CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXXIV)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXXIV) 1

En esta semana damos inicio a la publicación del Capítulo XI de la biografía de Carlos Marx, escrita por Franz Mehring. En esta primera parte Mehring hace un recuento de los sucesos anteriores a la Fundación de la Asociación Internacional de los Trabajadores, más conocida como Primera Internacional.

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CAPÍTULO XI

LOS PRIMEROS TIEMPOS DE LA INTERNACIONAL

1. FUNDACIÓN

A las pocas semanas de morir Lassalle, el 28 de septiembre de 1864, fue fundada en Londres, en una gran reunión celebrada en el St. Martin Hall, la Asociación Obrera Internacional.

No era el resultado del trabajo de un individuo ni un “cuerpo pequeño con una gran cabeza”, ni una banda de conspiradores errantes; no era ni una sombra fingida ni un monstruo voraz, como afirmaba, pintoresca y alternativamente, la fantasía de los heraldos capitalistas, estimulados por los escrúpulos de su conciencia. Era simplemente una forma transitoria de la lucha por la emancipación del proletariado, cuyo carácter histórico la hacía, a la par, necesaria y perecedera.

El régimen de producción capitalista, que es la más flagrante de las contradicciones, engendra los Estados modernos a la vez que los destruye. Fomenta y encumbra las diferencias nacionales, y al mismo tiempo crea todas las naciones a su imagen y semejanza. Esta contradicción es irresoluble en su seno y contra él han chocado todos los movimientos de fraternidad de los pueblos, de la que tanto hablan las revoluciones burguesas. La gran industria, predicando la libertad y la paz entre las naciones, convierte el planeta en un inmenso campo de batalla como jamás lo conociera la historia.

Sin embargo, con la desaparición del sistema capitalista, desaparece también la contradicción que entraña. Es cierto que las luchas de emancipación del proletariado solo pueden plantearse dentro de las fronteras nacionales, ya que el proceso de producción capitalista se desarrolla por países y cada proletariado tiene que enfrentarse necesariamente con su propia burguesía. Pero sobre el proletariado no pesa esa competencia inexorable que destruyó despiadadamente todos los sueños internacionales de libertad y de paz de la burguesía. Tan rápido como el obrero adquiere la conciencia —y la adquiere en cuanto empieza a despertar en él la de sus intereses de clase— de que no tiene más remedio que acabar con la competencia interna con los demás trabajadores, para poder oponer una resistencia eficaz a la supremacía del capital, da un gran paso hacia la etapa superior, consecuencia lógica de ésta, en la que las clases obreras de los diferentes países dejan de competir entre sí para cooperar, unidas, contra el imperio internacional de la burguesía.

Esta tendencia internacional empieza a despuntar muy rápido en el movimiento obrero moderno. Lo que ante la conciencia de la burguesía, obstruida por sus intereses egoístas, no era más que antipatriotismo, falta de inteligencia y de cultura, es una condición vital para la lucha del proletariado por su liberación. Sin embargo, el hecho de que esta lucha pueda superar el permanente antagonismo entre las tendencias nacionales e internacionales, del que no puede escapar la burguesía, no quiere decir que el proletariado tenga, ni en este ni en ningún otro aspecto, una varita mágica capaz de convertir su sendero áspero y empinado en un camino liso y plano. La moderna clase obrera lucha bajo las condiciones que le ofrece la historia, y estas condiciones no pueden superarse en un asalto arrollador, sino que se deben enfrentar comprendiéndolas, de acuerdo con la frase hegeliana: comprender es superar.

Esta comprensión chocaba con una gran dificultad, y era que los orígenes del movimiento obrero europeo, que empezó a tomar enseguida una orientación internacionalista, coincidían en gran parte y se entrecruzaban con la creación de grandes Estados nacionales por obra del régimen capitalista. A las pocas semanas de proclamar el Manifiesto Comunista que la acción armónica del proletariado en todos los países civilizados era una de las condiciones imprescindible para su emancipación, sucedía la revolución de 1848, que si bien en Inglaterra y en Francia hacía enfrentar a la burguesía y al proletariado como fuerzas antagónicas, en Alemania y en Italia generaba movimientos nacionales de independencia. Es cierto que allí donde el proletariado intervino en la lucha supo comprender certeramente que estas campañas de independencia eran, si no su meta final, una estación de tránsito hacia ella; el proletariado les dio a los movimientos nacionales de Alemania e Italia sus combatientes más corajudos, y desde ningún órgano se orientaron mejor a esos movimientos que desde la Nueva Gaceta del Rin, dirigida por los autores del Manifiesto Comunista. Claro está que estas luchas nacionales hicieron pasar a un segundo plano la idea internacionalista, sobre todo cuando la burguesía alemana e italiana empezó a refugiarse detrás de las bayonetas reaccionarias. En Italia se organizaron asociaciones de solidaridad obrera bajo la bandera de Mazzini, que, si bien no tenía nada de socialista, al menos era republicano, y en Alemania, país más progresista, cuyos obreros ya tenían conciencia de la solidaridad internacional de su causa desde los tiempos de Weitling, se inició una guerra civil, que habría de durar diez años, en torno al problema nacional.

La situación de Francia y de Inglaterra era distinta, dado que aquí la unidad nacional ya estaba totalmente asegurada al formarse el movimiento obrero. Ya antes de las jornadas de marzo había comenzado a tomar cuerpo la idea internacionalista: París pasaba a ser la capital de la revolución europea, y Londres era la metrópoli del mercado mundial. Pero también aquí quedó rezagada esta idea, después de las derrotas sufridas por el proletariado.

El espantoso derramamiento de sangre en las jornadas de junio acabó con las energías de la clase obrera francesa, y la mano de hierro del despotismo bonapartista frenó su organización política y sindical. Los obreros volvieron a caer en el sectarismo de antes de marzo, y en esta confusión se veían claramente dos tendencias, en las que se escindían en cierto modo el elemento revolucionario y el socialista. Una de las corrientes seguía a Blanqui, que no tenía un verdadero programa socialista, sino que aspiraba a apropiarse del poder mediante un intrépido golpe de mano de una minoría decidida. La otra —mucho más fuerte— respondía a las influencias de Proudhon, quien, con sus bancos de intercambio, orientados hacia la obtención de créditos gratuitos y otros experimentos doctrínales del mismo estilo, distraía a las masas de la lucha política. Sobre este movimiento había dicho Marx en El 18 brumario que renunciaba a derrocar el régimen vigente, con todos sus recursos, y que solo aspiraba a redimirse a espaldas de la sociedad, por la vía privada, sin salirse de sus míseras condiciones de existencia.

Una evolución bastante parecida, al menos en ciertos aspectos, fue la que se produjo en la clase obrera inglesa después del fracaso del cartismo. Owen, el gran utopista, seguía viviendo, aunque ya muy viejo, pero su escuela iba convirtiéndose, cada vez más, en una secta religiosa de librepensadores. Al lado de ella, surgió el socialismo cristiano de Kingsley y Maurice, que —aunque resulte difícil identificarlo con sus caricaturas continentales— no quería saber nada tampoco de las luchas políticas, absorbido por completo, como estaba, por sus aspiraciones cooperativas y culturales. Pero también las organizaciones sindicales, que Inglaterra en contraste con Francia, se encerraban en una actitud de indiferencia política, para limitarse a la satisfacción de sus intereses más inmediatos, actitud que impulsaba la fiebre industrial de aquella época (año 50 y siguientes) y la hegemonía inglesa en el mercado mundial.

Pero no por esto se eliminó repentinamente en Inglaterra el movimiento obrero internacional que venía gestándose. Todavía se mantienen indicios de él hasta muy cerca del año 1860. Los Fraternal Democrats no se disolvieron hasta los tiempos de la guerra de Crimea y cuando finalmente desaparecieron, se conformó un Comité internacional, seguido de una Asociación Internacional, por obra sobre todo de Ernesto Jones. Aunque estas organizaciones no tuvieron mucha importancia, demostraban al menos que la idea internacionalista no estaba del todo extinguida, sino que vivía como en brasa, que un golpe fuerte de viento podía volver a convertir en un vivo fuego.

Golpes de viento de este tipo fueron, sucesivamente, la crisis comercial de 1857, la guerra de 1859 y, sobre todo, la guerra civil desatada en 1860 en Estados Unidos entre los Estados del Norte y los del Sur. La crisis de 1857 le dio el primer golpe serio al esplendor bonapartista en Francia, y de nada sirvió el intento de frenar este golpe con una aventura afortunada de política exterior. La bola que había echado a correr el hombre de diciembre ya no podía volver a sus manos. El movimiento de la unidad italiana podía más que él, y la burguesía francesa mostraba poca inclinación a dejarse engañar con laureles tan escasos como los de las batallas de Magenta y Solferino. Para acortar un poco su soberbia creciente, había un camino muy fácil: dejar un poco más en libertad a la clase obrera. En realidad, la existencia del segundo Imperio dependía principalmente del talento con que supiera resolver el problema de enfrentar y neutralizar recíprocamente a la burguesía y al proletariado.

Claro está que Bonaparte no pensaba precisamente en concesiones políticas, sino en libertades sindicales. Proudhon, que era quien más influía sobre la clase obrera francesa, estaba entre los oponentes al Imperio —aunque algunas de sus ocurrencias paradójicas pudieran hacer pensar lo contrario—, pero era también adversario de las huelgas. Precisamente el aspecto en el que más cohibido se encontraba el obrero francés. A pesar de todas las recriminaciones de Proudhon y de los severos castigos legales, durante los años 1853 a 1866 fueron condenados nada menos que 3.909 obreros, por haber participado en 749 coaliciones. El César de imitación inició su nueva política indultando a los obreros condenados. Luego, siguió dando muestras de su buena voluntad al apoyar el envío de trabajadores franceses a la Exposición Universal de Londres de 1862. Los delegados fueron elegidos por sus compañeros de oficio; en París fueron instaladas 50 oficinas electorales para 150 oficios, que mandaron a Londres, en total, a 200 representantes; los gastos los financiaban el emperador y el municipio, a razón de veinte mil francos cada uno, y además se organizó una suscripción popular. A su regreso, los delegados podrían publicar informes detallados de su viaje, y la mayoría de los que vieron la luz se salían bastante de las cuestiones propias de sus oficios. La medida era de tal naturaleza, en aquellas circunstancias, que el prefecto de policía de París, hombre precavido, dijo al conocerla que el emperador, antes de aventurarse a semejantes bromas, hubiera hecho mucho mejor en derogar las penas contra las huelgas y coaliciones.

En efecto, los obreros le demostraron a su egoísta protector la gratitud que merecía, y no la que buscaba. En las elecciones de 1863, los candidatos del Gobierno no obtuvieron en París más que 82 mil votos, contra 153 mil que sacaron los de la oposición, mientras que en la votación de 1857 la diferencia había sido de 111 mil para los primeros, contra 96 mil a favor de los segundos. Todo el mundo estaba de acuerdo en que el cambio no se debía, en su aspecto principal, a un desvío de la burguesía, sino a los nuevos rumbos de la clase obrera, que ahora que el falso Bonaparte quería coquetear con ella, le daba esta lección de independencia, aunque por el momento se limitara a marchar bajo la bandera del radicalismo burgués. Pronto los hechos confirmaron esta hipótesis; en las elecciones parciales celebradas en París en 1864, sesenta obreros presentaron la candidatura de Tolain, un cincelador, dándole al país un manifiesto en el que le anunciaban el nuevo amanecer del socialismo. En este manifiesto se decía que los socialistas habían aprendido las lecciones del pasado. Que en 1848, los obreros, huérfanos de un programa claro, habían aclamado, más por instinto que por reflexión, la primera teoría social que se les presentara, pero que ahora se mantenían alejados de toda exageración utópica para luchar por sus reformas sociales. Entre ellas, el candidato obrero pedía la libertad de prensa y de asociación, la derogación de las penas contra las huelgas y coaliciones, la enseñanza obligatoria y gratuita, y la abolición del presupuesto de Culto y Clero.

Sin embargo, Tolain solo consiguió unos cuantos cientos de votos. Proudhon, conforme sin duda con el contenido del manifiesto, condenó la lucha electoral, ya que le parecía una protesta más eficaz contra el Imperio votar en blanco; los blanquistas consideraban el manifiesto demasiado moderado, y la burguesía, de matiz liberal y radical, salvo raras excepciones, se burló sanguinariamente de aquellas ansias de independencia de la clase obrera, aunque el programa electoral de su candidato no tenía por qué inquietarlos en lo más mínimo. Fue un fenómeno bastante parecido al que se produjo en Alemania por la misma época. Envalentonado por esto, Bonaparte aventuró otro paso hacia adelante, y en mayo de 1864, si bien no se derogó la ley que prohibía las asociaciones profesionales —esto habría de hacerse cuatro años más tarde—, fueron abolidos los artículos del Código Penal en los que se castigaban las coaliciones obreras para conseguir mejoras en sus condiciones laborales.

En Inglaterra, aunque las penas contra las coaliciones ya habían sido derogadas en el año 1825, los sindicatos no tenían todavía una existencia consolidada, ni de hecho ni de derecho, y la masa de sus afiliados carecía del derecho político de sufragio que le hubiera permitido luchar por vencer los obstáculos legales que se interponían ante sus reivindicaciones. El auge del capitalismo en el continente europeo, al desplazar a un sinnúmero de existencias, los amenazaba con una competencia desleal muy peligrosa, ya que en cuanto hacían un gesto de pedir aumento de salario o disminución de la jornada laboral, los capitalistas les hablaban de importar obreros franceses, belgas, alemanes o de otros países. A esto se le añadía el cataclismo de la guerra de secesión, provocando una crisis algodonera que dejó en la más espantosa de las miserias a los obreros de la industria textil inglesa.

Todo esto sacó a los sindicatos de su actitud contemplativa. Se produjo una especie de “nuevo sindicalismo”, liderado principalmente por unos cuantos dirigentes expertos de los sindicatos más importantes: por Alian, del gremio de constructores de máquinas, por Applegarth, del gremio de carpinteros, Lucraft, del de ebanistas, Grener, del de albañiles, Odger, del de zapateros, y algunos más. Estos hombres reconocieron la necesidad de que las organizaciones sindicales abrazaran la lucha política, concentrando desde el primer momento su atención sobre la reforma electoral. Ellos fueron los impulsores de aquel mitin monstruo que se celebró en St. James Hall bajo la presidencia del político radical Bright y que protestó fuertemente contra los planes de Palmerston, partidario de intervenir en la guerra de secesión a favor de los Estados esclavistas del sur. Cuando Garibaldi fue a Londres, en la primavera de 1864, estos líderes le prepararon un gran recibimiento.

El nuevo despertar político de la clase obrera, inglesa y francesa volvió a poner de pie la idea internacionalista. En la Exposición Universal de 1862 ya se había celebrado una “fiesta de fraternidad” entre los delegados franceses y los ingleses. Reforzó estos lazos la sublevación polaca de 1863. La causa de la independencia polaca había tenido siempre una gran popularidad entre los revolucionarios del Occidente de Europa; la opresión y el desmembramiento de Polonia convirtió en una sola a las tres potencias orientales, y la restauración de aquel país despedazado era un golpe dado en el corazón de la hegemonía rusa sobre Europa. Los Fraternal Democrats venían celebrando con toda regularidad los aniversarios de la revolución polaca de 1830; en estas fiestas se aclamaba con entusiasmo a Polonia, pero sin olvidar que la reconstitución libre y democrática de aquella Nación era una condición previa para la emancipación del proletariado.

En los mítines de homenaje a Polonia celebrados aquel año en Londres, a los que los obreros franceses también enviaron representantes, la nota social resonó con más fuerza que nunca, y esta nota le daba también el tono a un mensaje de salutación dirigido a los obreros franceses por un comité de trabajadores ingleses que presidía Odger, dándoles las gracias por haber participado en aquellos mítines. En aquel documento se hacía hincapié en que la competencia desleal que el capital inglés le hacía al proletariado de este país importando obreros extranjeros podía llevarse a cabo por no existir una organización sistemática entre las clases trabajadoras de todos los países.

Este mensaje fue traducido al francés por el profesor Beesly, un gran simpatizante de la clase obrera, encargado de la cátedra de Historia en la Universidad de Londres, y tuvo mucho eco en los talleres y fábricas de París, algo que culminó con la determinación de contestarlo personalmente enviando a Londres una delegación obrera. Para recibirla, el comité inglés convocó el 28 de septiembre de 1864 un mitin en el St. Martin Hall, presidido por Beesly; el local estaba repleto de público. Tolain dio lectura al saludo con el que los obreros franceses contestaban a sus camaradas de Inglaterra. Empezaba hablando de la insurrección polaca: “Nuevamente se ha visto ahogada Polonia por la sangre de sus hijos, y nosotros hemos tenido que ser espectadores impotentes”, para exigir que la voz del pueblo fuese oída en todos los grandes problemas políticos y sociales. Era necesario, añadía, destruir el poder despótico del capital. La división del trabajo convertía al hombre en una máquina, y la libertad de comercio, si no se instauraba la solidaridad de la clase obrera, iba a engendrar una esclavitud industrial mucho más despiadada y terrible que la abolida por la gran revolución. Era preciso que los obreros de todos los países se unieran para construir una frontera insuperable frente a este sistema criminal.

Después de un vivo debate en el que Eccarius llevó la voz de los alemanes, la asamblea acordó, a insistencia del sindicalista Wheeler, nombrar un comité, al que se le otorgaron poderes para incorporar nuevos miembros, y redactar los estatutos de una Asociación Internacional, que habrían de regir provisionalmente hasta que en el próximo año decidiera definitivamente un Congreso Internacional que se celebraría en Bélgica. Y se eligió, en efecto, el comité, integrado por una serie de miembros de los sindicatos y representantes extranjeros de la causa obrera, entre ellos, por los alemanes —la noticia publicada en los periódicos da su nombre al final— Carlos Marx.

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