Esta semana entregamos la primera parte del Capítulo IX de la Biografía de Carlos Marx escrita por Franz Mehring. Este capítulo hace referencia a los trabajos y actividad de Marx en un período de descenso de la revolución en Europa hasta el estallido de una nueva crisis en 1857. Por este tiempo sale uno de sus más importantes trabajos, «Contribución a la Crítica de la Economía Política», destacándose especialmente su prólogo, donde se expresa de magistral manera la concepción materialista dialéctica de la historia.
CAPÍTULO IX
LA GUERRA DE CRIMEA Y LA CRISIS
1. POLÍTICA EUROPEA
Hacia fines de 1853, por los días en que Marx, mediante su pequeño panfleto contra Willich, daba por liquidada su campaña contra el «barullo democrático de la emigración y los anhelos revolucionarios», se abría, con la guerra de Crimea, un nuevo período de la política europea, al que habría de consagrar su atención vigilante durante los próximos años.
Sus opiniones acerca de la situación están expuestas principalmente en los artículos del New York Tribune. Por mucho que este periódico se esforzaba por rebajarlo a la categoría de simple corresponsal, Marx podía afirmar con razón que «solo se ocupaba excepcionalmente de escribir corresponsalías periodísticas en sentido estricto». Se mantenía fiel a sí mismo, como en todo, y ennoblecía estos trabajos lucrativos de su pluma, construyéndolos con laboriosos estudios e infundiéndoles, así, un valor de perpetuidad.
En gran parte, estos tesoros siguen sepultados, y no será tarea fácil sacarlos a luz. El New York Tribune trataba los envíos de Marx como materiales en bruto, por decirlo así, tirándolos al cesto de basura o al mar bajo su propio edificio, según su capricho, cuando no se le ocurría, que era con frecuencia, publicarlos como obra de la misma redacción. Todo esto dificulta extraordinariamente la identificación de los trabajos enviados por Marx al periódico estadounidense.
Desde hace relativamente poco, disponemos de una orientación valiosa para este fin en la correspondencia intercambiada por Marx y Engels. Gracias a ésta, sabemos por ejemplo que la serie de artículos sobre la revolución y la contrarrevolución en Alemania, que se atribuían a Marx, fueron, en su mayor parte, obra de Engels, y sabemos también que éste no se limitaba a redactar los artículos militares para el New York Tribune, como ya sabíamos, sino que colaboraba en el periódico con bastante asiduidad. Además de la ya mencionada serie de artículos, se han reunido también los publicados en las columnas del periódico sobre la cuestión oriental, pero esta colección es todavía más dudosa que la otra, en lo que incluye y en lo que deja fuera, aunque no se atribuya, como ésta, a un falso autor.
Pero este análisis crítico no es el más difícil. Por mucho que Marx aumentara el nivel de la actividad periodística cotidiana, no podía sacarla fuera de sus propios cauces. No hay genio, por grande que sea, capaz de hacer nuevos descubrimientos o de alumbrar nuevas ideas dos veces por semana, coincidiendo precisamente con la salida del vapor, cada martes y cada viernes. Además, esta tarea diaria tiene que estar a la fuerza pendiente de las noticias del día y del ambiente, si no quiere acartonarse y caer en el aburrimiento. ¿Qué serían los cuatro voluminosos tomos de la correspondencia entre Marx y Engels, sin las cien contradicciones entre las que se movían, a través de las cuales avanzaban las grandes líneas directivas de su pensar y batallar?
Hoy, estas grandes directrices de su política europea, iniciada con la guerra de Crimea, están ya perfectamente claras, aun sin los abundantes materiales que esperan en las columnas de la New York Tribune a la mano que los saque de nuevo a la luz. En un cierto sentido, podemos decir que los autores dieron un viraje en círculo. El Manifiesto Comunista, como más tarde la Nueva Gaceta del Rin, concentraba sus miradas en Alemania. Después, el periódico abogó apasionadamente por la independencia de Polonia, Italia y Hungría, y finalmente predicó la guerra contra Rusia, donde veían la más fuerte reserva de la contrarrevolución en Europa. Pero luego redirigió esta demanda de guerra cada vez más hacia Inglaterra, con lo cual la revolución social salía del reino de la utopía para entrar en la esfera de la realidad.
Esta «esclavitud anglo-rusa» que pesaba sobre Europa, fue la que Marx tomó de punto de partida para orientar su política europea ante la guerra de Crimea. Aclamaba esta guerra en cuanto prometía refrenar un poco la supremacía europea conquistada por el zarismo con la contrarrevolución triunfante, pero distaba mucho de identificarse con los procedimientos que las potencias occidentales empleaban contra Rusia. Y lo mismo pensaba Engels, para quien la guerra de Crimea era una gigantesca comedia de enredos, en la que había que preguntarse a cada paso: ¿quién es aquí el engañado? Los dos veían en este conflicto, tal como se involucraban Francia y sobre todo Inglaterra, una pseudoguerra, pese al millón de víctimas humanas y de los millones de libras que había acumulado como costo.
Y lo era, en efecto, en el sentido de que ni el falso Bonaparte ni Lord Palmerston, Ministro de Asuntos Extranjeros de Inglaterra, aspiraban a tocar en el nervio vital al coloso ruso. Tan pronto como estuvieron seguros de que Austria frenaba la ola rusa en la frontera occidental, desplazaron la guerra hacia Crimea, donde, después de un año de asedio, lograron conquistar la mitad de la fortaleza de Sebastopol. Con estos laureles, bien pobres por cierto, se conformaron, para terminar «suplicando» al «vencido» que les permitiera embarcar a sus tropas y volverlas, indemnes, a su país.
Era fácil ver por qué el falso Bonaparte no se atrevía a desafiar al zarismo a un duelo a matar o morir, pero los motivos de Palmerston no eran tan claros. Los gobiernos del continente le temían como a un agitador revolucionario, y los liberales de Europa lo admiraban como a un modelo de ministro constitucional y liberal.
Marx despejó el enigma, sometiendo a un profundo examen los libros azules y las actas parlamentarias de la primera mitad del siglo, y con ellas a toda una serie de informes diplomáticos depositados en el British Museum, para demostrar que desde los tiempos de Pedro el Grande hasta los días de la guerra de Crimea, los Gabinetes de Londres y Petersburgo no habían dejado de colaborar secretamente, sin que Palmerston fuera más que un instrumento a sueldo de la política zarista. Los resultados de estos estudios no dejaron de promover críticas y discusiones, y todavía es hoy el día en el que se discuten, sobre todo en lo que se refiere a Palmerston, aunque es indudable que Marx supo retratar la política lucrativa y la falta de escrúpulos de este hombre, con todas sus mediocridades y contradicciones, tanto más certeramente que los gobiernos y los liberales del continente, lo cual no quiere decir, necesariamente, que el ministro inglés estuviera a sueldo de Rusia. No nos importa tanto saber si Marx exageraba en esta afirmación, sino más bien definir su verdadera actitud. Jamás se apartaría de ella en lo sucesivo, entendiendo que es misión inexcusable de la clase obrera penetrar en los misterios de la política internacional, para frenar las conspiraciones diplomáticas de los gobiernos, o por lo menos, si otra cosa no era posible, denunciarlas.
Para él, era primordial dar la batalla a la barbarie, cuya cabeza residía en San Petersburgo y cuyos tentáculos llegaban a todos los gabinetes europeos. No solo veía en el zarismo a la gran bastilla de la reacción europea, que ya por el solo hecho de existir constituía una amenaza y un peligro permanentes, sino el enemigo principal, cuyas intromisiones constantes en los negocios del occidente de Europa obstruían y perturbaban el curso normal de las demás naciones, con el solo fin de conquistar posiciones geográficas que le aseguraran su hegemonía en el continente, para oponerse a la emancipación del proletariado europeo. La importancia decisiva atribuida por Marx a esto, influiría en adelante, de un modo considerable, en su política obrera; mucho más de lo que ya había influido en los años de la revolución.
Aunque Marx, con esto, no hacía más que seguir la senda que ya se trazara en la Nueva Gaceta del Rin, ahora aquellas naciones, por cuya gesta de independencia se habían entusiasmado tanto él como Engels desde las columnas de este periódico, pasaban a segundo plano. No es que ninguno de los dos dejara de defender la independencia de Polonia, Hungría e Italia, no solo como un derecho de estos países, sino también como un interés de Alemania y de Europa. Pero ya en el año 1851, Engels dedicaba a los antiguos preferidos estas secas palabras: «Hay que hacerles ver a los italianos, polacos y húngaros, que cuando se discutan los problemas modernos deben morderse la lengua». Meses después hacía saber a los polacos que eran una nación liquidada, útil solamente como instrumento hasta que Rusia fuera arrastrada a la revolución. Los polacos, decía, no habían hecho nunca en la historia más que necedades valientes y camorreras. Ni aun contra Rusia habían hecho nunca nada que tuviese un valor histórico y representara siquiera la función progresiva de la propia Rusia respecto a Oriente. La hegemonía rusa, con todos sus vicios y toda su basura eslava, había llevado la civilización al Mar Negro y al Mar Caspio, al Asia central, a los Baskires y a los Tártaros, y Rusia había asimilado muchos más elementos de cultura y sobre todo muchos más elementos industriales que la nación polaca, caballeresca e indolente por naturaleza. Estas afirmaciones estaban teñidas, en buena medida, por la pasión de las luchas entre los exiliados. Más tarde, Engels expresaría un juicio mucho más benevolente sobre Polonia, y en sus últimos años reconocería que había salvado al menos dos veces la civilización europea: con su alzamiento de los años 1792 y 1793, y con su revolución de 1880.
En referencia al héroe más celebrado de la revolución italiana, Marx afirmaba: «Mazzini no ve más allá de las ciudades, con su nobleza liberal y sus ciudadanos ilustrados. Las necesidades materiales de la población del campo italiano ―tan explotada y sistemáticamente agobiada y embrutecida como la irlandesa― quedan, naturalmente, fuera del horizonte discursivo de sus manifiestos neocatólico-ideológico-cosmopolitas. Claro está que hace falta mucho valor para decirle a los habitantes de las ciudades y a la nobleza, que el primer paso para la independencia de Italia es la plena emancipación de los campesinos y la transformación de su sistema semicolonial en un régimen burgués de libre propiedad». A aquel Kossuth que tan altaneramente se movía en Londres le hizo saber Marx, por medio de una carta abierta dirigida a su amigo Ernesto Jones, que las revoluciones europeas no eran otra cosa que la cruzada del trabajo contra el capital. No podían, en consecuencia, degradarse al nivel social y espiritual de un pueblo oscuro y semibárbaro como eran los magiares; estancado todavía en la semicivilización del siglo XVI e ilusionado con la quimera de eclipsar la magnificencia de Alemania y de Francia, y de arrancarle un aliento sonoro a la crédula Inglaterra.
Pero donde más se apartaba Marx de las tradiciones de la Nueva Gaceta del Rin era en lo referente a Alemania, debido a que ahora, lejos de concentrar en ella su atención, la dejaba casi por completo al margen. Es cierto que Alemania representaba por entonces un papel indeciblemente triste en la política europea, pudiendo pasar casi por un pachá ruso, pero, por explicable que ella fuera, la falta de contacto directo de Marx y Engels con la realidad alemana, que duró varios años, fue, en cierto respecto, realmente fatal. Y, sobre todo, el desdén que ambos, como oriundos de las provincias anexadas del Rin, habían sentido siempre contra el Estado prusiano, se recrudeció en los tiempos de Manteuffel-Westphalen hasta extremos que no podían estar en mayor desproporción con su inteligencia para comprender la realidad.
Testimonio elocuente de esto es el único caso en el que, por excepción, Marx se detiene a analizar la actualidad prusiana. Fue hacia fines del año 1856, cuando Prusia se fue a las manos con Suiza por la cuestión de Neuenburg. Este episodio movió a Marx, como le escribiría a Engels con fecha 2 de diciembre de 1856, a completar sus «conocimientos, bastante defectuosos, de historia prusiana», para llegar a la conclusión de que la historia universal no había producido nunca nada más piojoso. Sus manifestaciones en aquella carta y las que, días después, habría de reiterar más largamente en el People’s Paper, órgano cartista, no nos revelan ni mucho menos el punto más alto de la concepción marxista de la historia. Al contrario, mucho tienen todavía, desgraciadamente, de los lamentos y las quejas contra la honesta democracia que el propio Marx parecía haber desterrado.
El Estado prusiano podía ser y era, sin duda, un bocado indigerible para cualquier hombre culto, pero no era fácil hacerlo agradable al paladar con el chiste y la sátira, hablando del «derecho divino de los Hohenzollern», de sus tres «máscaras o personajes» constantes: el pietista, el sargento y el bufón, burlándose de la historia prusiana como de una «crónica de familia poco limpia» en comparación con la «epopeya diabólica» de la historia austríaca, etcétera; todas cosas que, si bien explicaban el por qué, dejaban el por qué del por qué en el mayor de los misterios.