Camaradas del periódico Revolución Obrera:
Quiero felicitarlos por su labor y hacerles llegar unas reflexiones que si consideran contribuyen a su propósito pueden publicar con las correcciones que ameriten.
La situación de Colombia es día a día más difícil para el pueblo. Los índices de pobreza aumentan de manera imparable; el desempleo agrava diariamente las relaciones sociales aumentando la violencia que va desde los asesinatos por robo de celulares, los asaltos a pequeños negocios de barrio y almacenes, hasta aberrantes casos de crímenes por violación a menores y mujeres jóvenes y adultas con métodos que sobrepasan lo racionalmente humano. A pesar de la cantaleta sobre la paz, la violencia política no cesa, se mantienen los grupos armados de derecha y de «izquierda», conservando los métodos que tradicionalmente han empleado como el secuestro, el desplazamiento, las desapariciones y el asesinato. A esto se agrega el surgimiento de diversos grupos de delincuentes urbanos los cuales se convierten en un peso más contra el pueblo pues tiene que esquivar diariamente la acción vandálica y criminal de estos sujetos. La paz de la que hablan gobernantes, jefes guerrilleros y politiqueros es una mentira ante la cruda realidad de las desigualdades sociales.
Se podría escribir muchísimas páginas describiendo la dura situación que padece el pueblo colombiano; sin embargo, quiero aprovechar estas notas para decir unas cuantas palabras acerca del mal que desde hace muchísimos años carcome el país, este es la corrupción. Problema que ha puesto al país en el ojo de la mira internacional al ocupar el puesto 90 de 176 países analizados por la ONG Transparencia. La corrupción ha generado un gran desfalco al presupuesto de la nación, afectando cada vez más el gasto público, lo cual ha repercutido gravemente en la calidad de vida de la población, aumentando los índices de pobreza, deserción escolar, violencia intrafamiliar, muertes por desnutrición, etc.
La corrupción ha puesto al descubierto la profunda descomposición y putrefacción del Estado colombiano, todas sus instituciones están infestadas de este mal, sus funcionarios de alto y medio rango involucrados hasta el cuello por actos de malversación de fondos, tráfico de influencias, prevaricatos, coimas y demás prácticas que tradicionalmente se han dado, pero que actualmente han generado los más grandes escándalos del país como Reficar y Odebrech, por no mencionar los sonados por estos días, como el del zar anticorrupción corrupto, o del pillo jefe de seguridad de Medellín, ficha de la «oficina de Envigado».
Todos los gobiernos que han dirigido los destinos del país han estado involucrados en este endémico mal, desde el periodo de la guerra de los mil días, cuando por intereses propios de la burguesía lacaya, durante el gobierno del Partido Conservador, se permitió en 1903 la separación de Panamá, uno de los departamentos más importantes de Colombia. También el gobierno del ultra reaccionario conservador Laureano Gómez, quien al pretender aislar a los liberales del poder, apoyó y benefició a sus copartidarios mediante diversas prebendas, estimuló no solo la corrupción en diferentes formas y métodos sino que además atizó la llama de la violencia que prendió fuego primero en la capital y luego a lo largo y ancho del territorio colombiano. Se impuso posteriormente el gobierno del general Rojas Pinilla —»a disgusto de él», dicen los historiadores— quien aprovechó al máximo el poder totalitario y en abierto abuso de éste, entregó puestos y enriqueció a sus viles lacayos quienes se hincaron ante él cual humilde equino y manceba meretriz. Y esa historia se ha repetido tantas veces que ya no es posible contarla con los dedos de las manos y los pies.
La corrupción ha permanecido en la sociedad colombiana, o más bien la han mantenido personajes abusadores, ladrones torpes, mandatarios mediocres y asesinos todos ellos. El presidente Julio Cesar Turbay Ayala podría decirse es de los más claros ejemplos que personifican estas características de las clases dominantes colombianas; su desfachatez se vio expresada en una de sus aburridas alocuciones cuando dijo: «Tenemos que reducir la corrupción a sus justas proporciones», asegurando así la pervivencia de este mal generación tras generación; ya que no se trataba siquiera de hacer demagogia con anuncios de combatirla, sino de hacerla tolerable, moldeable y naturalizarla, obviamente en la casta politiquera organizada en los partidos vestidos de diferentes colores.
Sin embargo la corrupción se anidó, se protegió, se crio y desarrolló de forma tal que pareciera haberse invertido el iceberg de este mal y que su punta estuviera adentro en la historia del país, dando la sensación que los escándalos o más bien los numerosos y gigantes hechos de corrupción develados hace escasos veinte años hasta hoy fueran los únicos, pero no es cierto. La historia de la dominación de la burguesía y los terratenientes, socios y lacayos del imperialismo es también la historia de la corrupción y no hay gobierno que se salve. Esto es una evidencia de la descomposición más plena y completa del sistema capitalista desde principios del Siglo XX y, naturalmente de todas las clases explotadoras y opresoras, como del Estado colombiano, su representante.
A esto se agrega el contubernio del gobierno, ya no solo con los dueños de la bolsa, la empresa, el comercio y la tierra, sino el entronque con la mafia en toda la vida económica, social y política desde los años setenta del siglo pasado. Una alianza criminal a propósito de la cual el expresidente Carlos Lleras Restrepo advirtió, y no sin hipocresía (no se puede olvidar que Lleras durante su gobierno creó el nuevo foco de corrupción llamado auxilios parlamentarios), que de consumarse tal maridaje, hasta la sal se pudriría y le costaría a la sociedad lágrimas de sangre. En efecto, en la vida política se impusieron la sicología y los métodos del pillo, del ladrón, del narco… cuya única ética es obtener los propósitos que le exigen sus viles y depravados intereses burgueses, los cuales no son más que el fin del insaciable lucro sin importarle pasar por encima de la sociedad entera. De esa ética son producto la quiebra de innumerables hospitales y la consecuente muerte de pacientes de origen humilde, el robo descarado de grandes cantidades de dinero de los programas de beneficencia sin importarles nada la suerte de miles de niños del pueblo que mueren de sed y hambre como en La Guajira, o la entrega de territorios a compañías imperialistas que destruyen las fuentes de agua y la vida misma.
Las clases explotadoras y opresoras se han alimentado históricamente de la corrupción, convirtiéndola en cultura, haciéndola parte de la vida cotidiana. Desde del presidente y sus ministros, hasta los funcionarios de más bajo rango, pasando por las altas cortes, se venden al mejor postor, reciben sobornos y cobran tajadas convirtiendo el Estado en un pestilente burdel e impregnando la sociedad entera y al ciudadano común que también recurre a la trampa sutil, como adjuntar el billete entre los documentos para acceder a un título, a un predio, o librarse de un comparendo, etc., etc.
La corrupción no se enfrenta ni se combate firmando planillas como proponen en la actualidad algunas gentes honradas y otros chanchulleros y corruptos politiqueros. Esta medusa con tantas miles de cabezas es tan fuerte que se traga esas firmas y queda pidiendo más. Es tan inofensiva que solo sirve para embellecer la política burguesa; es un método tan simple, trivial y vano que lo único que logra es dejar tal y como está la estructura política e ideológica del Estado, refinando el comportamiento de los politiqueros y la burocracia estatal sin tocar la base de la estructura capitalista, sin extirpar la cabeza central de la medusa; es un método que en últimas termina sirviendo a los mismos politiqueros que aspiran a llegar al establo parlamentario o escalar en los puestos del Estado para que todo siga igual: no es gratuito que la lucha contra la corrupción haya sido bandera de criminales, narcotraficantes, paramilitares y corruptos como Uribe, una parte de cuyos secuaces fueron condenados o se encuentran perseguidos por la justicia acusados de robo, peculado, parapolítica y otros delitos.
Por muy buenas intenciones que tengan los impulsores de las firmatones contra la corrupción y la moralización de las instituciones, terminan sirviendo y avalando los politiqueros de reserva, contribuyendo a garantizarles votos en las próximas elecciones para llegar al Estado burgués terrateniente y pro-imperialista; ese es su trampolín electoral para alcanzar las alturas de la corrupción misma, anidar allí y mantenerla para bien de ellos mismos y el desangre del pueblo colombiano.
Solo con la decidida y organizada lucha revolucionaria del pueblo se podrá limitar el poder de la corrupción como enseñó el pueblo en Rumania hace unos meses, rebajar el salario de los parlanchines del Congreso y altos burócratas, así como castigar a los corruptos con la cárcel e impedirles ocupar cualquier cargo público de por vida.
Solo la lucha revolucionaria del pueblo eliminará realmente la corrupción; solo con el proletariado aliado al campesinado pobre el pueblo arrasará de una vez por todas con ese histórico mal; solo el pueblo dirigido por un verdadero y autentico partido revolucionario, fiel a los intereses de la clase obrera y el pueblo en general, se acabará con la corrupción; pero sobre todo se exterminará radicalmente de nuestro territorio y de la faz de la tierra este vetusto, maloliente, herrumbroso y nauseabundo sistema putrefacto, el capitalismo; sistema que ha creado la parasita y depravada clase burguesa explotadora, aliada de los terratenientes y los imperialistas, clase que apoyada en tantos métodos como la corrupción ha impedido el desarrollo y desfrute del pueblo de la infinita riqueza que éste diariamente produce.
Como ya lo han señalado los camaradas del periódico Revolución Obrera, la auténtica y radical revolución proletaria es el camino a seguir, no existe otro.
Con saludos revolucionarios,
Darío P.