CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XIX)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XIX) 1


Hacemos una nueva entrega de biografía de Carlos Marx, escrita por Franz Mehring. Es continuación del Capítulo VII, donde el autor relata las vicisitudes en que fue escrito y publicado uno de los más importantes ensayos de materialismo histórico, convertido años más tarde en una obra clásica del marxismo que todo obrero consciente debe conocer. Se trata de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte.


CAPITULO VII

DESTERRADO EN LONDRES

5. EL 18 BRUMARIO

José Weydemeyer, el viejo amigo de Bruselas, había pasado los años de la revolución luchando denodadamente desde la redacción de un periódico democrático de Frankfurt. Pero el periódico había sido suprimido por la contrarrevolución, cada vez más insolente, y desde que la policía descubrió la Liga Comunista, entre cuyos afiliados más entusiastas estaba él, Weydemeyer tenía a los sabuesos pisándole los talones.

Al principio se ocultó «en una tranquila taberna de Sachsenhausen», dispuesto a esperar que pasara la tormenta y a emplear su ocio en redactar una economía política vulgarizada para el pueblo; pero la atmósfera, lejos de limpiarse, se iba recargando cada vez más, y «a la larga, ni el diablo podía soportar aquello de andar escondido, deambulando por los rincones». Como hombre casado y padre de dos criaturas, no le ofrecían grandes perspectivas para salir adelante Suiza ni Londres, razón por la cual se decidió a emigrar a Estados Unidos.

Marx y Engels se resistían a perder de vista al fiel amigo. Era en vano que Marx se estrujase el cerebro buscando el modo de ubicarlo como ingeniero, geómetra de los ferrocarriles o lo que fuera, «pues una vez allí, al otro lado del charco, ¿quién nos garantiza que no vas a perderte en el Far-West? No nos sobran los buenos elementos y la gente capacitada, para que vayamos a dejarte ir tan tranquilamente». Sin embargo, si no podía ser de otro modo, también tenía sus ventajas el poseer un representante inteligente y capaz de la causa comunista en la metrópoli del Nuevo Mundo. «Una persona solvente como él es precisamente la que nos faltaba en Estados Unidos, y al fin y al cabo Nueva York también está en el mundo, y Weydemeyer es un hombre del que uno puede estar seguro de encontrar siempre que se lo necesite», escribía Engels. Aprobaron, entonces, los planes del amigo y el 29 de septiembre Weydemeyer embarcaba en el Havre para llegar a Nueva York, después de una tormentosa travesía de alrededor de cuarenta días.

El 31 de octubre, Marx le había enviado ya una carta aconsejándole que se estableciera como editor, para publicar en tiradas aparte los mejores artículos de la Nueva Gaceta del Rin y de su revista. Cuando Weydemeyer, después de maldecir en todos los idiomas a aquel espíritu mercantilista que en ningún lado de la tierra imperaba con tan repugnante desnudez como en el Nuevo Mundo, le notificó que ya a comienzos de enero esperaba poder lanzar un semanario bajo el título de Revolución, y que le rogaba que le enviaran rápidamente trabajos, Marx, todo fuego y pasión, se apresuró a agitar a todas las plumas comunistas, empezando por la de Engels, avisó a Freiligrath, del que Weydemeyer deseaba sobre todo una poesía, y comprometió también a Eccarius, a Weerth y a los dos hermanos Wolff. Criticó a Weydemeyer que en los anuncios de su revista no hubiese puesto también el nombre de Guillermo Wolff: «Ninguno de nosotros posee un estilo tan popular como el suyo. Es un hombre extraordinariamente modesto; razón de más para evitar cuidadosamente toda apariencia de que se prescinde o se cree poder prescindir de su colaboración». En cuanto a él, le anunciaba, además de un extenso estudio sobre una reciente obra de Proudhon, un trabajo acerca del «18 brumario de Luis Bonaparte», comentando el golpe de Estado bonapartista del 2 de diciembre, que constituía por entonces el gran acontecimiento de la política europea y que había desencadenado una serie inacabable de publicaciones.

Entre ellas, había dos principalmente que se habían hecho famosas, generándole a sus autores ingresos considerables; el propio Marx habría de explicar más tarde las diferencias que separaban a estos comentarios del suyo, en los términos siguientes: «El Napoleon le Petit, de Víctor Hugo, se limita a lanzar unas cuantas diatribas crudas e ingeniosas contra el editor responsable del golpe de Estado. El hecho en sí mismo es, para él, como un rayo que bajara del límpido cielo. No ve en él más que un acto despótico, obra del arbitrio individual de una persona. No advierte que, con esto, lo que hace es engrandecer a esa persona en vez de empequeñecerla, reconociéndole un poder personal de iniciativa que no tendría paralelo en la historia del mundo. Por otra parte, el Coup d’État de Proudhon pretende explicar el golpe de Estado como producto de una evolución histórica que lo precede. Pero, sin saber cómo, resulta que la construcción histórica del golpe de Estado se convierte entre sus manos en una apología histórica del héroe de la jornada. Cae en el vicio de todos esos historiadores que se proclaman objetivos. Yo demuestro por el contrario, que la lucha de clases creó en Francia condiciones y circunstancias que le permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe». Al publicarse, la obra de Marx pareció una pobre cenicienta, al lado de sus encumbradas hermanas, pero hoy estas ya no son más que polvo y ceniza, mientras que la de Marx resplandece con la luz de lo imperecedero.

En este trabajo, en el que destellan el espíritu y el ingenio, se aplica, una maestría a la que nadie hasta entonces había llegado, la concepción materialista de la historia para investigar hasta los más recónditos fondos de un suceso contemporáneo. La forma no desmerece en nada al contenido. Todo es maravilloso en este libro. Empezando por el parangón magnífico de las primeras páginas:

Las revoluciones burguesas, como la del siglo XVIII, avanzan arrolladoramente de éxito en éxito, sus efectos dramáticos se atropellan, los hombres y las cosas parecen iluminados por fuegos de artificio, el éxtasis es el espíritu de cada día; pero estas revoluciones son de corta vida, llegan enseguida a su apogeo y una larga depresión se apodera de la sociedad, antes de haber aprendido a asimilarse serenamente los resultados de su período impetuoso y agresivo. En cambio, las revoluciones proletarias como las del siglo XIX, se critican constantemente a sí mismas, se interrumpen continuamente en su propia marcha, vuelven sobre lo que parecía terminado, para comenzarlo de nuevo, se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos, parece que solo derriban a su adversario para que éste saque de la tierra nuevas fuerzas y vuelva a levantarse más gigantesco frente a ellas, retroceden constantemente aterradas ante la vaga enormidad de sus propios fines, hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás y las circunstancias mismas gritan: ¡Hic Rhodus, hic salta! ¡Aquí está la rosa, ahora a bailar!»

Y acabando con aquellas palabras proféticas y contundentes del final: «Cuando por fin el manto imperial caiga en los hombros de Luis Bonaparte, la estatua de bronce de Napoleón se vendrá a tierra desde lo alto de la columna de Vendóme».

¡Y en qué condiciones produjo esta obra admirable! El que Weydemeyer tuviera que «parar» su semanario por falta de recursos, a partir ya del primer número, no era lo peor. «La crisis de trabajo —escribía desde Estados Unidos— que reina aquí desde el otoño, en proporciones jamás conocidas, opone grandes obstáculos a toda nueva empresa. A esto hay que añadir los diferentes procedimientos con los que se ha venido explotando a estos obreros de algún tiempo a esta parte: primero Kinkel, luego Kossuth, y la mayor parte de esta gente es lo bastante estúpida para entregarle un dólar a sus enemigos antes que un centavo a los defensores de sus intereses. El suelo americano ejerce una influencia corruptora sobre esta gente, y al mismo tiempo les da no sé qué arrogancia, haciéndolos mirar por encima del hombro a sus camaradas del Viejo Mundo». Sin embargo, Weydemeyer aún no pierde las esperanzas de poder resucitar su semanario como revista mensual; creía tener bastante con 200 miserables dólares para llevar a cabo la empresa.

Más grave era que Marx se sintiera enfermo, ya desde el 1 de enero, pudiendo trabajar solo a duras penas: «Hace muchos años que no me siento tan abatido, con este maldito padecimiento de las hemorroides, ni cuando caía sobre mí la lluvia de las injurias francesas». Pero lo que más lo agobiaba era la «basura del dinero», que no le dejaba ni un instante de respiro: «Hace una semana —escribía el 27 de febrero— que me veo reducido a la agradable situación de no poder salir de casa por tener todos los sacos empeñados, ni puedo tampoco probar un bocado de carne por falta de crédito». Por fin, el 25 de marzo pudo enviarle a Weydemeyer la última remesa de original, acompañada de una felicitación por el nacimiento de un pequeño revolucionario, que su amigo anunciaba: «¡Magnífico momento para venir al mundo! Cuando puede irse en siete días de Londres a Calcuta, ambos estaremos ya decapitados o dando ortigas. ¡Y Australia y California y el Océano Pacífico! Los nuevos ciudadanos del universo no acabarán de comprender cuán pequeño era nuestro mundo». Las grandiosas perspectivas de la historia humana le bastaban a Marx para conservar la alegría y el equilibrio espiritual en medio de todos sus apuros personales.

Días tristes le esperaban. En una carta fechada el 30 de marzo Weydemeyer tuvo que hacerle comprender que no había ya esperanza de que su obra se publicara. Esta carta no se ha conservado, pero sí su eco, en otra, violentísima, de Guillermo Wolff, fechada el 16 de abril, el mismo día en que se enterró a otro hijo de Marx, «“rodeados de oscuridad por todas partes y abandonados del modo más horrible por casi todos los amigos»; una carta llena de amargos reproches contra Weydemeyer, que tampoco vivía en un lecho de rosas y que hacía cuanto podía por su amigo.

Aquellas fueron unas Pascuas espantosas para Marx y su familia. El hijo muerto era la niña que había nacido hacía un año. En el diario de su madre encontramos estas palabras conmovedoras: «En la Pascua de 1852 se nos enfermó la pobrecita Francisca de una aguda bronquitis. Tres días estuvo luchando la pobre criatura entre la vida y la muerte. Sufrió mucho. Su cuerpito inanimado yacía en el cuartito trasero; los demás nos pasamos todos juntos al de adelante, y al caer la noche nos acostamos sobre el suelo. Allí estaban, con nosotros, los tres niños que aún nos vivían, y todos lloramos al angelito, cuyo cuerpo frío yacía ahí al lado. Su muerte ocurrió por los días en que mayor era nuestra pobreza. Corrí a casa de un emigrado francés, que vivía cerca de nosotros y que nos visitó días antes. Me recibió con mucho cariño y me dio dos libras esterlinas. Con ellas compramos la cajita en la que mi pobre niña reposa en el cementerio. La pobrecita se encontró sin cuna al nacer, y estuvo a punto de serle negado también el último refugio». En este día negro llegó la carta de Weydemeyer, con su mensaje de desgracia. Marx estaba preocupadísimo por su mujer, que hacía dos años que veía fracasar todas sus iniciativas.

Sin embargo, por aquellas horas de infortunio, llevaba ya una semana navegando una nueva carta de Weydemeyer, fechada el 9 de abril y que comenzaba así: «Una ayuda inesperada ha venido a vencer, finalmente, las dificultades que se oponían a la impresión del folleto. Después de enviarte la última carta, me encontré con uno de nuestros obreros de Frankfurt, un sastre, emigrado también este verano, que puso a mi disposición, inmediatamente, todos sus ahorros, unos cuarenta dólares». Gracias a este obrero pudo ver la luz pública, ya entonces, el 18 Brumario. Weydemeyer no lo nombra siquiera, ¿pero qué importa su nombre? Lo que guiaba a este obrero era la conciencia de clase del proletariado, que jamás se cansa de sacrificarse generosamente por su emancipación.

Weydemeyer hizo del 18 Brumario una tirada de mil ejemplares, de los cuales una tercera parte pasó a Europa, pero sin ponerse a la venta en las librerías; estos ejemplares fueron distribuidos por amigos del partido en Inglaterra y sobre todo en el Rin. No hubo ningún librero, ni aun los «radicales», suficientemente valiente como para poner a la venta un libro tan «inoportuno», ni se encontró tampoco nadie que quisiera editar la traducción inglesa hecha por Pieper y retocada por Engels.

Una circunstancia vino a aumentar el apuro que tenía Marx por encontrar editor: el proceso de los comunistas de Colonia, que siguió al golpe de Estado bonapartista.

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