CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XL)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XL) 1

Con la presente entrega damos inicio a la publicación del Capítulo XII de la Biografía de Marx, escrita por Franz Mehring. Este capítulo es de especial importancia por cuanto se refiere a la obra cumbre de Marx, El Capital. Como recordará el lector atento, una parte de este capítulo fue escrita por Rosa Luxemburgo, como explica Mehring en el Prólogo.

CAPÍTULO XII

EL CAPITAL

1. LOS DOLORES DEL PARTO

Cuando Marx se negaba a participar en el congreso de Ginebra, por creer que era de más interés para la causa obrera que terminara su obra fundamental —hasta entonces no creía haberse ocupado más que de pequeñeces—, se refería al primer volumen de su libro, que venía revisando y pasando en limpio desde el 19 de enero de 1866. Hasta el momento, la cosa iba bien, ya que “después de tantos y tan largos dolores para parirla, le alegraba, naturalmente, poder besar a la criatura”.

Aquellos dolores habían durado casi el doble de años de lo que en meses requiere la naturaleza para que se geste un ser humano. Y con razón podía decir Marx que probablemente no se hubiese escrito nunca una obra como esa, en circunstancias tan difíciles. Una y otra vez se había puesto plazos nuevos para terminarla, “en cinco semanas”, como en 1851, o en “seis semanas”, como en 1859; pero las metas chocaban siempre contra su despiadado espíritu crítico y su incomparable conciencia, que lo conducían permanentemente a nuevas investigaciones, y contra las que nada podían ni las exhortaciones continuas de su mejor amigo.

Finalmente, en los últimos días de 1865 concluyó a su trabajo, pero solo en forma de un gigantesco manuscrito que nadie, fuera de él mismo, ni el propio Engels, hubiera podido editar. Sobre esta masa imponente fue modelado, desde enero de 1866 hasta marzo de 1867, el primer volumen de El Capital en su forma clásica, como un “todo artístico”, y estos meses demuestran de un modo insuperable la fabulosa capacidad de trabajo de su autor. Fueron quince meses en los que a las tareas de revisión y redacción de su obra se añadían constantes enfermedades, que alguna vez, como en febrero de 1866, llegaron a poner en peligro su vida, así como también un conjunto de deudas que le “oprimían el cerebro” y, por si todo esto fuera poco, el agobio de los preparativos para el primer congreso de la Internacional.

En noviembre de 1866, el primer manuscrito salió con destino a Otto Meissner, un editor hamburgués de obras democráticas que ya había publicado el trabajo de Engels sobre el problema militar en Prusia. A mediados de abril de 1867, Marx entregó personalmente en Hamburgo el resto de su obra, encontrando en el editor a un “hombre simpático”, con quien se entendió sin dificultad, después de un breve intercambio de impresiones. Esperando las primeras pruebas de su obra, que se imprimiría en Leipzig, se fue a visitar a su amigo Kugelmann, de Hannover, donde aquella amable familia lo recibió de la manera más cordial. Pasó allí unas cuantas semanas felices, que él mismo contaba “entre los más hermosos y agradables oasis en el desierto de la vida”.

No dejó de contribuir a su buen humor que los círculos más cultos de Hannover lo recibieran a él, que tan poco acostumbrado estaba a esto, con respeto y simpatía: “Tenemos los dos —le escribía a Engels, el 24 de abril—, muchas más simpatías entre la burguesía ‘culta’ de lo que nos imaginamos”. Y Engels le respondía el 27: “Siempre me pareció que ese maldito libro que has tenido sobre ti tantos años era el principal culpable de todas tus desgracias, y que jamás te sentirías libre mientras no te lo sacaran de encima. Esa imposibilidad de terminarlo te agobiaba física, espiritual y financieramente, y entiendo muy bien que ahora, después de que te despegaras de él, te sientas otro, sobre todo porque el mundo, como verás en cuanto vuelvas a él, ya no tiene un aspecto tan triste como antes”. Engels se mostraba, por su parte, esperanzado de liberarse del “maldito negocio”. Mientras no se alejara de él, no podría hacer nada; además, desde que estaba al frente de la empresa, la gran responsabilidad había empeorado su situación.

A esta carta contestó Marx el 7 de mayo, en los términos siguientes: “Espero y creo firmemente que de aquí a un año volveré a levantar la cabeza, consolidando mi situación económica y volviendo, por fin, a ser independiente. Sin ti, jamás hubiera podido concluir mi obra. Y te aseguro que siempre me pesaba sobre la conciencia ver que estabas desperdiciando en las cuestiones comerciales y dejando anquilosarse por mí, principalmente, tus magnificas habilidades, obligado encima a asumir como propias todas mis preocupaciones y miserias”. Marx no llegó, como esperaba, a “levantar cabeza”, ni el año siguiente ni nunca, y Engels se resignó a continuar en el “maldito negocio” unos cuantos años más; pero, no obstante, el horizonte empezó a iluminarse.

En Hannover, Marx saldó finalmente una antigua deuda epistolar que tenía con un compañero, el ingeniero de minas Sigfrido Meyer, que había vivido hasta entonces en Berlín y que por aquellos días emigraba a los Estados Unidos; y le escribía en términos que, como tantas otras veces, son un vivo testimonio de su “insensibilidad”. “Debe pensar muy mal de mí —le decía—, y peor si le digo que sus cartas no solo me provocaron una gran alegría, sino que fueron para mí un verdadero consuelo en los días terribles en los que las recibí. Ver conquistado para nuestro partido a un hombre tan valioso, bien firme en sus principios, es algo que compensa los peores sufrimientos. Además, sus cartas venían colmadas de afectuosa amistad hacia mí, y ya comprenderá usted que yo, que libro la más dura de las batallas con el mundo (el oficial, se entiende), sé estimar cuánto valen esos testimonios. ¿Por qué, entonces, no le he contestado antes? Porque todo este tiempo he estado al borde de la tumba. Y no tenía más remedio que aprovechar los momentos en los que me sentía capaz de trabajar para terminar mi obra, por la que he sacrificado la salud, la felicidad y la familia. Confío en que esta explicación será suficiente. Yo me río de los llamados hombres ‘prácticos’ y de su sabiduría. Quien no tenga más aspiración que un burro, puede, naturalmente, darle la espalda a los sufrimientos de la humanidad y actuar en función de sus propios intereses. Pero yo me habría considerado realmente muy poco práctico, si hubiese muerto sin dejar mi obra terminada, al menos en forma de manuscrito”.

El buen ánimo de aquellos días explica, también, que Marx tomara en serio lo que le dijo el abogado Warnebold, un desconocido para él, acerca de que Bismarck aspiraba a ponerlo a él y a su gran talento al servicio del pueblo alemán. No es que a Marx le entusiasmara o le tentara la idea; seguramente, al oírlo, pensaría lo mismo que Engels: “¡Qué bien retrata el modo de pensar y el horizonte de ese hombre, que quiera juzgar a todo el mundo por sí mismo!” Pero pensando sobriamente, como Marx lo hacía en circunstancias normales, no hubiese sido fácil que tomara en serio el mensaje del abogado. Dadas las circunstancias, poco sólidas, por las que pasaba la Confederación Alemana del Norte, diluido apenas el peligro de una guerra contra Francia por Luxemburgo, era difícil que Bismarck pensara en volver a confrontar con la burguesía, que acababa de incorporarse a sus filas y que ya miraba bastante de reojo a sus colaboradores Bucher y Wagener, integrando al autor del Manifiesto Comunista.

Pero, aunque no personalmente con Bismarck, a su regreso a Londres Marx vivió con una pariente del Canciller una pequeña y graciosa aventura, de la que informó a Kugelmann con cierta satisfacción. En el barco, una señorita alemana, que ya le había llamado la atención por su postura casi militar, le pidió información acerca de las estaciones de ferrocarril de Londres. Como tenía que esperar varias horas por su tren, Marx, gentilmente, se ofreció a acompañarla a pasear por el Hyde Park. “Resultó llamarse Isabel von Puttkamery ser sobrina de Bismarck, con quien acababa de pasar unas cuantas semanas en Berlín. Llevaba encima la lista entera del ejército, al que su familia ha aportado una gran cantidad de caballeros de honor y de tamaño. Era una muchacha alegre y educada, pero aristocrática y nacionalista hasta la médula. Se sorprendió cuando supo que había caído en manos rojas”. Pero no por esto perdió la señorita el buen humor. Le escribió a su acompañante una carta muy linda, en la que, con una “reverencia infantil”, le “agradecía de todo corazón” por todo lo que había hecho por ella como “criatura inexperta”, y sus padres le transmitían también su gratitud, muy contentos de saber que todavía había hombres buenos viajando por el mundo.

De vuelta en Londres, Marx envió las correcciones de su libro. Tampoco esta vez pudo reprimir alguna que otra queja por la lentitud con la que realizaban la impresión. Pero el 16 de agosto de 1867, a las dos de la mañana, pudo finalmente decirle a Engels que acababa de terminar la revisión del último pliego (el 49) de la obra. “Este tomo está, entonces, concluido. Y esto ha sido posible gracias a ti. Sin tus sacrificios por mí, jamás hubiera podido realizar los inmensos trabajos para los tres volúmenes. Te abrazo, lleno de gratitud. ¡Salud, amigo mío, mi querido amigo!”

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