CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XVI)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XVI) 1

CAPITULO VII

DESTERRADO EN LONDRES

1. NUEVA GACETA DEL RIN

En la última carta que Marx le escribió a Engels desde París le comunicaba que tenía muchas probabilidades de fundar en Londres un periódico alemán, habiendo asegurado ya parte de los fondos necesarios. Y le rogaba que saliera de Suiza, donde Engels se había refugiado después de fracasar el movimiento de Badén y el Palatinado, y se trasladara inmediatamente a Londres. Engels se puso enseguida en camino, emprendiendo el viaje desde Génova en un barco velero.

No ha podido saberse de dónde procedían los fondos con los que contaban para el proyecto, pero seguramente no eran muy abundantes; además, los fundadores calculaban que la revista no necesitaría durar mucho tiempo. Marx confiaba en que el mundo ardería en el lapso de tres o cuatro meses. El documento invitando a comprar acciones para la Nueva Gaceta del Rin, revista económico-política dirigida por Carlos Marx, aparece fechado en Londres el 1 de enero de 1850 y firmado por Konrad Schramm, como gerente de la empresa. En él se dice que la redacción de la nueva revista, después de haber participado en el sur de Alemania y en París en los movimientos revolucionarios del último verano, volvía a congregarse en Londres, acordando continuar desde allí la publicación del periódico; que éste solo podría aparecer por el momento en forma de revista y en cuadernos mensuales de unos cinco pliegos de extensión, pero que tan pronto como sus posibilidades financieras se lo permitieran, saldría quincenalmente con el mismo formato y volumen, y de ser posible semanalmente, en forma de periódico, ajustándose al modelo de los grandes semanarios estadounidenses e ingleses, para luego, una vez que las circunstancias consintieran el regreso a Alemania, convertirse inmediatamente en un diario. La hoja terminaba invitando a comprar una o varias acciones de 50 francos cada una.

No debieron colocarse muchas acciones. La revista se imprimía en Hamburgo, donde una casa librera se encargó de editarla a comisión, quedándose con el 50 por ciento de los 25 silbergrosen a los que ascendía el precio de venta trimestral. No pareciera que el librero aportara un gran trabajo ―algo totalmente comprensible, en realidad, ya que la guarnición prusiana destacada en Hamburgo estaba muy cerca―, ni que su trabajo generara muchos frutos. Lassalle no llegó a reunir en Dusseldorf ni 50 suscriptores, y Weydemeyer, que pidió que le enviaran 100 ejemplares para colocarlos en Frankfurt, solo consiguió reunir, al cabo de medio año, 51 guildas; «por mucho que apremio a la gente, nadie se apresura a pagar». Con amargura muy explicable, la mujer de Marx escribía que el negocio había dado completamente en quiebra por la mala administración, sin que se supiera qué le había hecho más daño, si la remolonería del librero, de los gestores y de los amigos de Colonia, o el comportamiento de la democracia.

Tampoco dejó de tener algo de culpa en el fracaso la falta de preparación de la empresa en referencia a la redacción, confiada casi exclusivamente a Marx y a Engels. El original para el número de enero no llegó a la imprenta hasta el 6 de febrero. La posteridad tiene razones sobradas para agradecer que el proyecto, bien o mal, se realizara; unos meses más que se hubiese demorado y se habría visto frustrado sin remedio por el rápido descenso de las aguas revolucionarias. En los seis números de la revista que llegaron a publicarse se encuentran preciosos testimonios de «aquella magnífica energía, de aquella serena, clara y apacible conciencia propia que conformaba todo su ser» y con las que Marx, según palabras de su mujer, sabía alzarse sobre los mezquinos cuidados de la vida que lo asaltaban «de un modo indignante» todos los días y a toda hora.

Marx, y lo mismo Engels ―este más todavía―, vieron siempre, sobre todo en su juventud, el futuro mucho más cercano de lo que estaba en realidad, y cuántas veces creyeron tocar ya los frutos sembrados, cuando apenas comenzaba a abrirse la flor! Esto les valió no pocas veces el reproche de falsos profetas, que no es precisamente el mayor elogio que se le pueda hacer a un político. Conviene, sin embargo, no confundir las falsas profecías que surgen de la intrépida seguridad de una mente clara y aguda, y las que nacen de un vano espejismo de deseos acariciados. En el segundo caso, la decepción es agotadora, al eliminar sin dejar indicio un fuego de artificio; pero en el primero el desengaño fortalece, pues el espíritu razonador, incentivado por él, se presta a indagar las causas de su error y saca de ese análisis nuevos conocimientos.

Acaso no haya existido jamás un político que llegara en esta autocrítica a extremos de una veracidad tan inexorable como Marx y Engels. Nada más lejos de ellos que esa mísera menudencia que, colocada ante el más craso desengaño, todavía pelea por engañarse, haciéndose creer que no se habría equivocado si tal o cual cosa no hubiese pasado como en realidad sucedió. Pero nada más lejos de ellos, tampoco, que esa barata sabiduría que adopta ante todo una posición de estéril pesimismo. No; ellos aprendían de las derrotas y sacaban de los reveses fuerzas redobladas para preparar la victoria final.

Con el fracaso del 13 de junio en París, el fiasco de la campaña constitucional en Alemania y la represión del movimiento revolucionario húngaro por el zar, quedaba cerrado un gran capítulo de la revolución. Únicamente en Francia, donde a pesar de todo aún no estaban echadas las últimas cartas, podía volver a prenderse su llama. Marx se aferraba a esta esperanza, pero esto no le impedía, más bien lo contrario, someter a una crítica despiadada, desnuda de ilusiones y optimismos, el curso anterior de la Revolución Francesa. Y allí donde los políticos ideológicos veían una maraña más o menos inextricable de luchas, para él, que se veía tocado en sus resortes vitales, en los antagonismos sucesivos no había caos ni confusión.

En este estudio, publicado en los tres primeros números de la revista, los problemas más complicados del día aparecían desentrañados frecuentemente con dos o tres frases epigramáticas. ¡Cuánto no habían hablado y discutido las mentes más ilustres de la burguesía y aun del socialismo doctrinario, en la Asamblea nacional de París, acerca del derecho al trabajó! Pues bien, a Marx le bastaban unas cuantas líneas para plasmar íntegramente la razón y la sinrazón histórica de este tópico: «En el primer proyecto constitucional, redactado antes de las jornadas de junio, figuraba todavía el derecho al trabajo, como la primera forma desmañada en la que se condensaban las reivindicaciones revolucionarías del proletariado. Este derecho se veía transmutado en el derecho a la asistencia pública, ¿y qué Estado moderno no sostiene, bajo una u otra forma, a sus pobres? El derecho al trabajo, entendido en un sentido burgués, es un contrasentido, un deseo piadoso bastante mísero, pero detrás del derecho al trabajo está el poder sobre el capital, y detrás del poder sobre el capital la apropiación de los medios de producción, su sometimiento a la clase obrera asociada, que vale tanto como decir la abolición del trabajo asalariado, del capital y de su régimen de reciprocidad». En la historia de Francia fue donde Marx descubrió por primera vez la lucha de clases como el motor del proceso histórico, viéndola destacarse allí con contornos perfectamente claros y clásicos desde los días de la Edad Media; nada tiene de extraño, entonces, que sintiera por la historia francesa una especial preferencia. Este estudio y los que habrían de seguirle sobre el golpe de Estado bonapartista y sobre la Comuna de París, son las gemas de mayor valor que guarda el tesoro de sus obras históricas breves.

Como pendant jocoso, aunque no sin desenlace trágico, los tres primeros números de la revista nos brindan, en el estudio que hace Engels de la campaña constitucional alemana, la estampa de una revolución pequeñoburguesa. Los resúmenes mensuales, en los que se analizaba principalmente la marcha económica de la política, eran obra de ambos. En el número de febrero apuntaban ya al descubrimiento de las minas de oro de California, como a un hecho que «tenía bastante más importancia que la revolución de febrero» y alumbraría resultados más significativos, todavía, que el descubrimiento de América. «Una costa de treinta grados de latitud de larga, una de las más hermosas y fértiles del mundo, hasta hoy poco menos que deshabitada, se convertirá ante nuestros ojos en un país rico y civilizado, densamente poblado por hombres de todas las razas, desde el yanqui hasta el chino, desde el negro hasta el indio y el malayo, desde el criollo y el mestizo hasta el europeo. El oro californiano se desparrama en abundancia por toda América y por las costas asiáticas del Océano Pacífico, empujando a los pueblos bárbaros y ariscos a la corriente del comercio mundial, a la civilización. Por segunda vez se le va a imprimir al comercio mundial una nueva dirección… Gracias al oro californiano y a la incansable energía del yanqui, las dos costas del Mar Pacífico se verán pronto pobladas y abiertas al comercio y a la industria, como lo están hoy las costas del Atlántico y que en la Antigüedad y en la Edad Media representó el Mediterráneo; será la gran ruta marítima del comercio mundial, y el Océano Atlántico quedará reducido a la importancia de un mar interior, como el Mediterráneo hoy. La única salida que tienen los países europeos civilizados para no caer, cuando ese día llegue, en la misma postración industrial, comercial y política en la que en la actualidad se encuentran Italia, España y Portugal, está en una revolución social que sepa transformar a tiempo el régimen de producción y de intercambio de acuerdo a las necesidades de la propia producción, tal como se desprende de las modernas fuerzas productivas, facilitando así el alumbramiento de nuevas fuerzas que garanticen la superioridad de la industria europea y compensen los inconvenientes de su situación geográfica». Lo malo fue, y pronto habrían de reconocerlo así los autores de esta gran perspectiva, que la revolución se sumió en el descubrimiento del oro californiano.

De la colaboración de Marx y Engels proceden también las críticas de algunas obras en las que unas cuantas luminarias anteriores a marzo ―el filósofo alemán Daumer, el historiador francés Guizot y el genio original inglés Carlyle― se debatían con los problemas de la revolución. El primero procedía de la escuela hegeliana, y Guizot y Carlyle habían sido una influencia considerable, el primero en Marx y el segundo en Engels. Ahora, pesados los tres en la balanza de la revolución, resultaba que ninguno de ellos daba el peso. Los increíbles lugares comunes con los que Daumer predica «la religión de la nueva era», se sintetizan en esta «conmovedora imagen»: la filosofía alemana se retuerce las manos y suplica junto al lecho de muerte de la madre que la amamantara, la ridícula burguesía alemana. El caso de Guizot demuestra cómo hasta las personas más inteligentes del ancien régime, de quienes no se puede negar que poseen, a su manera, talento histórico, pierden la cabeza por los hechos fatales de febrero, hasta el punto de empañárseles no solo la conciencia histórica, sino incluso la conciencia de su modo anterior de obrar. Finalmente, si la obra de Guizot demostraba que las capacidades burguesas decaían, los dos o tres folletos de Carlyle revelaban la decadencia del genio literario, esforzado por afrontar con su inspiración insospechada y profética las luchas históricas, en un momento de aguda crisis como aquel.

Marx y Engels, al poner de relieve en estas brillantes críticas los efectos desoladores producidos por la revolución sobre aquellas personalidades literarias anteriores a los sucesos de marzo, estaban muy lejos de atribuir, como a veces se les ha achacado, ningún tipo de virtud mística a la revolución. La revolución no creaba aquel cuadro que infundía un miedo mortal a los Daumer, a los Guizot y a los Carlyle; lo que hacía era desgarrar el velo que lo ocultaba. En las revoluciones, el proceso histórico no cambia de rumbo, sino que lo acelera; en este sentido, Marx llamó una vez a las revoluciones «locomotoras» de la historia. Esta necia confianza del filisteo en las «reformas pacificas por la vía legal», reputada por muchos superiores a toda explosión revolucionaria, no podía ser ni fue nunca, naturalmente, propia de hombres como Marx y Engels: para ellos, la violencia era también una fuerza económica, la comadrona de toda sociedad nueva.

2. EL CASO KINKEL

La Nueva Caceta del Rin dejó de aparecer regularmente, a partir del cuarto número, en abril de 1850. A esto contribuyó, en parte al menos, un pequeño artículo publicado en ese número, y del que ya los propios autores pronosticaban que provocaría «la indignación general de los embaucadores sentimentales y de los charlatanes democráticos»: era una crítica, breve pero demoledora, del discurso de defensa pronunciado por Gotfried Kinkel el 7 de agosto de 1849, ante el Consejo de Guerra de Rastatt, que falló su proceso como voluntario rebelde, y publicado a comienzos de abril del año siguiente en un periódico de Berlín.

De por sí, la crítica no podía ser más legitima, Kinkel había abjurado ante el Consejo de Guerra de la revolución y de sus compañeros de armas, aclamando al «príncipe de los cartuchos» y «al Imperio de los Hohenzollern», ante el mismo Consejo de Guerra que había mandado a veintiséis camaradas suyos delante del pelotón, donde habían muerto todos valientemente. Pero Kinkel, cuando Marx y Engels lo transformaron en objeto de sus ataques, estaba recluido en la cárcel, y la opinión veía en él a una víctima propiciatoria de la sed regia de venganza, de la que se decía que había cambiado la pena impuesta en la sentencia, mediante un acto de justicia de gabinete, por la degradante pena del presidio. Era natural que a muchos, sin ser precisamente «embaucadores sentimentales y charlatanes democráticos», no les pareciera bien que, encima, se lo atacara políticamente en tales circunstancias.

Hoy, abiertos ya los archivos y estudiado documentalmente el caso Kinkel, se ve que era un verdadero nido de confusiones tragicómicas. Kinkel había empezado siendo un teólogo ortodoxo; al abjurar de su religión, casándose con una católica divorciada, desencadenó una ola de odio irrefrenable por parte de los creyentes, que lo rodeó de una aureola de «héroe de la libertad» que no merecía y de la que no era digno. Entró en el partido al que pertenecían Marx y Engels por una verdadera «confusión»: políticamente no había quien lo sacara de los tópicos de la democracia al uso, sí bien la «maldita retórica» ―según la frase de Freiligrath― adquirida en sus tiempos teológicos podía impulsarlo tan rápido a la extrema izquierda como a la derecha más rabiosa; de lo segundo era testimonio el Consejo de Guerra de Rastatt. Su modesto talento poético hizo que se destacara en la discusión por encima de otros demócratas de la misma calaña.

En el curso de la lucha constitucional, Kinkel se incorporó al cuerpo de voluntarios de willich, en el que se habían enganchado también Engels y Molí. Se comportó valientemente, y en los últimos encuentros junto al Murg, donde cayó muerto Molí, fue herido por un tiro de refilón en la cabeza, y tomado prisionero. El Consejo de Guerra lo condenó a reclusión perpetua en un castillo, pero al «príncipe de los cartuchos» o, como Kinkel lo llamaba respetuosamente en su defensa, a «la Alteza real de nuestro heredero de la Corona», no le pareció suficiente, y el auditor general de Berlín le solicitó al rey que uniera la sentencia, puesto que el reo había incurrido en pena de muerte, para someter el proceso a revisión.

Contra esto se pronunció el Gobierno, alegando que, si bien reconocía que la pena impuesta era demasiado suave para un delito de alta traición, creía aconsejable que se confirmara «indulgentemente» la sentencia, para congraciarse con la opinión pública. Al mismo tiempo, entendía que era «conveniente» que se ordenara el cumplimiento de la pena en un «establecimiento civil», ya que causaría una «gran sensación» que se tratara al reo como a un recluso de prisión. El rey accedió al pedido del Gobierno, y con eso aumentó «la gran sensación» que precisamente se trataba de evitar. A la «opinión pública» le pareció una sangrienta burla que el rey, «indulgentemente», mandara a la cárcel a un reo de alta traición, a quien el mismo Consejo de Guerra se contentaba con encerrar en un castillo.

Pero la opinión desconocedora de las sutilezas del régimen penal prusiano se equivocaba. Kinkel no había sido condenado a un arresto militar en prisión, sino a una pena militar de reclusión en un castillo, pena que revestía en su ejecución formas mucho más duras y repugnantes que las del presidio. A los reclusos en cárceles los hacinaban en celdas tenebrosas, diez y veinte en cada una, con una dura tarima por cama, mal alimentados, obligados a ejecutar los trabajos más viles, a limpiar los inodoros, barrer los pisos, etcétera, y al menor descuido oprimía sus carnes el látigo. De esta vida horrible era de la que el gobierno, por miedo a la «opinión pública», quería librar al preso Kinkel, pero de la «opinión pública», interpretándolo al revés, se alzaron murmullos de protesta; no se atrevió, ahora por miedo al «príncipe de los cartuchos» y a su rencoroso partido, a confesar abiertamente sus intenciones «humanas» y prefirió dejar al rey bajo el peso de una sospecha, que por fuerza habría de dañar, como en efecto dañó notablemente, su prestigio, aun ante los ojos de los leales.

Bajo la impresión de este fracaso, el Gobierno no quiso fomentar nuevas «sensaciones» con las torturas presidiarías de Kinkel, aunque solo osó ordenar que no se le aplicaran castigos corporales bajo ningún concepto. También le hubiera complacido eximir al preso de los trabajos forzados, y así lo hizo saber al director del presidio de Naugard, donde Kinkel estuvo recluido primero, que se atuviese en este punto a su personal responsabilidad. Pero aquel burócrata militarizado, que tenía otras instrucciones, sometió al recluso a los trabajos de la prisión. Al saberse, se levantó por el país una gran ola de indignación; por todas partes corrían coplas y estampas del poeta martirizado. Pero pronto habría de confirmarse la vieja máxima de que la «indignación moral» del filisteo suele acabar en un gran ridículo. Alarmadas por los clamores de la opinión pública y más decididas que el Ministerio, aunque eso les valiera una denuncia fulminante por «ideas democráticas», las autoridades gubernamentales de Stettin ordenaron que se ocupara al recluso en trabajos de escritura. Pero el preso declaró espontáneamente que deseaba seguir trabajando como, hasta entonces, porque le convenía realizar un pequeño esfuerzo físico, no incompatible con la actividad del pensamiento; lo prefería a pasarse el día copiando, con riesgo de picarse el pecho y enfermarse.

No era cierto, entonces, que en la cárcel lo maltrataran con especial perversidad por orden del rey, aun cuando la prisión se le hiciera muy dolorosa. Schnuchel, el director de la penitenciaria, era un burócrata militarizado, pero no tenía nada de monstruoso; tuteaba al preso, pero lo dejaba moverse durante unas cuantas horas al aire libre y tenía una comprensión humana para los infatigables esfuerzos de la mujer del recluso, que no se aplacaba pensando en liberar a su marido. En cambio, en Spandau, adonde trasladaron a Kinkel en mayo de 1850, lo trataban de usted, pero hicieron que se afeitara la barba y se rapara la cabeza; y el director, que era un reaccionario beato, lo atormentaba a todas horas con sus intentos de conversión y, apenas ingresó a la prisión aquel recluso «perdido», empezó a trenzarse con él en las peleas más repugnantes. Sin embargo, este traficante de almas no opuso, tampoco, muchos reparos cuando el gobierno pidió dictamen para resolver acerca de la solicitud cursada por la mujer del preso para que le permitieran emigrar a Estados Unidos, dando su palabra de honor de que renunciaría a toda labor política y de que no retornaría jamás a Europa. El director llegaba a sostener que, por lo que él podía juzgar de lo que conocía al preso, la residencia en Estados Unidos contribuiría a redimir rápidamente su alma. Pero añadía que era necesario tenerlo, por lo menos, un año recluido, para que la espada de la autoridad no quedara tan despuntada y tan menoscabada; que, transcurrido este plazo, no habría inconveniente en permitirle emigrar, a menos que su salud padeciera por la larga reclusión, si bien hasta entonces no se le notaba nada. Este dictamen fue ante el rey, quien demostró ser más rencoroso que sus ministros y los directores de sus prisiones. Su Majestad falló que al recluso Kinkel no se lo autorizara a emigrar transcurrido el año de prisión, debido a que era necesario humillarlo más aún mediante nuevos procedimientos.

Si nos fijamos en el culto populachero del que se había hecho objeto a Kinkel, comprenderemos la repugnancia que tenía que provocar en hombres como Marx y Engels, que jamás pudieron resistir espectáculos de ese tipo. Ya en sus artículos sobre la campaña constitucional se había expresado Engels muy duramente respecto a las «víctimas cultas» de los hechos de mayo, mientras nadie se acordaba de los cientos y miles de obreros que cayeron luchando, que se estaban pudriendo en los calabozos de Rastatt o que, refugiados y aislados en el extranjero, conocían de cerca la cara de la miseria. Pero, aun dejando a un lado esto y limitándonos a las «víctimas cultas», había muchos que tenían que soportar, y los soportaban con gran entereza, destinos mucho más terribles que Kinkel, sin que nadie se acordara de ellos. Citaremos tan solo a Augusto Rockel, que como artista no tenía nada que envidiarle a Kinkel; recluido en la cárcel de Waldheim, lo maltrataron del modo más cruel, hasta llegar a los castigos físicos, sin conseguir, después de doce años de indecibles torturas, que implorara misericordia ni con la insinuación más leve, hasta que la reacción, estrellándose desesperada contra su orgullo, no tuvo más remedio que expulsarlo casi por la fuerza de la prisión. Y Rockel no era, ni mucho menos, el único caso de ese tipo. Sí lo fue, en cambio, Kinkel, dentro del suyo, cuando a los pocos meses de un régimen de reclusión bastante soportable, expuso su arrepentimiento ante el mundo entero publicando en los periódicos su discurso de defensa, tan adulador para la corona. La crítica dura y despiadada que Marx y Engels hicieron de este discurso no podía ser más legítima; y tenían razón al decir que con esto antes beneficiaban que perjudicaban a su autor.

Los derroteros que habría de seguir el asunto confirmaron su predicción. El entusiasmo producido en torno a la persona del preso aflojó los cordones de las alforjas burguesas, hasta el punto de que, sobornando a un vigilante de la cárcel de Spandau, Kinkel pudo ser liberado en noviembre de 1850 por Carlos Schurz. He ahí lo que el rey había conseguido con su rencor. Si aceptando la palabra de honor que había dado de apartarse para siempre de la política lo hubiera dejado emigrar, Kinkel habría caído rápidamente en el olvido de la gente, como hasta Jeserich, el director de la cárcel, era capaz de entender; ahora, la evasión rodeaba al preso de una nueva aureola y ponía al rey en ridículo.

Este supo, sin embargo, rehacerse a su real manera. Al recibir los informes sobre la evasión de Kinkel, tuvo una inspiración que él mismo, denotando con esto cierta honradez, calificó de poco honrada. La idea consistía en ordenar a su Manteufeel que, valiéndose de la «preciosa personalidad» de Stieber, descubriera y reprimiese un complot. Este Stieber había caído ya por entonces hasta tal punto en el desprecio de la gente, que el mismo director general de policía de Berlín, Hinckeldey, bastante rápido de conciencia cuando se trataba de perseguir a los enemigos políticos, se resistía obstinadamente a que se volviera a ingresar a ese personaje en los servicios policiales. Pero la voluntad real triunfó y Stieber pudo poner en escena, como ensayo, una bonita comedia de robo y perjurio: el proceso de los comunistas de Colonia.

Por sus muchas bajezas, esta maniobra dejaba chico el caso Kinkel, pero no sabemos ni de un solo burgués honorable que protestara contra ella. Es posible que esta agradable clase se propusiera demostrar con su silencio lo acertadamente que Marx y Engels habían sabido analizarla y definirla.

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