Estamos en el país de las maravillas, proclaman los demócratas sinceros. La pletórica democracia de este mágico país, incrementó el número de parlamentarios pasando de 268 a 280: 10 sillas fueron entregadas a los jefes de la Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC) según lo pactado en los «acuerdos de paz», y dos más fueron para Gustavo Petro y Ángela Robledo, quienes ocuparon el segundo puesto en la elección presidencial.
Como se ve es una «maravilla» de la democracia que le costará al pueblo colombiano un aumento de 375.981.852 pesos mensuales, es decir, 4.511.782.224 de pesos al año; si a esto se suman las «arandelas» del «equipo de trabajo» con cerca de 30 millones de pesos mensuales por cada parlamentario, la «prima de servicios» por más de 11 millones de pesos al año por cada uno, la «prima de navidad» por otros 30 millones de pesos, y se le agregan los gastos de escoltas, carros, gasolina, servicios… la suma alcanza algo más de otros 4 mil millones al año; es decir, la maravillosa ampliación de la «democracia» le sale costando al pueblo colombiano un incremento de más de 8 mil millones de pesos al año.
Poca cosa, porque en total son más de 2 billones de pesos anuales que le son sacados al pueblo para sostener 280 parlanchines, más de 2.800 asistentes, más de 500 trabajadores de planta (los únicos que trabajan) y otro tanto de personas que viven directa o indirectamente del parlamento. Esta «maravilla» de la democracia resulta ser en realidad un gigantesco parásito sostenido por la sociedad, donde además tiene su sede la empresa criminal más grande del país: allí, como por arte de magia, se hacen desaparecer al año alrededor de 50 billones de pesos en lo que se conoce como corrupción.
Las cifras son escandalosas incluso en este país maravilloso donde los holgazanes parlamentarios van, cuando lo hacen, a «trabajar» —léase a dormir— dos veces a la semana; donde su «extenuante» trabajo consiste en parlotear para no resolver nada; sin embargo, esa descomunal e inútil mole es una institución necesaria para ocultar que la tal democracia del país de las maravillas es la dictadura de un puñado de oligarcas y sus grupos monopólicos.
A esas «democráticas» adiciones en el parlamento, se suma el maravilloso invento llamado «Estatuto de la Oposición». Una figura que le permite a cada partido o movimiento político que tenga personería jurídica, declararse como oposición oficial del Gobierno. Quienes se declaren como tales tendrán nuevas gabelas burocráticas como financiación extra adicional del 5% por parte del Estado, tiempo asegurado en radio y televisión durante 30 minutos mensuales en las franjas de mayor sintonía, y la mitad del espacio asignado a propagandas políticas; tendrán además el «derecho a controvertir» las alocuciones presidenciales contando con 48 horas en los mismos canales, en el mismo horario y con el mismo tiempo ocupado por el mandatario; además tendrán 20 minutos para replicar cada vez que el presidente se dirija al parlamento.
Con tan «maravillosas garantías democráticas», ¿no sería lógico suponer que el país marcharía por el camino de la felicidad, pues esa oposición financiada, protegida y consentida por el Estado podría oponerse a todo cuanto diga el gobierno y los dueños verdaderos del poder?
Pues, NO. Como dijo el bobo del pueblo «de eso tan bueno no dan tanto» y, en efecto, la tal «oposición» podrá hablar toda la cháchara que quiera, pero será impotente para impedir que el gobierno haga lo que le dé la gana. Es decir, el «Estatuto de la Oposición» es otra figura decorativa de la dictadura de los monopolios que servirá para adornar su feroz señorío sobre la sociedad, sembrar ilusiones en los partidos reformistas y oportunistas que aspiran a llegar al gobierno algún día; así como a estos últimos a esparcir entre el pueblo su fe supersticiosa en esa cosa «sobrenatural» llamada Estado.
Pero si a ese país de las maravillas defendido por todos los amantes de la democracia burguesa (desde Uribe y su séquito de paracos, hasta Petro y Robledo, pasando por las López), se le quitan los velos de la dictadura del capital, queda en lo que es: el país de los horrores y las miserias, de la superexplotación salvaje y la opresión criminal, donde la legislación política y las leyes burguesas, por muy democráticas que las hagan aparecer, no hacen más que defender y protocolizar la voluntad y los intereses de las clases económicamente dominantes, como ahora se muestra claramente con la imposición de la Agenda Empresarial de los gremios.
Para los crédulos en los milagros y en las modernas y nuevas «maravillas» de la democracia burguesa, es pertinente citar las palabras de un hombre inteligente que se preocupó por develar los misterios de la sacrosanta democracia de los ricachones:
«La república democrática es la mejor envoltura política de que puede revestirse el capitalismo, y por lo tanto el capital, al dominar esta envoltura, que es la mejor de todas, cimenta su Poder de un modo tan seguro, tan firme, que ningún cambio de personas, ni de instituciones, ni de partidos, dentro de la república democrática burguesa, hace vacilar este Poder». (Lenin, en El Estado y la Revolución).
Por eso, contrariando la cháchara democratera de estos días y las salvas a sus nuevas instituciones, el proletariado revolucionario rechaza los sueños ilusorios de los adoradores de la falsa y mutilada democracia de los explotadores; no promete construir el país de las maravillas, pero sí proclama que la actual dictadura de los monopolios debe ser reemplazada por la dictadura del proletariado, que expropiará a los actuales expropiadores. Algo a lo cual los partidos oportunistas, falsos comunistas y falsos revolucionarios renunciaron, y por eso son patrocinados y aplaudidos por la burguesía, pues gracias a ellos su moribundo sistema con sus vetustas instituciones sigue en pie.
Los comunistas reivindican la democracia plebeya de la mayoría trabajadora sobre la ínfima minoría que no quiera trabajar; defienden la democracia directa de los obreros y campesinos armados, con instituciones ejecutivas y legislativas al mismo tiempo, con funcionarios elegibles y removibles en cualquier momento y con salarios iguales al de cualquier obrero.
En una democracia así, construida desde abajo, con un gobierno barato y libre de burócratas corruptos, sobran los parlanchines del Congreso y todas las demás instituciones de la dictadura del capital. Tal será la democracia proletaria del nuevo Estado de los obreros y campesinos.