos a la expulsión, pero dejando la elección del momento oportuno al arbitrio del Gobierno, con la advertencia de que mejor sería que la expulsión se decretara a raíz de una infracción cualquiera. Por fin, se llevó a cabo el 6 de mayo, pero sin fundarla en infracción alguna, sino en las tendencias peligrosas del periódico. Dicho en otros términos: el 11 de mayo el Gobierno se sintió ya lo suficientemente fuerte como para dar aquel golpe por la espalda, al que no se había atrevido, por temor, ni el 29 de marzo ni el 7 de abril.

El profesor prusiano que, no hace mucho, restableció sobre los documentos de los archivos este proceso histórico de la expulsión de Marx, no hizo más que confirmar documentalmente lo que la mirada profética del poeta ya le había sugerido a Freiligrath, a raíz de decretarse la expulsión, en aquel verso en el que habla de la «vileza reptante de los sucios calmucos de Occidente».

9. OTRA MANIOBRA COBARDE

Marx se encontraba fuera cuando se dictó la orden de expulsión. Aunque el periódico mantenía su auge y contaba ya con unos seis mil suscriptores, no había vencido, ni mucho menos, sus dificultades financieras: con los suscriptores aumentaban los desembolsos, que se hacían al contado, mientras que los ingresos solo se cotizaban periódicamente. Marx se contactó en Hamm con Rempel, uno de los dos capitalistas que en 1846 se habían mostrado interesados en fundar una editorial comunista, pero el buen hombre seguía con los bolsillos abrochados, y se contentó con remitirlo a un ex teniente llamado Henze, que, en efecto, le adelantó al periódico 300 táleros, de cuya deuda se hizo cargo personalmente Marx. Henze, que más tarde resultó ser un espía, se vino con Marx a Colonia, huyendo de la policía que lo acosaba. En Colonia, Marx se encontró con la indecencia del Gobierno.

Con aquello, quedaba echada la suerte del periódico. Otros dos redactores pudieron ser expulsados igualmente por «extranjeros»; los demás estaban procesados. El 19 de mayo vio la luz el último número rojo, con los famosos versos de despedida de Freiligrath y unas palabras en las que Marx, desafiantemente, descargaba una lluvia de latigazos sobre las espaldas del Gobierno. «¿A qué esas estúpidas mentiras, a qué esas frases oficiales? Nosotros, que carecemos de miramientos, no vamos a exigirlos de ustedes. Cuando nos llegue el turno, no nos molestaremos en disimular ni disfrazar nuestro terrorismo. No seremos como los terroristas realistas, como los terroristas por la gracia de Dios y de la ley, brutales, despreciables y viles en la práctica, cobardes, huidizos y llenos de hipocresía en la teoría, y en ambos terrenos carentes de honor». El periódico advertía a los obreros de Colonia contra todo intento que, dada la situación militar de la ciudad, los perdería irremediablemente. La redacción les daba las gracias por su acogida, y terminaba diciendo que «su supremo lema sería siempre y en todas partes el mismo: la emancipación de la dase obrera».

Después de esto, a Marx solo le quedaba cumplir con los deberes que le incumbían como capitán del buque náufrago. Los 300 táleros que le prestó Henze, los 1.500 táleros de suscripciones que recibió por giro postal, las prensas, de su propiedad, todo, se puso a disposición para saldar las deudas contraídas por el periódico con los cajistas, los impresores, los vendedores de papel, los corresponsales, el personal administrativo y de redacción, etcétera, quedándose él únicamente con los objetos de plata de su mujer. Estos fueron a parar a la casa de empeños de Frankfurt, y las 200 guldas, poco más o poco menos, que por ellos obtuvo, eran todo el patrimonio con el que contaba la familia al salir de nuevo hacia el destierro.

Desde Frankfurt, Marx se dirigió con Engels al teatro de la insurrección triunfante en Badén y en el Palatinado. Desde Karlsruhe se trasladaron a Kaiserslautern, donde se entrevistaron con d’Ester, alma del Gobierno provisional. D’Ester comisionó a Marx por el Comité Central Democrático para que en París representara al Partido Revolucionario Alemán, cerca de la oposición que en la Asamblea nacional ocupaba la socialdemocracia de entonces, en la que se preparaba una gran ofensiva contra los partidos del orden y su representante, el falso Bonaparte. De regreso, detenidos por las tropas adictas al Gobierno, por sospecharse su participación en el movimiento rebelde, fueron transportados a Darmstadt y de aquí a Frankfurt, donde los pusieron en libertad. Marx salió para París, mientras Engels retornaba a Kaiserslautern, para incorporarse como ayudante al cuerpo de voluntarios formado por el ex teniente prusiano Willich.

El 7 de junio Marx escribió desde París, informando de que allí imperaba una reacción realista más pavorosa que la de los tiempos de Guizot, pero que tampoco había sido nunca tan eminente la erupción arrolladora del volcán revolucionario. Sin embargo, estas esperanzas resultaron fallidas; la ofensiva preparada por la oposición fracasó, y de un modo bastante lamentable, por cierto. Un mes más tarde, habría de centrarse en su persona la venganza del vencedor; el 19 de julio, el prefecto de policía le transmitió una orden del ministro del Interior, intimándolo a fijar su residencia en el departamento de Morbihan. Era una maniobra cobarde, «la infamia de las infamias», como Freiligrath le escribiera a Marx al conocer la noticia. «Daniels me dice que Morbihan es la zona más insalubre de toda Francia, pantanosa y febril: son los pantanos pontínicos de la Bretaña». Marx no se sometió a esta «tentativa velada de asesinato». Por lo tanto, procuró dilatar la ejecución de la orden, apelando ante el ministerio del Interior.

Estaba en una situación urgida, consumidos ya sus magros ahorros, y acudió a Freiligrath y a Lassalle para que buscaran el modo de ayudarlo. Los dos hicieron cuanto pudieron, pero el primero se lamentó cerca de Marx por la indiscreción con la que el segundo trataba el asunto, haciendo de él tema de comentarios y charlas. A Marx le dolió mucho esto; el 30 de junio decía, contestando a la carta de Freiligrath: «Prefiero cien mil veces pasar apuros antes que aparecer mendigando públicamente. Ya le he escrito diciéndole lo que viene al caso. Estoy verdaderamente indignado». Lassalle supo disipar aquellas tinieblas, escribiéndole una carta que rebosaba de buena voluntad, aunque las seguridades que ofrecía de haber llevado el asunto «con extrema delicadeza», dejaran cierto margen de dudas.

El 23 de agosto Marx le notificaba a Engels que salía de Francia, y el 5 de septiembre le escribía a Freiligrath que su mujer iría a reunirse con él el día 15, aunque no sabía de dónde iba a sacar el dinero necesario para hacer el viaje e instalarse en su nueva residencia. Emprendía el camino hacia su tercer destierro, acompañado por la negra penuria, esta compañía fiel, demasiado fiel, que pocas veces ya habría de abandonarle.

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