Hace algunos días, en una calle de mi barrio, un hombre ya mayor discutía con una señora acerca del Gobierno de Petro y los supuestos subsidios que este Gobierno generaría; el señor, con orgullo proletario, señalaba que él no quería subsidios, que él lo que necesitaba era trabajo: “Producir, porque yo soy un obrero y no un mendigo”. No es para menos, porque para la clase obrera el trabajo es un aporte que, aunque ahora es explotado y solo aumenta la riqueza burguesa, algún día será una contribución para una sociedad socialista, donde la propiedad y la administración de los medios de producción estén en manos de las clases trabajadoras y no de unos holgazanes como lo es hoy en día.
Este tipo de conversaciones, suceden a diario entre el pueblo trabajador, en cada calle se discute y opina acerca de las decisiones de la política nacional e internacional; muchos de estos diálogos reflejan las ilusiones que en el pueblo han sembrado los reformistas, por lo que algunos sectores del pueblo sueñan con mejor bienestar gracias a las acciones de “cambio” que traigan los reformistas en el poder.
Esto es así no solo en Colombia, Chile, México… sino también en Brasil donde, desde el 1 de enero del 2023, Luiz Inácio Lula da Silva regresó al Palacio de Planalto, designado como presidente por tercera vez.
Pese a las pretensiones de los conscientemente reformistas y las esperanzas de los de abajo, quienes con buena e ingenua intención quisieran un atajo o facilidades para mejorar sus condiciones de vida, de los anteriores Gobiernos de Lula se analiza que fue un camino continuista que tuvo como resultados el control de la inflación y el ingreso de 7 500 millones de dólares a cuenta de inversiones extranjeras (dado que el capital financiero tenía la plena confianza de que “nada iba a cambiar”) y al auge de exportación de materias primas.
Los opositores de Lula señalan que fue este gran flujo de capitales hacia el país lo que le ayudó a gobernar «en abundancia de recursos y popularidad». Igualmente, indican que la aparición de China como nuevo aliado comercial propulsó la expansión de Brasil, y lo insertó en la economía mundial bajo el estatus de potencia regional en Suramérica y potencia emergente en el sistema internacional.
Cuando se terminó el Gobierno de Fernando Henrique Cardoso en el 2002, el Producto Interno Bruto de Brasil (que según la palabrería de la economía burguesa representa el valor de los bienes y servicios producidos en un país), es decir, el valor de las mercancías que engordan el bolsillo de la burguesía y la pequeña burguesía, fue de 539.523 millones de euros, mientras que cuando terminó el Gobierno de Lula (2010) la cifra del PIB brasileño fue de 1.664.686 millones de euros, lo que los reformistas muestran como un logro para la clase obrera, obviando el hecho de que el aumento de la riqueza de la burguesía no representa un cambio real en la situación de los trabajadores; además, porque muchas veces tal beneficio se obtuvo, precisamente, mediante el aumento de la superexplotación y el estrangulamiento de quienes todo lo producen, con anuencia del Estado.
Según el Banco Mundial, entre 2001 y 2011, el PIB per cápita de Brasil (la suma de toda la riqueza producida en el país, dividida por el número de habitantes) creció un 32 %; una medición absurda porque todos sabemos que la riqueza no se distribuye entre todos, sino que se la embolsilla la burguesía, los terratenientes y los imperialistas.
Asimismo, dentro de los grandes logros del Gobierno reformista de Lula, sus apologistas señalan que las reservas internacionales del país (activos financieros que el banco central invierte en el exterior) crecieron y la deuda pública externa disminuyó. Sin embargo, en términos reales esto no representa un beneficio para la clase obrera, sino para la burguesía que es la que tiene en el Estado burgués su junta administrativa, pues es con las reservas internacionales que luego se rescatan los bancos, se invierte en la guerra… Igualmente, la deuda pública externa no es más que dinero que usureramente se le entrega al capital financiero por haber prestado a la burguesía de un país y así asegurar la producción de su riqueza, ya sea que lo disfracen de construcción de carreteras para que los obreros explotados lleguen a vender su fuerza de trabajo a las fábricas o que las mercancías puedan rodar por el país y ser vendidas; o lo enmascaren en educación de la mano de obra capacitada que necesita el capital, etc.
Cuando el reformismo llama a los trabajadores a desistir del camino de la lucha para irse por los causes del electorerismo, lo hace vociferando que es una táctica de transición con la cual buscan mejorar las condiciones del pueblo e impedir que continúen siendo degradados; igualmente, vende la idea de que será un tiempo de reacomodación de las fuerzas para vigorizarse y dar una pelea más allá de la lucha dentro de los límites del Estado burgués; pero, la realidad nos muestra que con esa táctica no se frena la pauperización de las clases trabajadoras ni es un tiempo en el que las organizaciones reformistas formen a sus bases y al pueblo, con miras a aumentar tanto su conciencia de clase como la conciencia de la necesidad de una lucha para ir más allá de una pequeña reforma y la “conquista” de un cargo dentro del Estado burgués.
Así, lo que todos los Gobiernos reformistas han demostrado en tantos años de detentar el cargo de “jefes” del Estado burgués, es que el rol de los reformistas y su camino electorero no es otro que intentar ocultar el papel que cumple todo Estado burgués: garantizar la opresión y explotación de la clase obrera y los campesinos, para asegurar la ganancia de los terratenientes, burgueses e imperialistas. Los reformistas siempre son solo una salida constitucional electoral de la burguesía para sortear sus crisis e impedir que los pueblos la derriben y acaben con sus privilegios; en Colombia, Latinoamérica y el mundo desvían la lucha directa del pueblo hacia la farsa electoral y algunas veces terminan por convertirse en “nuevos” gobiernos, con lo que le dan a las crisis políticas burguesas una salida “institucional”, dándole un respiro a la dictadura de los capitalistas cambiándole solo el ropaje por uno más “democrático”.
Ese ropaje más democrático en parte está representado por el “fuerte” gasto social que realiza el Estado burgués: los impuestos que aplica contra las clases trabajadoras, con los que disminuye su salario, son utilizados, no tanto para mejorar realmente las condiciones de vida de los sectores de clase que ese mismo Estado ha permitido degradar, sino para degenerar moralmente a un sector de la clase obrera, convenciendo a una parte de las masas populares de que es suficiente contar con un Estado asistencial y así disuadirlo de la necesaria lucha revolucionaria por un nuevo Estado de obreros y campesinos, donde los que lo producen todo, todo lo gobiernen, una dictadura proletaria que expropie a los expropiadores capitalistas y les permita a las clases productoras vivir de lo que producen y dejar de ser explotadas para que otras clases holgazanas vivan bien, aunque no produzcan sino miseria, enfermedad y destrucción.
Así las cosas, los reformistas lo máximo que han logrado para la clase obrera es un Estado que entrega limosnas y tal vez pueda reducir temporalmente la miseria material de un porcentaje del pueblo trabajador, pero que induce a la miseria moral que limita las perspectivas revolucionarias que los obreros y campesinos deberíamos tener. Es por ello que los comunistas no nos oponemos a las reformas, siempre y cuando estas no sean el fin, sino un medio para alentar la lucha revolucionaria de los explotados, para impedir la degradación material y moral de los trabajadores, sirviendo al propósito de acumular más fuerzas y experiencia de lucha para destruir todo el Estado burgués que garantiza la explotación y la opresión del hombre y la devastación de la naturaleza.