La entrega de esta semana es la continuación y parte final del Capítulo VIII de la Biografía de Carlos Marx escrita por Franz Mehring y trata sobre los lazos de los fundadores del socialismo científico.
CAPÍTULO VIII
ENGELS-MARX
2. UNA ALIANZA SIN IGUAL
Sin embargo, Marx no debió el triunfo de su vida solamente a sus propias fuerzas, por poderosas que estas fueran. En cuanto puede humanamente juzgarse, hubiera sucumbido más temprano o más tarde y de un modo u otro, de no encontrar en Engels al amigo de cuya lealtad y espíritu de sacrificio podemos hoy formamos una idea completa por su correspondencia, ya publicada.
La calidad de esta amistad no tiene par en la historia. Nunca faltaron, ni faltan tampoco en la historia alemana, esos amigos célebres, tan identificados que entre ellos no hay mío ni tuyo, pero siempre queda en el fondo un residuo arisco de obstinación o de independencia, aunque no sea más que una secreta y recatada repugnancia a renunciar a esa personalidad que es, según las palabras del poeta, «la suprema dicha de los hijos de la tierra». Así, un Lutero no veía en Melanchthon, en resumidas cuentas, más que al erudito flojo de ánimo, y éste en aquel al tosco labrador, y no hace falta tener demasiada percepción para penetrar, en las cartas intercambiadas entre Goethe y Schiller, en la secreta disonancia que reinaba entre el gran consejero de la corte de Weimar y el modesto poeta. La amistad que unía a Marx y a Engels estaba libre de este fondo de miseria humana; cuanto más se entretejían sus ideas y su obra, más resaltaba la personalidad propia de cada uno de ellos.
La diferencia de personalidades se notaba ya en su aspecto exterior. Engels era un germano, rubio, esbelto, con modales ingleses, según lo atestigua un observador de la época; pulcramente vestido siempre, se veía en él la disciplina no solo del cuartel, sino de la oficina en la que trabajaba: decía que con seis viajantes de comercio se comprometía él a organizar una rama de la Administración mil veces mejor y más eficazmente que con sesenta jefes de negocios, los cuales no sabían siquiera escribir legiblemente y hacían que uno les tomara odio, con sus garabatos, a todos los libros; con toda la respetabilidad propia de un bolsista de Manchester, hecho para los negocios y las diversiones de la burguesía inglesa, para sus cacerías de zorros y sus banquetes de Navidad. Engels era el obrero de la inteligencia y el luchador que en una casita situada en las afueras de la ciudad tenía albergado un amor, una muchacha irlandesa de pueblo, en cuyos brazos iba a descansar cuando se sentía demasiado fatigado de los conflictos y las luchas de los hombres.
Marx era la otra cara de esta moneda: recio, fornido, con sus ojos chispeantes y su melena de león, negra como el ébano y clara muestra de su origen semita; lento en sus movimientos; un buen padre de familia agobiado, al margen de toda la vida social y mundana, en aquel centro cosmopolita, entregado al incesante trabajo de la inteligencia, comiendo apurado para volver a él, absorbido por él hasta altas horas de la noche; pensador incansable, para quien no había placer más alto que el pensamiento, auténtico heredero, en esto, de Kant, de Fichte y sobre todo de Hegel, de quien gustaba de repetir una frase: «El pensamiento más criminal de un malvado es más sublime y más grandioso que todas las maravillas del cielo», sí bien sus pensamientos incitaban infatigablemente a la acción; poco práctico para las cosas pequeñas y genialmente práctico para las grandes; incapaz para llevar un presupuesto doméstico, pero de una capacidad incomparable para levantar y conducir un ejército que habría de cambiarle la cara al mundo.
Y si el estilo es el hombre, también como escritores mediaban entre ellos grandes dificultades. Los dos eran, cada cual a su modo, maestros del lenguaje, y los dos también genios para las lenguas: ambos dominaban toda una serie de idiomas y hasta de dialectos extranjeros. En esto, Engels superaba a Marx, pero cuando escribía en su lengua materna, aunque solo fuesen cartas ―y mucho más, naturalmente, cuando eran otras obras― se ajustaba al idioma propio, libre de todos los pliegues y modismos extranjeros, aunque sin caer nunca en las ridículas exageraciones de los puristas. Escribía lisa y llanamente, con una transparencia y una fluidez tales que se pueden leer hasta en el fondo de la agitada corriente de su discurso.
Marx escribía con más premura y con un estilo más difícil. En las cartas de su juventud, semejantes en esto a las de Heine, se lo ve todavía claramente debatiéndose con el lenguaje, y en las escritas en sus años maduros, sobre todo las de Inglaterra, hay una jerga de alemán, inglés y francés, todo mezclado. También en sus obras abundan los términos extranjeros más de lo necesario, sin que falten en ellas, tampoco, anglicismos y galicismos, pero su dominio del alemán es tan grande que no puede ser traducido sin sufrir un gran deterioro. Engels, leyendo un capítulo de su amigo traducido al francés, en una versión cuidadosamente retocada por Marx, se lamentaba de que aquellas páginas perdieran toda la fuerza, la savia y la vida. Goethe escribía a Frau V. Stein: «En materia de metáforas, no tengo nada que envidiarle a los refranes de Sancho Panza»; la plasticidad del lenguaje de Marx podía competir con los grandes «metafóricos», Leasing, Goethe y Hegel. Marx hacía suya aquella frase de Lessing de que en una expresión perfecta el concepto y la imagen formaban un todo como hombre y mujer; la sabiduría universitaria, empezando por el viejo magister Guillermo Roscher y acabando por el docente titular más joven de nuestros días, habría de castigarlo duramente por este talento, echándole en cara el no haberse sabido expresar más que de un modo vago, «a fuerza de imágenes». Marx no acostumbraba a llevar hasta el fin los problemas tratados; sino que prefería dejarle al lector un margen para la reflexión; su discurso era como el juego de las olas sobre el fondo purpúreo del mar.
Engels reconoció siempre en Marx la superioridad del genio; a su lado, no quiso destacarse nunca en primer plano. Pero, en realidad, jamás fue un mero intérprete o auxiliar, sino que fue siempre un colaborador autónomo; su talento, si bien no se confundía con el de Marx, no era inferior a él. El propio Marx habría de confirmar, pasados veinte años, en una carta dirigida a su amigo, que, en los orígenes de su amistad y en una materia de decisiva importancia, Engels había aportado más de lo que había recibido: «Te constan dos cosas: primero, que a mí me llega todo más tarde, y segundo, que no hago más que seguir tus pasos». Engels, más rápido y expeditivo, se movía con más desenvoltura, y, si bien su mirada era lo suficientemente aguda y penetrante como para llegar enseguida al punto central de un problema o de una situación, no era, en cambio, lo bastante profunda para ponderar todo los pros y los contras que la decisión podía aparejar. Claro está que esta falta es, en un hombre de acción, una gran ventaja, y Marx no adoptaba ninguna resolución política sin antes pedirle consejo a Engels, quien solía dar enseguida en el clavo.
Era natural, dada esta corriente de fuerzas, que los consejos de Engels no fuesen tan fecundos en el terreno teórico como en materia política. Aquí, Marx solía llevar la delantera y nunca prestó oídos a las sugerencias de Engels para que terminara cuanto antes su obra científica capital: «No sé cuándo te convencerás de que no tienes por qué ser tan concienzudo en tus cosas y de que está sobradamente bien para el público. Lo principal es que lo escribas y se publique; las faltas que le encuentres no van a verlas los asnos». En este consejo se retratan de cuerpo entero los dos: Engels dándolo y Marx no siguiéndolo.
Por lo dicho se comprende que Engels estaba mejor preparado que Marx para la actividad periodística cotidiana; era ―dice un amigo común de ambos― «una verdadera enciclopedia, dispuesto siempre a trabajar a cualquier hora del día o de la noche, bien comido o bebido o en ayunas, ligero de pluma y versado como el diablo». Parece ser que después de fracasada en otoño de 1850 la Nueva Gaceta del Rin planearon una publicación sostenida por ambos: al menos, hay una carta de Marx a Engels, fechada en diciembre de 1853, en la que le dice esto; «Si hubiésemos emprendido a tiempo en Londres el negocio de la correspondencia, ni tú estarías ahora en Manchester, abrumado en la oficina, ni yo aquí, abrumado por las deudas». Si Engels optó por el puesto mercantil en la empresa de su padre, anteponiéndolo a las perspectivas de aquel «negocio», fue seguramente teniendo en cuenta la situación desoladora en la que se encontraba Marx y en espera de tiempos mejores, pero no porque fuera su propósito entregarse para toda la vida al «maldecido comercio». En la primavera de 1854, volvió a su cabeza la idea de retornar a Londres para seguir la carrera de escritor; fue la última vez que se vio asaltado por ella; a partir de entonces, tomó la firme resolución de aceptar para siempre el odioso yugo, no solo para poder ayudar a su amigo, sino para que el partido no perdiera su primera inteligencia. De otro modo, ni Engels hubiera podido realizar el sacrificio ni Marx aceptarlo; pues no se sabe qué requería más firmeza de juicio, si brindarlo o recibirlo.
Antes de verse elevado a copartícipe de la empresa, Engels, como simple empleado, no disfrutaba, ni mucho menos, de una situación próspera; pero desde el primer día en que se instaló a vivir en Manchester no hizo más que ayudar a su amigo incansablemente. Los billetes de una libra, de cinco, de diez, y luego de cien, pasaban de sus manos a Londres sin cesar. Y Engels no perdía nunca la paciencia, aunque Marx y su mujer, cuyo talento administrativo para el presupuesto doméstico no debía de ser muy grande, lo hicieran pasar por duras pruebas. Ocurrió una vez que Marx se olvidó de avisarle de una letra librada sobre él, encontrándose desagradablemente sorprendido el día de su vencimiento; en casos como este, Engels no hacía más que menear la cabeza con amistoso reproche. Otra vez, una de tantas en las que procedió a sanear su presupuesto doméstico, la mujer de Marx, con muy buena fe pero equivocadamente, ocultó una partida importante, con objeto de saldarla con sus ingresos caseros, volcando así, a pesar de toda su buena voluntad, los cimientos para nuevos agobios; Engels dejó al amigo la sentencia, un poco disimulada, de indignarse contra la «necedad de las mujeres», a las que «no se las podía dejar de la mano», conformándose con esta advertencia bondadosa: procura que en lo sucesivo no vuelva a ocurrir.
Pero Engels no se limitaba a trabajar para su amigo durante el día, en la mesa del despacho y en la Bolsa, sino que sacrificaba también, en buena parte, las horas de descanso, desde la tarde hasta bien entrada la noche. Al principio, lo hacía para redactar o traducir las correspondencias inglesas para la New York Tribune, cuando todavía Marx no manejaba literalmente el inglés; pero aquella colaboración silenciosa y modesta continuó incluso después de desaparecer el motivo originario.
Y, sin embargo, todo esto no es nada comparado con el sacrificio más doloroso que realizara Engels, renunciando a la actividad científica para la que estaba capacitado por sus magníficas cualidades y su capacidad de trabajo poco común. Para tener idea de esto, hay que leer la correspondencia intercambiada por ambos, y fijarse por ejemplo, aunque solo fuera esto, en los estudios filológicos y de ciencia militar a los que Engels se consagraba con preferencia, debido a una «inclinación antigua» y, también, a las exigencias prácticas de la cruzada de emancipación del proletariado. Odiando como odiaba a los «autodidactas», y siendo sus métodos científicos de trabajo siempre sólidos y concienzudos, distaba mucho de ser, como distaba Marx, un simple erudito de biblioteca, y cada nuevo conocimiento adquirido le era doblemente precioso con tal de que pudiese ayudar enseguida a aliviar al proletariado de sus cadenas.
Se consagró al estudio de las lenguas eslavas, por la «consideración» de que «por lo menos uno de nosotros» habrá de prepararse para la acción próxima conociendo el idioma, la historia, la literatura y las instituciones sociales de las naciones con las cuales vamos a entrar inmediatamente en tensión. Los conflictos orientales lo llevaron al estudio de las lenguas orientales; el arábigo lo intimidaba, con sus cuatro mil raíces, pero «el persa es, como lenguaje, un juego de chicos»; esperaba dominarlo en tres semanas. Luego, vinieron las lenguas germánicas: «estoy metido de lleno en el Ulfilas, y ya tengo ganas de terminar de una vez con ese maldito gótico, que hasta ahora he estudiado de salto en salto. Con gran asombro, veo que sé mucho más de lo que creía y, sí consigo una ayuda, espero que en dos semanas pueda despacharlo. Luego, les llegará el turno a las viejas lenguas nórdica y sajona, en las que tampoco estoy muy fuerte. Hasta ahora, trabajo sin diccionario ni ayuda alguna, nada más que con el texto gótico y el Grimm, al que encuentro magnífico».
Al plantearse, allá por la década del sesenta, la cuestión del Sleswig-Holstein, Engels se puso a estudiar «algo de filología y arqueología friso-inglesa-jutlandesa-escandinava», al reencenderse la cuestión irlandesa, «algo de celta e irlandés», etcétera. En el Consejo permanente de la Internacional, sus grandes conocimientos lingüísticos le prestaban servicios valiosos. «Engels tartamudea en veinte idiomas», se comentaba en aquellos momentos de excitación en los que se lo oía chasquear la lengua, en medio de sus discursos.
Sus diligentes y concienzudos estudios de ciencia guerrera le valieron el sobrenombre de «general». También aquí se aliaban la «antigua inclinación» y las necesidades prácticas de la política revolucionaria. Engels contaba con la «enorme importancia que la partie militaire habría de cobrar en el próximo movimiento». Los oficiales que se pasaron al campo del pueblo durante los años de la revolución no habían dado muy buenos resultados. «No hay quien desarraigue de esta multitud de soldados ―escribía Engels― su repugnante espíritu de cuerpo. Se odian unos a otros mortalmente; la más pequeña distinción obtenida produce en los demás una envidia de chico de escuela, pero contra la ‘paisanería’ son todos uno». La ambición de Engels, en sus estudios militares, era poder alzar la voz en los debates teóricos sin quedar en descubierto.
Apenas instalado en Manchester, se puso a «estudiar cosas militares», empezando por «lo más simple y ordinario, lo que exigían en los exámenes de ingreso de las academias y que, por lo tanto, había que suponer sabido por todos». Se puso a estudiar toda la organización del ejército, hasta en sus detalles técnicos más minuciosos: estadística elemental, sistema de fortificaciones, desde Vauban hasta el sistema moderno de los fuertes aislados, construcción de puentes y atrincheramientos de campaña, ciencia de las armas y construcción de cureñas de campo, sistema sanitario de los dispensarios, etcétera; finalmente, se consagró al estudio de la historia general de las guerras, aplicándose con especial cuidado a las obras del inglés Napier, del francés Jomini y del alemán Clausewitz.
Lejos de clamar contra la inmoralidad de las guerras, siguiendo las huellas superficiales del liberalismo, Engels se dedicó a estudiar la razón histórica de estos fenómenos, con lo cual provocó más de una vez la furia declamatoria de la democracia. Y si años antes un Byron había derramado su furia en ascuas sobre los dos caudillos que en la batalla de Waterloo le dieron el golpe de muerte al heredero de la Revolución Francesa como abanderados de la Europa feudal, quiso el azar, de un modo muy significativo, que Engels, en sus cartas a Marx, trazara de Blücher y de Wellington dos siluetas históricas rapidísimas, pero tan claras y certeras que no necesitan rectificación ni retoque, aun dentro del estado actual de la ciencia de la guerra.
Engels tenía asimismo preferencia por las ciencias naturales, sin que tampoco en este terreno pudiera concluir sus investigaciones durante aquellos años en los que tuvo que entregarse a la actividad comercial para abrirle paso a los trabajos científicos más importantes de su amigo.
Todo esto era una tragedia, pero Engels no se lamentaba; ya estaba curado, como su amigo, de todo sentimentalismo. Consideró siempre como la mayor dicha de su vida el haber podido vivir cuarenta años al lado de Marx, aun a costa de que su figura gigantesca lo ensombreciera. Y cuando, al morir su amigo, se lo reconoció, durante más de diez años, como la figura preeminente del movimiento obrero internacional, no vio en esto una legítima reparación. Al contrario, siempre declaró que se le atribuía un mérito mayor al que le correspondía.
La amistad de estos dos hombres, entregados de lleno a una causa común a la que ambos ofrendaban un sacrificio, si no el mismo, igualmente grande, sin un mínimo de jactancia ni de lamentos, constituye una alianza sin par en la historia de todos los tiempos.