CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (VI)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (VI) 1
Aquí una nueva entrega de la biografía de Carlos Marx, culminando el Capítulo III de la obra de Franz Merhing.

3. SOBRE LA CUESTIÓN JUDÍA

El segundo artículo publicado por Marx en los «Anales franco-alemanes», aunque no tan cautivador en la forma, casi supera incluso al otro, en relación con el talento para el análisis crítico. En él investiga la diferencia entre la emancipación humana y la emancipación política, tomando como base dos estudios de Bruno Bauer sobre la cuestión judía.

Este problema no había caído todavía, por entonces, en las cuencas del antisemitismo y filosemitismo de mesa de café en las que hoy se debate. Un sector de la población, cuyo vigor como titular principalísimo del capital comercial y usurario crecía día a día, se veía despojado, por razones religiosas, de todos los derechos civiles, salvo de aquellos que a título de privilegio se le otorgaban para el ejercicio de la usura. El más famoso representante del «despotismo ilustrado», el filósofo de Sans-souci, dio el edificante ejemplo, confiriendo la «libertad de banqueros cristianos» a los judíos adinerados que lo ayudaban a fabricar moneda falsa y a realizar otras operaciones financieras bastante sospechosas; en cambio, a un filósofo como Moses Mendelssohn, le toleraba, aunque a duras penas, en sus Estados, y no precisamente porque fuese un filósofo que se esforzaba en introducir a su nación en la vida espiritual alemana, sino porque desempeñaba el cargo de tenedor de libros de uno de aquellos judíos palatinos privilegiados. Si el banquero lo despedía, el filósofo quedaba proscrito.

Tampoco los racionalistas burgueses —con algunas excepciones— se escandalizaban demasiado cuando se dejaba por fuera de la ley por motivos religiosos a todo un sector de la población. La fe israelita les repelía como modelo de intransigencia religiosa, de la que el cristianismo había aprendido su oficio de «censor humano». Y los judíos, por su parte, no demostraban mayor interés por el racionalismo. Se regocijaban viendo a los racionalistas hundir el cuchillo crítico en el cuerpo de la religión cristiana, por ellos tan detestada, pero cuando le llegaba el turno a la religión judía ponían el grito en el cielo, clamando traición contra la humanidad. Y reclamaban la emancipación política de los judíos, pero no en un sentido de equiparación de derechos, ni con la intención de renunciar a su posición privilegiada, sino, más bien al contrario, atentos a reforzarla y dispuestos en todo momento a sacrificar los principios liberales en cuanto estos se opusieran a sus intereses de casta.

La crítica religiosa de los neohegelianos se había hecho extensiva, naturalmente, al judaísmo, en el que ellos veían la avanzada del cristianismo. Feuerbach había analizado la fe judía como la religión del egoísmo. «Los judíos se han mantenido con su fisonomía característica hasta los tiempos actuales. Su principio, su Dios, es el principio más práctico del mundo: el egoísmo bajo la forma de la religión. El egoísmo aglutina, concentra al hombre sobre sí mismo, pero lo hace teóricamente limitado, infundiéndole indiferencia hacia cuanto no se relaciona directamente con su propio bienestar». De modo semejante se expresaba Bruno Bauer, quien reprochaba a los judíos el haber anidado en los resquicios de la sociedad burguesa para explotar sus elementos inseguros, semejante en esto a los dioses de Epicuro, que moraban en espacios intermedios del mundo, libres de todo trabajo concreto. La religión judía —proseguía Bauer— era toda ella astucia animal para satisfacer las necesidades de los sentidos; y acusaba a los judíos de haberse opuesto desde el primer momento al progreso histórico, creándose, en su odio a todos los pueblos, la más aventurera y mezquina de las vidas nacionales.

Pero, a diferencia de Feuerbach, que pretendía explicar la esencia de la religión judaica por el carácter del pueblo judío, Bauer, a pesar de toda la hondura, la audacia y la agudeza que Marx elogiaba en sus estudios sobre la cuestión judía, no acertaba a enfocarla más que a través del cristal teológico. Los judíos, decía, solo podrán remontarse a la libertad, igual que los cristianos, superando su religión. El Estado cristiano no podía, por su carácter religioso, emancipar a los judíos, ni estos podían tampoco, por su carácter religioso, mientras no cambiaran, ser emancipados. Cristianos y judíos tenían que dejar de ser lo que eran por su religión, cristianos y judíos, para convertirse en hombres libres. Y como el judaísmo, en cuanto a religión, había sido superado por el cristianismo, el judío tenía que recorrer un camino más largo y espinoso que el cristianismo para llegar a la libertad. A juicio de Bauer, los judíos no tenían más remedio que someterse a la disciplina del cristianismo y de la filosofía hegeliana, si querían llegar a ser libres.

Marx, por su parte, replicaba que no era suficiente investigar quién habría de ser el emancipador y quién el emancipado, sino que la crítica debía indagar de qué clase de emancipación se trataba, si de la emancipación política meramente o de la emancipación humana. Había Estados en los que los judíos vivían emancipados políticamente, en el mismo plano que los cristianos, sin que por eso estuviesen humanamente emancipados. Tenía, entonces, que mediar alguna diferencia entre la emancipación política y la humana.

La sustancia de la emancipación política —proseguía— era el Estado moderno, en su fase más acabada, el Estado cristiano perfecto, pues el Estado cristiano-germano, el Estado de los privilegios, no era más que un Estado imperfecto, teológico todavía, sin la pureza política de aquel. Ahora bien: el Estado político en su fase más acabada no exigía de los judíos la abjuración del judaísmo, como no exigía de hombre alguno el abandono de su religión; este Estado había emancipado a los judíos y no tenía más remedio, por su propia esencia, que emanciparlos. Allí donde la Constitución del Estado proclama el ejercicio de los derechos políticos independientemente del credo religioso, nos encontramos al mismo tiempo con que los hombres sin religión son considerados al margen del decoro. Eso quiere decir que la existencia de la religión contradice a la realización acabada del Estado. Emancipar políticamente al judío, al cristiano, al hombre religioso en general, equivale a emancipar al Estado del judaísmo, del cristianismo, de la religión en general. El Estado puede liberarse de esa traba sin que el hombre, como tal, se vea libre de ella, y esto es precisamente lo que marca sus fronteras a la emancipación política.

Marx sigue desarrollando esta idea. El Estado, como tal, niega la propiedad privada: el hombre declara, en el terreno político, abolida la propiedad privada, al abolir el requisito de un censo de fortuna para ser elector o elegido, como en muchos Estados norteamericanos libres se ha hecho. El Estado proclama abolidas las diferencias de nacimiento, de profesión, de cultura, de ocupación, y lo hace a su modo, proclamándolas como diferencias no políticas, y llamando a cuantos forman el pueblo, sin atender a ninguna de esas diferencias, a participar por igual de la soberanía. Pero esto no quiere decir que el Estado no deje subsistir la propiedad privada, la cultura, la ocupación a su modo; es decir, como propiedad privada, como cultura, como ocupación, permitiéndoles que sigan viviendo y manifestándose con su carácter peculiar. Muy lejos de abolir estas diferencias de hecho, el Estado existe gracias a ellas, aunque solo se sienta y se crea Estado político, y aunque proclame su carácter de generalidad en oposición a esos elementos que lo integran. El Estado político acabado y perfecto es, por su esencia, la vida genérica de la humanidad, por contraposición a su vida material. Pero todos los elementos que condicionan esta vida egoísta siguen trajinando al margen del Estado y de su esfera en la sociedad burguesa como otras tantas cualidades y características de esta sociedad. La relación que guardan entre sí el Estado político y sus elementos condicionantes, ya sean estos de carácter material, como la propiedad privada, o de índole espiritual, como la religión, es la pugna entre el interés general y el interés privado. El conflicto del hombre como creyente de una determinada religión y como ciudadano de un Estado, el conflicto entre la religión que profesa y su ciudadanía y los demás hombres como miembros de la comunidad, se reduce, en última instancia, al divorcio entre el Estado político y la sociedad burguesa.

La sociedad burguesa es la base del Estado moderno, como la esclavitud era la base del Estado antiguo. El Estado moderno reconoce esta genealogía al proclamar los derechos del hombre, que al judío le competen, lo mismo que le compete el goce de los derechos políticos.

Los derechos del hombre reconocen y sancionan al individuo egoísta de la sociedad burguesa y la dinámica desenfrenada de los elementos espirituales y materiales que forman su contenido vital en la actual situación, el contenido de la vida burguesa actual. No emancipan al hombre de la religión, sino que le confieren la libertad religiosa; no lo emancipan de la propiedad, sino que le confieren la libertad de ser propietario; no lo emancipan de la infamia de la ganancia, sino que le confieren la libertad industrial. La revolución política ha creado la sociedad burguesa, reduciendo a escombros el abigarrado régimen feudal, todos aquellos estamentos, gremios y corporaciones que eran otras tantas expresiones del divorcio que mediaba entre el pueblo y su colectividad; creó el Estado político como incumbencia general, el verdadero Estado.

Marx lo resume así: «la emancipación política es la reducción del hombre, por una parte, a miembro de la sociedad burguesa, a individuo egoísta e independiente; por otra parte, su reducción a ciudadano del Estado, a persona moral. Solo cuando el hombre individual y verdadero absorba en sí al ciudadano abstracto del Estado, para tornarse en ser genérico como tal hombre individual, con su vida empírica, su trabajo individual y sus condiciones individuales; solo cuando el hombre haya reconocido y organizado sus fuerzas propias como fuerzas sociales, sin que, por lo tanto, separe ya de su persona la fuerza social bajo forma de fuerza política, solo entonces, podremos decir que la emancipación humana se ha consumado».

Faltaba aún examinar la afirmación de que el cristiano era más susceptible de ser emancipado que el judío, afirmación que Bauer había pretendido explicar por las características de la religión judaica. Marx parte de Feuerbach, quien había interpretado la religión semita por el carácter judío, y no a la inversa. Pero supera incluso a Feuerbach, al indagar el elemento social específico que se refleja en la religión judaica. ¿Cuál es, se pregunta, la razón secular del judaísmo? Es, contesta, la necesidad práctica, el beneficio propio. ¿Cuál es el culto secular del judío? El lucro. ¿Cuál su Dios terrenal? El dinero. «Ahora bien, la emancipación del lucro y del dinero, es decir, del judaísmo práctico y real, sería la propia emancipación de nuestra época. Una organización social que suprimiese las condiciones que permiten el lucro, es decir, la posibilidad del lucro mismo, haría imposible al judío. Su conciencia religiosa se evaporaría como una nube en la atmósfera real de la sociedad. Por otra parte, si el judío reconoce como nulo este modo suyo práctico de ser y trabaja por cancelarlo, trabajará, arrancándose a su anterior desarrollo, por la emancipación humana, volviéndose, pura y simplemente, contra la suprema expresión práctica de la humana degradación». Marx reconoce en el judaísmo un elemento general, presente, antisocial, exaltado hasta el grado que hoy presenta y en el que necesariamente se disolverá, por la evolución histórica, a la que tan celosamente han contribuido, en este deplorable respecto, los propios judíos.

Con este artículo, Marx consiguió dos cosas. En primer término, poner al desnudo las raíces de las relaciones entre la sociedad y el Estado. El Estado no es, como pretendía Hegel, la realidad de la idea moral, la razón absoluta y el absoluto fin en sí, sino que tiene que contentarse con el papel, mucho más modesto, de amparar la anarquía de la sociedad burguesa, que lo erige como su guardián: la lucha general de unos hombres contra otros, de unos individuos contra otros individuos, la guerra de todos los individuos, destacados unos frente a otros por su sola individualidad, la dinámica desenfrenada de sus elementos vitales sueltos, la propiedad, la industria, la religión, cuando en realidad es su inhumanidad y su esclavitud más refinada.

En segundo término, Marx descubre que las cuestiones religiosas del día no tienen, en el fondo, más que una significación social. Para indagar el desarrollo del judaísmo no acude a la teoría religiosa, sino a la práctica industrial y comercial, de la que la religión judía es, a su juicio, un reflejo imaginativo. El judaísmo práctico no es más que la consumación del mundo cristiano. En una sociedad burguesa comercial y judaizada como la nuestra, el judío tiene un puesto de derecho propio y puede reclamar la emancipación política, como el goce de los derechos generales del hombre. Pero la emancipación humana implica una nueva organización de las fuerzas sociales, que haga al hombre dueño y señor de sus fuentes de vida; en trazos borrosos, empieza a dibujarse ya, en este artículo, la imagen de la colectividad socialista.

En los «Anales franco-alemanes», Marx sigue sembrando todavía en tierra filosófica, pero en los surcos que abre su arado crítico germina ya el principio de una concepción materialista de la historia que pronto, bajo el sol de la civilización francesa, va a ser fruto sazonado.

4. CIVILIZACIÓN FRANCESA

Dado el modo como trabajaba Marx, es muy probable que los dos artículos sobre la filosofía del derecho en Hegel y la cuestión judía los hubiese esbozado ya en Alemania, durante los primeros meses de su feliz matrimonio. Pero en ellos se ve ya cierta preocupación por la Gran Revolución Francesa, lo cual parece indicar que Marx se lanzó al estudio de su historia tan pronto como su estancia en París le permitió ponerse en contacto con sus fuentes, a la vez que con las fuentes que informan su historia preliminar, el materialismo francés, y su historia posterior, el socialismo.

París podía jactarse, a la sazón tenía títulos para eso, de ir a la cabeza de la civilización burguesa. En la revolución de julio de 1830 la burguesía francesa, tras una serie de ilusiones y catástrofes que trascienden a la historia universal, consolida por fin las conquistas de la gran revolución de 1789. Sus talentos se desperezan placenteramente, pero aún no está vencida, ni mucho menos, la resistencia de los viejos poderes, cuando se alzan en el horizonte otros nuevos, y se entabla, en incesante vaivén, una lucha de espíritus sin precedente en ningún otro país de Europa, y mucho menos, naturalmente, en Alemania, donde reina un silencio de tumba.

Marx se lanza a este oleaje, del que su espíritu saldrá acerado, a pecho descubierto. No en son de alabanza, lo cual refuerza la virtud probatoria, escribía Ruge a Feuerbach, en mayo de 1844, que Marx leía mucho y trabajaba con una intensidad extraordinaria, pero sin acabar nada, dejándolo todo empezado y debatiéndose sin cesar en un mar de libros. Y añade que está en un estado de irritación y violencia, sobre todo cuando ha trabajado hasta enfermar, pasando tres y hasta cuatro noches seguidas sin acostarse. Ha vuelto a abandonar la crítica de la filosofía hegeliana y se propone aprovechar la estancia en París, cosa que Ruge encuentra muy acertada, para escribir una historia de la Convención, para la que tiene reunidos los materiales y concebida una serie de puntos de vista muy interesantes.

Marx no llegó a escribir la historia de la Convención, lo cual no le quita crédito, sino más bien se lo da, a las noticias de Ruge. Cuanto más ahondaba Marx en la historia de la revolución de 1789, más movido tenía que sentirse a renunciar a la crítica de la filosofía hegeliana como clave para explicarse profundamente las luchas y las aspiraciones de aquellos tiempos, y tanto menos podía reducirse a la historia de la Convención que, aun representando un máximum de energía política, de poder político y de inteligencia política, se había demostrado impotente para poner coto a la anarquía social.

Fuera de las exiguas noticias de Ruge, no poseemos, desdichadamente, testimonio alguno que nos permita seguir en detalle la marcha de estudios acometidos por Marx durante la primavera y el verano del año 1844. Pero a grandes rasgos, no es difícil decir el curso que siguieron las cosas. El estudio de la Revolución Francesa puso a Marx en contacto con aquella literatura histórica del «Tercer Estado» que había brotado bajo la restauración borbónica, cultivada por grandes talentos, y que se remontaba a investigar la existencia histórica de su clase hasta el siglo XI, presentando la historia de Francia desde la Edad Media como una serie no interrumpida de luchas de clases. A estos historiadores —entre los cuales menciona a Guizot y a Thierry— debía Marx el conocimiento del carácter histórico de las clases y de sus luchas, cuya anatomía económica le habían de revelar luego los economistas burgueses, y principalmente Ricardo. Marx protestó siempre contra el hecho de que se atribuyera a él el descubrimiento de la teoría de la lucha de clases; lo que reivindicaba para sí era, pura y simplemente, el haber demostrado que la existencia de las clases va aparejada a determinadas luchas históricas que informan el desarrollo de la producción, poniendo en claro que la lucha de clases conduce necesariamente a la dictadura del proletariado y que esta dictadura no representa más que el tránsito a la abolición total de las clases y a la instauración de una sociedad sin clases. Estas ideas fueron formándose en Marx durante su destierro en París.

El arma más brillante y más afilada que el «Tercer Estado» esgrimía contra las clases gobernantes en el siglo XVIII era la filosofía materialista. Marx se aplicó también celosamente a su estudio durante su estadía en París, preocupándose menos de aquellas corrientes que arrancaba de Descartes y que conducía a las ciencias naturales, que de aquella otra que, arrancando de Locke, desembocaba en la ciencia social. Helvetius y Holbach, los que transportaron el materialismo a la vida social, destacando como puntos de vista capitales de su sistema la igualdad natural de las inteligencias humanas, la unidad entre el progreso de la razón y el progreso de la industria, la bondad natural de la humanidad y la omnipotencia de la educación, fueron también los astros que iluminaron los trabajos del joven Marx en París. Éste bautizó su doctrina con el nombre de «humanismo real», como había hecho también con la filosofía de Feuerbach; mas el materialismo de Helvetius y Holbach habíase trocado ya en la «base social del comunismo».

El París de aquella época ofrecía una ocasión maravillosa para realizar el propósito, ya enunciado por Marx en la «Gaceta del Rin», de estudiar el comunismo y el socialismo. Aquí, sus miradas se encontraban con un cuadro de una riqueza de ideas y de figuras que casi turbaba. La atmósfera espiritual estaba saturada de gérmenes socialistas, y hasta el Journal des Débats, el periódico clásico de la aristocracia financiera gobernante, al que el Gobierno pasaba una cuantiosa subvención anual, no conseguía apartarse de esta corriente, aunque se limitase a publicar en su folletín las que podríamos llamar novelas socialistas espectaculares de Eugenio Sué. En el polo contrario estaban los pensadores geniales como Leroux, alumbrados ya por el proletariado. Y entre uno y otro polo se alzaban las ruinas de los saint-simonianos y la secta activísima de los fourieristas, que tenían en Considérant a su caudillo y en la Democracia pacifica su órgano, los socialistas cristianos, tales como el sacerdote católico Lamennais, el antiguo carbonario Buchex, los socialistas pequeñoburgueses como Sismondi, Buret, Pecquer y Vidal, sin olvidar la amena literatura, sobre la que de vez en cuando ciertas obras importantes, como las canciones de Beranger, o las novelas de Jorge Sand, proyectaban luces y sombras socialistas.

Pero lo característico de todos estos sistemas socialistas era que contaban siempre con el buen sentido y la benevolencia de las clases poseedoras, quienes esperaban poder convencer, por la propaganda pacífica y las armas de la persuasión, de la necesidad de las reformas o transformaciones sociales que predicaban. Y aun cuando todos ellos habían salido de los desengaños de la Gran Revolución, aborrecían la senda política que los había llevado a estos desengaños; era menester ayudar a las masas oprimidas, ya que ellas no podían ayudarse a sí mismas. Las sublevaciones obreras de la década del treinta habían fracasado todas, y la verdad era que sus caudillos más resueltos, hombres como Barbes y Blanqui, carecían de toda teoría socialista y de medios prácticos concretos para una revolución social.

Mas esto hacía que el movimiento obrero creciese rapidísimamente. Enrique Heine, con la mirada profética del poeta, expresaba del modo siguiente el problema planteado: «Los comunistas son el único partido de Francia que merece ser tomado en consideración sin reservas. La misma atención reclamaría yo para las ruinas del saint-simonismo, cuyos partidarios viven todavía, escudados bajo los más extraños nombres, y para los fourieristas, que siguen actuando y agitándose afanosamente. Pero a estos hombres honorables no les mueve más que el nombre, la cuestión social como tal cuestión, el concepto tradicional; no les impulsa la necesidad demoníaca, no son los siervos predestinados de los que se vale la suprema voluntad universal para realizar sus inmensos designios. Más tarde o más temprano, la familia dispersa de Saint-Simon y todo el estado mayor de los fourieristas se pasarán a las filas cada vez más nutridas de los ejércitos comunistas y, siguiendo el mandato de la áspera necesidad, asumirán el papel de los padres de la Iglesia». Estas líneas fueron escritas por Heine el 15 de junio de 1843, y aún no había transcurrido el año desde que fueran estampadas, cuando llegaba a París el hombre que, obedeciendo al mandato de la áspera realidad, habría de realizar lo que el poeta, en su lenguaje metafórico, esperaba de los saint-simonianos y de los fourieristas.

Aún no había salido de Alemania, seguramente, ni abandonado el terreno filosófico, cuando Marx condenaba la construcción del porvenir y la tendencia a plasmar conclusiones acabadas para todos los tiempos, a plantar banderas dogmáticas, votando también contra el parecer de esos «crasos socialistas» para quienes el ocuparse de cuestiones políticas era incompatible con la dignidad. Recordemos que decía que no bastaba que la idea clamase por hacerse realidad, sino que era necesario que la realidad gritase también por erigirse en idea, y en su doctrina se cumplía esta condición. Desde la represión de la última sublevación obrera en el año 1839, el movimiento obrero y el socialismo comenzaban a converger, partiendo de tres puntos distintos.

El primero era el partido democrático-socialista. Su socialismo no tenía nada de vigoroso, pues el partido se componía de elementos pequeñoburgueses y proletarios, y los tópicos inscritos en sus banderas: organización del trabajo y derecho al trabajo, eran otras tantas utopías pequeñoburguesas irrealizables dentro de la sociedad capitalista. En ésta, el trabajo se halla organizado como necesariamente tiene que estarlo en semejante tipo de sociedad: como trabajo asalariado que presupone la existencia del capital y que solo puede abolirse con éste. Lo mismo acontece con el derecho al trabajo, aspiración solamente realizable mediante la propiedad colectiva sobre los instrumentos de trabajo, es decir, con la abolición de la sociedad burguesa, en cuyas raíces se negaban solemnemente a meter el hacha los caudillos de este partido, Luis Blanc, Ledru-Rollin, Fernando Flocon, muy preocupados de no pasar por comunistas ni por socialistas.

Pero, por muy utópicas que fuesen las metas sociales que se proponía, este partido representaba, a pesar de todo, un notable avance, puesto que pisaba la senda política que habría de llevar a ellas. Este partido declaraba que toda reforma social sería imposible sin una reforma política, y que la conquista del poder político era la única palanca que podía salvar a las masas oprimidas. El partido democrático-socialista reclamaba la implantación del sufragio universal, y este postulado encontró vivo eco en el seno del proletariado, que, cansado ya de conspiraciones y golpes de mano, aspiraba a esgrimir armas más eficaces para sus luchas de clases.

Mayores eran las huestes que se congregaban en torno a la bandera del comunismo obrero desplegaba por Cabet. Cabet, que había empezado siendo jacobino, se pasó al campo del comunismo por la senda literaria, influido por la utopía de Tomás Moro. Cabet abrazaba esta doctrina abiertamente, con la misma decisión con que el partido democrático-socialista la repudiaba, si bien coincidía con él en cuanto afirmaba que la democracia política era necesaria como etapa de transición. Esto hizo que el viaje a Icaria, donde Cabet intentó delinear la sociedad del mañana, fuese mucho más popular que las geniales fantasías futuristas de Fourier, con las que aquella mezquina concepción no podía ni siquiera compararse.

Finalmente, del seno del propio proletariado empezaron a alzarse algunas voces claras y vibrantes, que denotaban inequívocamente que esta clase empezaba a salir de la tutela. Marx conocía ya a Leroux y a Proudhon, cajistas de imprenta ambos y pertenecientes, por lo tanto, a la clase obrera, desde los tiempos de la «Gaceta del Rin», donde había prometido estudiar a fondo sus obras. Su interés por estos autores se explica, a mayor abundancia, sabiendo que ambos pretendían entroncar con la filosofía alemana, aunque incurriendo los dos en grandes errores. De Proudhon nos dice el propio Marx que se pasaba largas horas, noches enteras a veces, pretendiendo explicarle la filosofía hegeliana. Permanecieron unidos durante algún tiempo, para separarse enseguida otra vez, pero al morir Proudhon, Marx reconoció de buen grado el gran impulso que su primera actuación había dado al movimiento y que había influido, indudablemente, en él mismo. En la obra primeriza de Proudhon, en la que, renunciando ya a toda utopía se somete a la propiedad privada —considerada como causa de todos los males sociales— a una crítica fundamental y despiadada, veía Marx la primera manifestación científica del proletariado moderno.

Todas estas corrientes encauzaron al movimiento obrero y lo llevaron a fundirse con el socialismo. Pero, además de estar en contradicción unas con otras, todas incurrían en nuevas contradicciones consigo mismas, cosa natural ya que estaban dando los primeros pasos. A Marx lo que más le interesaba, después del estudio del socialismo, era el estudio del proletariado. En julio de 1844, Ruge escribe a un amigo común de Alemania: «Marx se ha lanzado al comunismo alemán que bulle aquí; socialmente se entiende, pues mal podría encontrar nada interesante políticamente en estos tristes manejos. Una herida tan leve como la que aquí puedan inferirle estos aprendices y artesanos, que además no pasan de media docena, bien puede Alemania resistirla sin necesidad de tratamiento». Pronto habría de ver Ruge por qué Marx tomaba tan en serio «los manejos» de aquella «media docena de aprendices».

5. EL «VORWAERTS» Y LA EXPULSIÓN

Acerca de la vida personal de Marx en el destierro de París no poseemos grandes datos. Allí tuvieron el primer niño, una niña, y su mujer hizo un viaje para ver a su familia y presentársela. Marx seguía manteniendo el antiguo trato con los amigos de Colonia, quienes contribuyeron con una ofrenda de mil táleros a que este año fuese tan fecundo para él.

Marx mantenía estrechas relaciones con Enrique Heine, y contribuyó en su parte a que el año 1844 representase un punto de apogeo en la vida del poeta. Él fue quien lo ayudó a sacar de la pila bautismal el «Cuento de invierno» y la «Canción de los tejedores», así como las sátiras inmortales contra los déspotas de Alemania. Su trato con el poeta no fue largo, pero le guardó siempre fidelidad, a pesar de que los clamores escandalizados de los filisteos acerca de Heine eran todavía más fuertes que los que provocaba Herwegh; Marx calló incluso, generosamente, cuando el poeta, en su lecho de muerte, lo invocó de testigo falso para justificar la inocencia de la pensión anual que le había estado pasando el Gobierno de Guizot. Marx, que de muchacho había soñado en vano con ceñir a su cabeza el laurel de la poesía, guardó siempre una viva simpatía por el gremio de los poetas y una gran indulgencia para sus pequeñas debilidades. Entendía que los poetas eran seres raros a quienes había que dejar marchar libremente por la vida, y que no se les podía medir por el rasero de los otros hombres; no había más remedio que mimarlos un poco, si se quería que cantasen; con ellos, no valían las críticas severas.

Pero en Heine Marx no veía solo al poeta, sino que veía también al luchador. En la polémica entre Borne y Heine, que había acabado por ser, en aquellos días, una especie de piedra de toque de los espíritus, tomó resueltamente partido por el segundo. Decía que el trato necio que se le había dado a la obra de Heine sobre Borne por los asnos cristiano-germanos no tenía precedentes en ninguna otra época de la literatura alemana, con haber abundado en toda aquella fauna. A Marx no le desvió jamás de su camino el clamor que se alzaba contra la pretendida traición del poeta y que llegó a contagiar hasta a hombres como Engels y Lassalle, aunque fuese en su temprana juventud. «Nosotros no necesitamos de muchos signos para comprendernos», escribía Heine a Marx en una ocasión, disculpando «los enredosos garabatos de su escritura», pero la frase tenía un sentido más profundo que aquel en que se empleaba.

Marx estaba todavía sentado en los bancos de la escuela cuando Heine descubría ya, en el año 1834, que el «sentido liberal» de nuestra literatura clásica se revelaba «mucho menos entre los eruditos, los poetas y los literatos» que «en la gran masa activa, entre los artesanos y los industriales»; diez años más tarde, viviendo ya Marx en París, descubriría que «los proletarios, en su asalto contra lo existente, poseían como caudillos a los espíritus más avanzados, a los grandes filósofos». Para comprender en todo su alcance la libertad y la seguridad de este juicio, hay que saber que, hasta entonces, Heine había derramado sus sátiras más mordaces sobre aquellos políticos de mesa de café de los conventículos de emigrados, en los que Borne representaba el papel del gran tiranicida. Heine supo comprender el abismo de diferencia que había entre aquellas murmuraciones y la obra de Marx.

Lo que le atraía en Marx era el espíritu de la filosofía alemana y el espíritu del socialismo francés, su repugnancia irreductible contra la poltronería cristiano-germana, aquel falso teutonismo que quería modernizar un poco con sus tópicos radicales el ropaje de la vieja estupidez germánica. Los Massmann y los Venedey, que siguen viviendo en las sátiras de Heine, pisan sobre las huellas de Borne, por mucho que éste descollase sobre ellos en espíritu y en ingenio. Borne carecía de todo sentido para el arte y la filosofía, fiel a su célebre frase de que Goethe había sido un siervo en verso y Hegel un siervo en prosa. Pero no se crea que, al romper con las grandes tradiciones de la historia alemana, entroncaba por ninguna afinidad espiritual con las nuevas potencias culturales del occidente de Europa. Heine, por su parte, no podía renunciar a Goethe ni a Hegel sin destruirse a sí mismo, y se abalanzó sobre el socialismo francés con sediento afán, como sobre una fuente nueva de vida espiritual. Sus obras siguen viviendo frescas y lozanas, despertando la cólera de los nietos, como en su tiempo despertaran la de los abuelos; en cambio, las obras de Borne han caído en el olvido, y no tanto por el «trotecillo de can» de su estilo como por su tenor.

«No me había imaginado a Borne, a pesar de todo, tan repugnante ni tan mezquino», dice Marx, saliendo al paso de los chismes y murmuraciones que hacía correr contra Heine cuando todavía eran amigos, y que los herederos literarios de aquel fueron lo bastante torpes como para publicar, arrancándolos al secreto de sus papeles póstumos. Sin embargo, Marx, pese a todo, no hubiera puesto en duda el carácter indiscutiblemente honrado del murmurador si hubiera llegado a escribir acerca de esta polémica, como era su interés. No hay en la vida pública, seguramente, jesuitas mayores que esos radicales ilimitados y apegados a la letra que, embozándose en el manto delgado de sus virtudes, no retroceden ante ninguna sospecha, cuando se trata de poner en duda la honradez de los espíritus más capaces y más libres, a quienes es dado penetrar en las profundas raíces de la vida histórica. Marx estuvo siempre al lado de estos y nunca junto a aquellos; conocía a fondo, por propia experiencia, a esa raza cargada de virtudes.

Años más tarde, Marx hablaba de algunos «aristócratas rusos» que lo habían llevado en palmitas en París, durante su destierro, aunque añadiendo que no era precisamente para envanecerse. La aristocracia rusa, decía, se educaba en las Universidades alemanas y se iba a París a pasar los años de juventud. Por todas partes acechaba afanosamente, buscando los mayores extremismos que podía ofrecerle la civilización occidental, lo cual no era obstáculo para que en cuanto entraban al servicio del Estado se portasen como unos bandoleros. Al decir esto, Marx debía de aludir a un tal conde Tolstoy, agente secreto del Gobierno ruso, o a otros pájaros parecidos; no quería aludir, con seguridad, a aquel aristócrata ruso en cuya formación espiritual tanto influyó él por aquellos tiempos: Miguel Bakunin. Éste confesó el ascendiente en momentos en que ya sus caminos se habían separado radicalmente; en el pleito Marx y Ruge, Bakunin tomó partido resueltamente a favor de Marx y en contra de Ruge, que había sido hasta entonces su protector.

Este pleito volvió a encenderse en el verano de 1844, ahora de un modo público. En París publicábase, desde principio de año, bisemanalmente, el Vorwaerts, periódico que no tenía, por cierto, un origen muy selecto. Lo había creado para sus fines un tal Enrique Bornstein, personaje que se dedicaba a negocios de teatro y de réclame (publicidad), poniendo como contribución una abultada propina que había recibido del compositor Meyerbeer; por Heine sabemos cuánta importancia daba a la réclame en gran escala, sin duda porque necesitaba de ella, este músico palaciego prusiano, tan aficionado a vivir en París. Pero, como buen comerciante que era, el fundador del periódico creyó oportuno tender sobre él una capita patriótica y puso al frente de su dirección a Adalberto van Bornstedt, un antiguo oficial prusiano, a la postre espía universal, confidente de Metternich y agente a sueldo del Gobierno de Berlín, todo en una pieza. El hecho es que, al aparecer los «Anales franco-alemanes», el Vorwaerts los saludó con una salva de insultos, que no sabe uno cómo calificar más acertadamente, si de estupidez o de repugnante.

Pero el negocio, a pesar de sus buenas partes, no prosperaba. Para sacar adelante una expeditiva fábrica de traducciones creada por Bornstein, cuya misión era poner a disposición de los teatros alemanes, con una increíble celeridad, las últimas novedades de la escena parisina, no hubo más remedio que buscar el modo de denostar a los jóvenes talentos dramáticos de Alemania, lo cual exigía a su vez, si se quería conseguir lo que se buscaba acerca de los buenos burgueses, ahora en rebeldía, que el periódico balbuciese algo de «progreso moderado», renunciando a los «extremismos» de izquierda y de derecha. En la misma situación de necesidad se encontraba el propio Bornstedt, si no quería alarmar a los círculos de emigrantes, en los que tenía que seguir bulléndose, con aire sospechoso, para poder cobrar su sueldo de confidente. Pero el Gobierno prusiano fue tan ciego que no comprendió sus propias necesidades, ni los esfuerzos de los que pretendían salvarlo, y prohibió la circulación del Vorwaerts en sus territorios, medida que trasplantaron también a sus otros gobiernos alemanes. En vista de esto, Bornstedt renunció, a comienzos de mayo, a seguir representando la comedia, pero no así Bornstein. Este quería sacar adelante sus negocios fuera como fuese, y se dijo, con esa sangre fría del especulador avezado, que ya que el Gobierno de Prusia prohibía el periódico, no había más camino que aderezarlo con todas las especias propias de un periódico clandestino, que ya el buen burgués se las arreglaría para recibirlo por debajo de cuerda. Vio, pues, el cielo abierto cuando el exaltado y juvenil Bernay le ofreció un artículo salpimentado y, después de algunas escaramuzas, le encomendó al articulista la dirección literaria del periódico, en la vacante del ex oficial prusiano. A falta de otro periódico, empezaron a colaborar también en él diversos emigrados, pero sin connivencia alguna con la redacción, cada cual bajo su propia y exclusiva responsabilidad.

Entre los primeros que acudieron, estaba Ruge. También este tuvo, al principio, unas cuantas escaramuzas, firmados con su nombre, con Bornstein, en los cuales llegó incluso a defender los artículos publicados por Marx en los «Anales franco-alemanes», como si estuviese plenamente identificado con él. Dos meses después de esto, volvió a publicar otros dos artículos, un par de acotaciones breves acerca de la política prusiana, y un largo artículo lleno de murmuraciones sobre la dinastía de Prusia, en el que hablaba del «rey bebedor» y de la «reina coja», de su matrimonio «puramente espiritual», etcétera. Estos artículos ya no aparecían firmados con su nombre, sino por «un prusiano», lo que podía echar sobre los hombros de Marx su paternidad. Ruge era concejal en Dresde, y así había sido inscrito en la embajada sajona de París; Bernay era bávaro, del palatinado renano; mientras que Bornstein era natural de Hamburgo; aunque había vivido mucho en Austria, no había residido jamás en Prusia.

¿Qué fines perseguía Ruge con aquella firma confusionista puesta al pie de su artículo? No es posible saberlo ya, hoy. Lo cierto es que se había ido despertando en él, como revelan sus cartas a sus amigos y parientes, un odio furioso contra Marx, a quien cubría de insultos, tales como un «verdadero miserable», «judío desvergonzado», y otros por el estilo; otro hecho indiscutible es que, dos años más tarde, dirigía una súplica arrepentida al ministro prusiano del Interior, delatando a sus compañeros de destierro en París y echando encima de estos «jóvenes anónimos», a sabiendas de que mentía, los pecados cometidos por él mismo desde el Vorwaerts. Mas cabe también, a pesar de todo, que Ruge firmase así sus artículos para dar mayor fuerza y evidencia a sus afirmaciones sobre la política prusiana. En este caso, cometía, por lo menos, una gran ligereza, y se comprende que Marx se apresurase a parar el golpe del pretendido «prusiano».

Lo hizo, naturalmente, de una manera digna de él. Tomando pie de las dos o tres observaciones más o menos objetivas que Ruge había hecho acerca de la política prusiana, despachó aquel largo artículo lleno de murmuraciones antidinásticas con esta nota, puesta al pie de su réplica: «Razones especiales me obligan a declarar que el presente artículo es el primero que entrego a las columnas del Vorwaerts«. Fue el primero y, dicho sea de paso, el último también.

El problema que en el fondo se debatía era la sublevación de los tejedores silesianos en el año 1844, que Ruge había calificado de suceso sin importancia; habíale faltado, decía, el alma política, y sin alma política no cabía revolución social. Marx replicaba, con razones que ya había expuesto, sustancialmente, en su artículo sobre la cuestión judía. El poder político no podía curar ningún mal social, por la sencilla razón de que al Estado no le era dado cancelar situaciones de las que él mismo era un producto.

Marx se volvía severamente contra el utopismo, afirmando que era una quimera querer realizar el socialismo sin revolución, pero se volvía también, y no con menos rigor, contra el blanquismo, haciendo ver que la inteligencia política engañaba al instinto social cuando lo quería hacer avanzar por medio de pequeñas intentonas estériles. Marx explica en este artículo, con concisión epigramática, lo que es la revolución: «toda revolución cancela la vieja sociedad; en este sentido, toda revolución es social. Toda revolución derroca el poder antiguo, y al hacerlo, toda revolución es política». No tenía sentido hablar, como Ruge, de una revolución social con alma política; lo racional era exigir una revolución política con alma social. La revolución de por sí —el derrocamiento del poder existente y la cancelación de las condiciones tradicionales— era un acto político. El socialismo necesitaba de este acto político, en cuanto necesitaba que lo existente se destruyese y cancelase. Pero allí donde comenzaba su actividad organizadora, donde apuntaba su fin en sí, su alma, el socialismo desgarraba ya la envoltura política.

Con estas ideas, Marx volvía a empalmar con el artículo sobre la cuestión judía y pronto la sublevación de los tejedores silesianos vino a confirmar lo que había dicho acerca de la languidez de la lucha de clases en Alemania. Su amigo Jung le había escrito desde Polonia que en la «Gaceta de esta ciudad había ahora más comunismo que antes en la del Rin»; que aquel periódico había abierto una suscripción para las familias de los tejedores caídos y presos, y que con el mismo fin se habían recaudado cien táleros entre los funcionarios principales y los comerciantes más ricos de la ciudad, en una comida de despedida dada al Presidente del Gobierno; que por todas partes se despertaban en la burguesía grandes simpatías hacia los rebeldes peligrosos; «lo que en usted era, hace todavía unos cuantos meses, una posición audaz y completamente nueva, se ha convertido casi en la evidencia del lugar común».

Marx ponía de relieve aquel movimiento general de opinión, favorable a los tejedores, contra el menosprecio del que Ruge hacia objeto a su sublevación. «Pero la pequeña resistencia de la burguesía contra las tendencias y las ideas sociales» no le movía a engaño. Preveía que el movimiento obrero ahogaría las simpatías y los conflictos en el seno de las clases gobernantes, conjurando sobre su cabeza, tan pronto como consiguiese un poder decisivo, la hostilidad toda de la política. Marx ponía al desnudo la profunda diferencia que mediaba entre la emancipación burguesa y la emancipación proletaria, demostrando que aquella era un producto del bienestar social, mientras que ésta era fruto de la miseria social. El vacío existente entre la comunidad política y el Estado era, según él, la causa de la revolución burguesa, el aislamiento entre el ser humano y la comunidad de los hombres, la raíz de la revolución proletaria. Y como el aislamiento de este ser y de esta comunidad era incomparablemente más completo y más irresistible, más espantoso, más preñado de contradicciones que el aislamiento de la comunidad política, su extirpación, aunque no fuese más que como fenómeno parcial, como había acontecido en la sublevación de los tejedores silesianos, tenía mucho más de infinito; del mismo modo que el hombre tenía más de infinito que el ciudadano, miembro del Estado, y la vida humana mucho más que la vida política.

Partiendo de esta premisa, era natural que Marx juzgase aquella sublevación de un modo muy de otro modo que Ruge.

«En primer lugar, hay que traer al recuerdo la canción de los tejedores, este audaz estandarte de lucha, en el que el proletariado grita desde el primer instante de un modo violento, tajante, acerado, despiadado, su incompatibilidad con la sociedad de la propiedad privada. El alzamiento silesiano comienza precisamente por donde terminan los alzamientos franceses e ingleses, por la conciencia de lo que es el proletariado. Los tejedores sublevados no destruyen solamente las máquinas, rivales del obrero, sino que destruyen también los libros comerciales, los títulos de la propiedad; y mientras que todos los demás movimientos se enderezaban, en un principio, contra el señor industrial exclusivamente, contra el enemigo visible, éste se vuelve a la par contra el banquero, contra el enemigo solapado. Finalmente, no ha habido un solo alzamiento obrero inglés que se llevase con tanta bravura, serenidad y perseverancia».

A este propósito, Marx recordaba los geniales escritos de Weitling, tan superiores en ciertos respectos, teóricamente, a los de Proudhon, aunque en su ejecución les fuesen a la zaga. «¿Dónde podía presentar la burguesía —sin excluir a sus filósofos ni a sus eruditos— una obra semejante a la de Weitling: Garantías de la armonía y la libertad, respecto a la emancipación de la burguesía, su emancipación política?» Si se compara la tímida y pagada mediocridad de la literatura política alemana con estos comienzos literarios gigantescos y brillantes de los obreros alemanes; si se comparan estos gigantescos zapatos de niño del proletariado con la insignificancia de los zapatos políticos rotos de la burguesía alemana, hay que profetizar una talla atlética a nuestra Cenicienta. Marx llama al proletariado alemán el teórico del proletariado europeo, reservando al inglés el título de su economista y al francés el de su político.

La posteridad ha confirmado el juicio de Marx acerca de la obra de Weitling. Era una obra genial para su época, tanto más genial si se considera que el sastrecillo alemán abrió el cauce a la inteligencia del socialismo y el movimiento obrero, adelantándose a Luis Blanc, a Proudhon, y más eficazmente que ellos. Lo que hoy nos sorprende es lo que Marx dice acerca de la significación histórico del alzamiento de los tejedores silesianos. Le atribuye tendencias que le eran manifiestamente ajenas, y Ruge, presentando el movimiento como una simple rebelión nacida del hambre, parece enfocarlo mucho más certeramente que él. Y sin embargo, vuelve a revelársenos aquí, de un modo más contundente, lo que ya habíamos visto en la disputa en torno a Herwegh, a saber: que lo peor que puede ocurrirle a los filisteos al enfrentarse con el genio es tener razón. Pues, en fin de cuentas, un corazón grande vence siempre sobre una inteligencia pequeña.

Aquella «media docena de aprendices» de la que Ruge hablaba tan desdeñosamente, mientras Marx se aplicaba con celo a su estado, habíanse organizado en la Liga de los Justicieros, formada allá por la década del treinta, cuando se desarrolló en Francia el movimiento de las sectas, viéndose complicada en su última derrota del año 1839. Esta derrota fue beneficiosa en cierto modo para la Liga, puesto que los elementos desperdigados batidos por ella, no volvieron a reunirse en su viejo centro de París, sino que trasplantaron la organización a Inglaterra y a Suiza, donde la libertad de reunión y de asociación les brindaba un margen mayor de acción, infundiendo a estas ramas desprendidas mayor fuerza que al viejo tronco. El grupo de París estaba bajo la dirección de Hermann Ewerbeck, un alemán de Danzig, traductor de la utopía de Cabet y apresado entre las redes del utopismo moralizante de este autor. Weitling, que dirigía la agitación del grupo en Suiza, estaba muy por encima de él en potencia espiritual, y, por lo menos en cuanto a decisión revolucionaria, le ganaban también los jefes londinenses de la Liga: el relojero José Moll, el zapatero Enrique Bauer y Carlos Schapper, un antiguo estudiante de la escuela forestal, que se ganaba la vida unas veces como cajista de imprenta y otras veces como profesor de idiomas.

Marx debió de tener noticia, por primera vez, de la «impresión imponente» que causaban estos «tres hombres de verdad» por Federico Engels, quien le visitó en París en septiembre de 1844, de paso por esta capital, donde permaneció diez días en contacto con él. Durante esta visita, Marx y Engels pudieron comprobar los muchos puntos de coincidencia que había entre sus ideas, como ya habían revelado sus respectivos artículos en los «Anales franco-alemanes». Contra estas concepciones se había declarado posteriormente su amigo de otros tiempos, Bruno Bauer, en un periódico literario fundado por él, y su crítica llegó a conocimiento de ambos precisamente por los días en que estaban reunidos. Se decidieron sin más dilaciones a contestarle, y Engels puso inmediatamente por escrito lo que habría de decir. Pero Marx, fiel a su modo de ser, tomó el asunto más por lo profundo de lo que en un principio había pensado, y después de un trabajo esforzado de varios meses, reunió veinte pliegos impresos, a los que puso fin en enero de 1845, al tiempo que finalizaba también su estancia en París.

Al hacerse cargo de la dirección del Vorwaerts, Bernay arremetió firmemente contra el «conglomerado cristiano-germano» de Berlín, sin pararse en delito de «lesa majestad». Por su parte, Heine no cesaba de disparar sus flechas encendidas contra el «nuevo Alejandro» sentado en el trono de Berlín. La monarquía legítima hacía llover peticiones sobre la porra policiaca de la monarquía burguesa ilegítima, para que se descargara con un acto de fuerza sobre el periódico. Pero Guizot era duro de oído; a pesar de todas sus ideas reaccionarias, era un hombre culto y sabía además, la alegría que iba a dar a la solapada oposición si se prestaba a servir de mastín de los déspotas prusianos. Pero empezó a ablandarse cuando el Vorwaerts publicó un «infame artículo» acerca del atentado del burgomaestre Tschech contra Federico Guillermo IV. Después de tratar el asunto en el Consejo de Ministros, Guizot se mostró dispuesto a proceder contra el Vorwaerts por dos conductos: por la vía policiaca, deteniendo al redactor responsable del periódico por no haber prestado la garantía necesaria, y por la vía penal, procesándolo por instigación al regicidio.

En Berlín dieron su conformidad a la primera medida, pero, una vez que se hubo ejecutada, resultó ser una oportunidad perdida; Bernay fue condenado a dos meses de cárcel y a trescientos francos de multa, por no haber prestado la garantía exigida por la ley; pero el Vorwaerts declaró inmediatamente que en lo sucesivo se publicaría como revista mensual, para lo cual no se exigía garantía alguna. En cambio, el Gobierno de Berlín desechó resueltamente el segundo ofrecimiento, inducido por el temor, probablemente fundado, de que el jurado de París no se prestase a violentar su conciencia por hacerle un favor al rey de Prusia. Los prusianos siguieron intrigando con Guizot para que se expulsase de Francia a los redactores y colaboradores del periódico.

Después de largas y trabajosas negociaciones, el ministro francés se rindió a discreción, gracias —como por entonces se dijo y como Engels subrayó, muchos años más tarde, en su discurso sobre la tumba de la mujer de Marx— a la fea mediación de Alejandro de Humboldt, emparentado con el ministro prusiano de Negocios Extranjeros. Últimamente, ha pretendido lavarse la memoria de Humboldt de esta acusación, con el pretexto de que en los archivos prusianos no ha aparecido huella alguna de aquellas negociaciones, pero esto no prueba mucho, en primer lugar porque los documentos acerca de este triste asunto no se han conservado completos, y en segundo lugar porque de estas cosas no suele dejarse testimonio escrito. Todo lo que han aportado de realmente nuevo las investigaciones hechas en los archivos demuestra más bien que tuvo que mediar necesariamente un acto decisivo entre bastidores. Con quien más furiosos estaban en Berlín era con Heine, que había publicado en el Vorwaerts once de sus más aceradas sátiras contra el régimen prusiano y contra el propio rey. Pero Heine era precisamente, para Guizot, el punto más delicado del asunto. Tratábase de un poeta de fama europea, a quien los franceses consideraban casi un prestigio nacional. Esta grave objeción de Guizot debió contársela en el oído al embajador prusiano en París —ya que el propio Guizot no la habría de expresar en persona— algún pajarito, pues el 4 de octubre el señor embajador comunicaba de pronto a Berlín que no creía que hubiera razones para considerar como miembro de la redacción del periódico a Heine, el cual solo había publicado en sus columnas dos poesías, y en Berlín no pusieron reparo alguno.

Gracias a esto, Heine quedó al margen de la maniobra, pero en cambio se dio la orden de expulsión, con fecha 11 de enero de 1845, contra una serie de emigrados alemanes por haber escrito en el Vorwaerts, o simplemente por sospecharse que lo habían hecho. Entre los expulsados se encontraban Marx, Ruge, Bakunin, Bornstein y Bernay. Algunos de ellos pudieron salir a flote; Bornstein obligándose a renunciar a toda ulterior intervención en el periódico. Ruge subiendo y bajando escaleras, visitando al embajador de Sajonia y a varios diputados franceses para convencerlos de que era un súbdito sumiso y leal. Estos manejos no estaban hechos, naturalmente, para Marx, que trasladó su residencia a Bruselas.

Su destierro en París había durado poco más de un año, pero, por ser tan corto, había sido la etapa más importante de sus años de aprendizaje y peregrinación; rica en sugestiones y experiencias, más rica todavía por la conquista de un compañero de armas, aquel del que tanto necesitaba, más y más cuanto más tiempo transcurría, para dar cima a la gran obra de su vida.

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