El Estado colombiano históricamente se ha quejado de la calidad de la educación que se brinda a los estudiantes que viven en áreas rurales; y como siempre, el gobierno de turno se ha lavado las manos y ha achacado los malos resultados en esa gestión a los docentes rurales, pasando por alto que en Colombia la educación rural enfrenta una serie de desafíos y dificultades, y que el mayor responsable de esas adversidades es el propio Estado.
Sí, ese mismo aparato que cada tanto se ufana de ser un «Estado social de derecho» que tiene como compromiso garantizar los «derechos fundamentales de todos los ciudadanos» y promover la «justicia social», pero que en realidad no es más que ─al decir de Engels─ «El dueño de la fuerza pública y del derecho a recaudar los impuestos», otra manera de expresar la dictadura del gran capital (los bancos y los grandes monopolios) quien realmente decide lo que ocurre en cada país. De allí que la constante en el campo colombiano sea el abandono estatal, manifiesto claramente en que el Estado burgués nunca ha brindado el apoyo que requieren las zonas rurales, no ha invertido lo suficiente en infraestructura, tecnología, investigación y desarrollo agrícola, y esa es la principal causa de que el campesinado y el proletariado agrícola colombiano se vean privados de todo, incluso de servicios básicos como el agua potable, la electricidad y el transporte.
Por esto, el llamado es a levantarse en un solo grito: ¡No más ruina en el campo!, como pueblo debemos organizarnos y con la fuerza de la lucha directa conquistar todas las necesidades en salud, educación, vivienda, servicios, compra a precios justos de las cosechas de los campesinos pobres y medios; condonación de las deudas a los pequeños y los medianos empresarios, recursos y formación técnica.
Como si el abandono Estatal no fuera suficiente, para lo que sí ha servido el Estado en el campo colombiano es para favorecer la concentración de la tierra en manos de los grandes terratenientes, por eso es que el 1 % de la población en Colombia es dueña del 81 % del territorio (según Oxfam); así las cosas, el Estado burgués es el que más ha contribuido a la pauperización del campesinado y del proletariado agrícola.
Igualmente, la guerra reaccionaria se ha ensañado con el campo, tanto así que el Observatorio de Memoria y Conflicto (que hace parte del Centro Nacional de Memoria Histórica), señala que entre 1958 y 2022 «se ha documentado 37.147 acciones bélicas que han dejado 49.008 personas fallecidas, de los cuales 44.763 fueron combatientes dados de baja, 3392 fueron víctimas civiles y de 313 no se tiene información».
Esta guerra reaccionaria, que han comandado las guerrillas, los paramilitares y las fuerzas armadas del Estado capitalista, ha teñido de rojo las verdes montañas y llanuras colombianas; por décadas ha generado torrenciales ríos de sangre, y todo con el fin de expropiarle la tierra a los campesinos para dedicarla a los monocultivos, sobre todo de psicotrópicos. Guerra reaccionaria que, pese a los discursos de «Paz Total», sigue arrojando irritantes cifras de asesinatos o desplazamientos, como el de las 600 familias que a finales de mayo tuvieron que desplazarse en Nóvita y Sipí (Chocó).
En consecuencia, preocuparse por la calidad de la educación en el campo colombiano nos demanda a los revolucionarios luchar contra el terrorismo de Estado y condenar la guerra contra el pueblo; impulsando la defensa de la vida desde la organización de guardias o milicias obrero populares y oponiendo a la violencia reaccionaria, la violencia revolucionaria de las masas, pues solo con la organización armada del pueblo mismo se puede enfrentar a las hordas asesinas paramilitares, guerrilleras y fuerzas militares, que son amparadas por el propio Estado a través del encubridor fuero militar; en las manos del propio pueblo está la verdadera reparación de las víctimas que al final solo puede obtenerse con la destrucción del Estado y con la revolución.
También en manos del propio pueblo organizado y movilizado está la real posibilidad de acabar con el inmundo negocio del narcotráfico, desterrando con su fuerza organizada a los grupos armados que imponen con la fuerza del fusil el cultivo de coca, marihuana y amapola, legalizando su producción y avanzando libremente en la sustitución de cultivos; y de esta forma parar el envenenamiento de la población con glifosato.
Todas las situaciones antes mencionadas hacen que el campesinado y el proletariado agrícola colombiano enfrenten altos niveles de pobreza, hasta el punto que según el DANE, y su palabrería rebuscada para esconder la pobreza, en los «centros poblados y rurales dispersos» el porcentaje de personas en situación de pobreza es del 44,6 %.
Así pues, la pauperización de las familias campesinas es uno de los principales obstáculos en la educación rural, esa es la causa por la cual muchos estudiantes no pueden recibir una alimentación balanceada que garantice la nutrición idónea para poder desarrollar procesos de aprendizaje; de allí las espantosas cifras del Boletín epidemiológico semanal (BES) del Instituto Nacional de Salud en la semana epidemiológica 19 de 2023, notifica 173 muertes probables en menores de cinco años: 115 por desnutrición aguda (DNT) y 58 por enfermedad diarreica aguda (EDA). Aunque el dato es a nivel nacional y no discrimina entre la ciudad y el campo, es doloroso e indignante que 115 pequeños, entre los 0 y los 5 años, nos falten a razón de la pobreza a la que nos condena el capitalismo.
La pobreza de las familias campesinas y proletarias agrícolas tampoco les permite costear los útiles escolares, los uniformes, los refrigerios o el transporte, lo que limita la correcta participación de los estudiantes y va en contra de lograr un desempeño académico adecuado para avanzar en el proceso de aprendizaje.
Pero además está lo que compete al tan mentado «Estado social de derecho», pues en las veredas de Colombia se carece de infraestructuras viales y educativas adecuadas, ya sea porque no se han construido o porque las que están (según el DANE en Colombia existen 35.892 sedes educativas rurales) no reciben el mantenimiento adecuado y se están cayendo, pues dicho mantenimiento muchas veces depende solo de las alcaldías que en los pueblos se dedican a robar, quizá más de lo que lo hacen en la ciudad; sí, pese a la alharaca que los mamertos viven haciendo de la Constitución del 91 como una vía para enfrentar el gamonalismo, este sigue rampante en las zonas rurales, peor aún, se ha intensificado por cuenta del narcotráfico.
La falta de sedes educativas en áreas rurales obliga a los estudiantes a viajar largas distancias para poder asistir a clases, lo que genera incomodidad, peligro y mayores costos. Los hijos del campesinado o del proletariado agrícola deben enfrentarse a caminatas largas por montañas, trochas y riachuelos; bajo un sol o una lluvia brutales; bajo el peligro de las serpientes, los perros, los gusanos o demás animales venenosos o rabiosos; corriendo el riesgo de ser asaltados o abusados por esos caminos solitarios, ante lo cual el Estado mantiene su total indiferencia y acostumbrada pasividad, mientras adorna la miseria a través de los medios romantizando e idealizando toda la necesidad y la pobreza por cuenta de la idea del esfuerzo individual, del valor que acompaña a los niños a cruzar un río por una cuerda o del sacrificio de un maestro que por su cuenta garantiza una choza para dar clases.
Como si no bastara con sedes educativas inexistentes, las pocas que existen se están cayendo, presentan escasez de recursos y de materiales educativos; si acaso tienen libros de texto estos son, por lo general, obsoletos; y es nulo o muy poco el material didáctico que se le facilita al maestro. Un ejemplo de ello son algunas escuelas primarias de Risaralda, donde a los maestros se las da una resma de papel (500 hojas) para 28 niños durante todo un año escolar.
Y ni qué decir de los laboratorios, los equipos informáticos o el internet, más cuando se «abudinean» el presupuesto para una conexión que demostró ser esencial en tiempos de pandemia. Toda esta falta de dotación dificulta que los maestros puedan brindar una enseñanza de calidad y que se logre un aprendizaje efectivo; y, en consecuencia, los estudiantes rurales no tienen igualdad de derecho en cuanto al acceso a los mismos recursos que quizá tiene los niños y jóvenes de las áreas urbanas.
Añadamos a eso que las zonas rurales de este país tienen poco acceso a la tecnología, a la conectividad, a Internet; incluso tienen problemas de señal telefónica dado que los operadores comerciales no ponen las antenas necesarias porque en aquellos parajes tiene pocos usuarios.
Todo esto hace que los estudiantes rurales sean excluidos de las oportunidades educativas que ofrecen las herramientas digitales, lo que limita su acceso a información actualizada y les dificulta desarrollar habilidades digitales necesarias en el mundo que ha forjado el capitalismo actualmente.
Todas estas condiciones adversas llevan a que en el campo haya altas tasas de abandono escolar, para 2021, según el Ministerio de Educación la tasa de abandono en las zonas rurales fue de 10,9 % frente al 2,5 % en las ciudades. Lo más común es que los estudiantes abandonen el colegio, incluso la escuela, porque deben ponerse a trabajar para ayudar a sus familias; según las mal llevadas cuentas del DANE, en 2022, en «los centros poblados y rurales dispersos» 206.000 personas debían trabajar aun siendo infantes. Aunque otra de las razones de la deserción escolar es la falta de motivación en un mundo donde la educación no es más que una mercancía que nos cualifica para poder vendernos a un supuesto mejor postor, y dadas las condiciones de superexplotación actual, en las que se mueven incluso los profesionales más formados, hacen que el ascenso económico no sea posible y no sea esa la motivación para estudiar.
Por el lado de los docentes ─según las cifras del DANE para el año 2021 había 126.135 profesores rurales, para atender a 2.392.624 estudiantes─ la calidad educativa en las zonas rurales a menudo es inferior, debido a que, como las zonas rurales son territorios tan faltos de todo, para esas sedes educativas normalmente envían a los docentes que recién ingresan por concurso, por ende, docentes con poca experiencia.
Pero, sobre todo, enormes dificultades para los maestros ya que en la ruralidad existen las escuelas multigrado, en las que un solo maestro está a cargo de todos los grados en una sola aula. Este es un modelo pedagógico al que el Ministerio de Educación le llama Escuela Nueva, Postprimaria o Bachillerato rural. Desatinos que se inventaron en la década del 60, para enmascarar su desprecio por las infancias y las juventudes del campo, pues primando el presupuesto a la calidad de la educación para el campesinado y el proletariado agrícola, en las sedes educativas rurales ven clases al mismo tiempo y con un solo docente los niños de transición, primero, segundo, tercero, cuarto y quinto de primaria; o todos los estudiantes de sexto, séptimo, octavo, noveno, décimo y once.
Se justifican las secretarías de educación diciendo que en las zonas rurales son pocos los estudiantes. Según la relación estudiante-docente idealizada del DANE serían 19 niños por cada docente, pero por pocos que sean si se desea brindar una educación de calidad la planeación de la clase seguiría siendo la misma si es 1 estudiante o si son 30, una cosa diferente es el desarrollo de la clase, pero la planeación en sí no varía.
De todo este panorama tan funesto, las perjudicadas son las infancias y las juventudes del campo. La mala calidad de la educación rural tiene consecuencias muy negativas para ellos: los hijos de los pobres del campo ven aún más limitadas sus oportunidades de acceso a educación superior y, en consecuencia, se les condena a poco desarrollo profesional y a los peores empleos, se les condena a la miseria.
Esta situación tan nefasta nos obliga, como revolucionarios, a pelear por la dignificación de la vida de los pobres del campo, por ello es preciso materializar la alianza obrero campesina y continuar impulsando el Programa Inmediato que garantice: ¡No más ruina en el campo!
Un Programa Inmediato para solventar los terribles sufrimientos del pueblo colombiano, para resolver desde abajo las reivindicaciones más sentidas e inmediatas, como preámbulo de la lucha revolucionaria por una nueva sociedad en la cual el Estado de Dictadura del Proletariado ─el Gobierno de Obreros y Campesinos─ garantice una vida realmente humana para los productores tanto de la ciudad como del campo. Un Estado que proporcione una educación de calidad, mejore la infraestructura escolar y vial, y no escatime esfuerzos para reducir las brechas que hay actualmente entre la ciudad y el campo.