El pasado jueves, día de quincena para quienes tienen un empleo formal, en pleno centro de Pasto y a la vista de todos, un grupo de hombres encapuchados descendió de un camión y se abalanzó sobre un hombre de 40 años. El hombre se aferró a su carreta de madera en la que vendía mandarinas, estaba dispuesto a defenderla con su vida. Desesperado, sacó un cuchillo e intentó impedir que los encapuchados se llevaran unos retazos de madera. En el video que circuló por redes, se ve claramente que esos trozos eran muy valiosos tanto para los encapuchados y sus ayudantes, como para el hombre que con rostro angustiado solo gritaba: ¡No! ¡No! ¡No!
Para quienes observaban al hombre afligido, padre familia y vendedor ambulante, su desesperación y angustia por perder esos pedazos de madera, unidos con puntillas y pegante, tenía plena justificación. Esa carreta que a diario llena con frutas para tratar de venderlas junto con a otros hombres, mujeres y niños, es su único sustento. A través de ella ha podido sobrevivir vendiendo su fuerza de trabajo, no a un patrón particular, sino a los capitalistas que no se ven, pero que son los dueños de esas mercancías y están detrás de esos encapuchados y de otros personajes tristemente célebres que todos conocemos.
¿Por qué para esos encapuchados, y la fuerza pública que los acompañaban, esa carreta parecía ser la propiedad más valiosa, por la que estaban dispuestos a golpear hasta casi matar a un hombre cuyo «delito» es ser trabajador? Porque esos pedazos de madera, y quien los llena de frutas cada día, son un estorbo para los grandes dueños del comercio; son una competencia que no están dispuestos a permitir. Para eliminarlos, utilizan todo su poder, a través de su Estado, para que esa competencia sea borrada.
El alcalde de Pasto, como representante administrativo de ese Estado, afirma que está defendiendo el espacio público, argumentando que algunos ciudadanos interponen tutelas solicitando su recuperación. Sin embargo, al mismo tiempo, otros ciudadanos condenan el trato que reciben los trabajadores informarles y exigen que se les permita trabajar. Eso gritaban durante la aterradora escena del pasado jueves, lo que se escuchaba eran gritos de apoyo:¡Pobre gente, el hombre está trabajando para ganarse el diario! ¡Está trabajando honradamente!,¡Déjenlo trabajar! Los que quieren que se respete el espacio público son esos dueños de todo, de las mercancías, de las tierras, de la riqueza que producen todos los trabajadores; son quienes mandan a sus perros encapuchados y a sus fuerzas del orden para defender, a sangre y fuego si es necesario, los privilegios e intereses de esos «ciudadanos».
El cuadro del pasado jueves, evoca recuerdos de aquel incidente en el centro de Bogotá, cuando durante la pandemia un vendedor ambulante, adulto mayor, fue casi estrangulado por un policía; o de aquel muchacho en Túnez, también vendedor de frutas, que se prendió fuego cuando llegaron los policías y le quitaron sus productos, hecho que fue la chispa que encendió la Primavera Árabe. La persecución por el «delito» de ser trabajador informal continúa y se da en diferentes ciudades, países, y bajo diferentes gobiernos y alcaldías, pero siempre bajo el mismo Estado burgués.
¿Por qué, aún bajo un gobierno que se proclama de «los nadies», esos mismos nadies siguen siendo los perseguidos, los despedidos, los humillados, los asesinados? Porque, independientemente de quién esté en el gobierno, el poder real sigue en manos de los ricos, los explotadores, los poseedores, los opresores, aquellos a quienes el presidente Petro llama a hacer un «Acuerdo Nacional»; aquellos a quienes invita a que cedan un poco de sus ganancias, a que acepten sus reformas ya recortadas, a invertir en la «economía popular» y a vender sus tierras improductivas, esas mismas que con ríos de sangre fueron despojadas a los campesinos. Y ellos han respondido con negativas, actuando conforme a su naturaleza de ¡explotadores! que solo se interesan en la ganancia, para lo cual utilizan todo el aparato estatal, incluido al mismo presidente que debe hacer respetar los privilegios de las clases holgazanas.
Por eso, seguiremos viendo escenas como la de Pasto, a menos que el pueblo se levante nuevamente, como en Túnez, como en el paro del 2019, como en el Levantamiento Popular del 2021, exigiendo con su propia fuerza los cambios que no se han dado y que no se darán en estos dos años que quedan, ni tampoco en las urnas del 2026.
Es el momento de hacer las Asambleas Populares, de retomar la organización independiente del pueblo y organizar la lucha contra quienes mandan a encapuchados a perseguir el «delito» de trabajar para no morir de hambre.