La masacre de las bananeras, lucha antimperialista y dignidad obrera

La masacre de las bananeras, lucha antimperialista y dignidad obrera 1

“El gobierno tiene para los colombianos la metralla homicida y una temblorosa rodilla en tierra ante el oro americano”.
— Jorge Eliécer Gaitán

La Masacre de las Bananeras, ocurrida entre la noche del 5 y la madrugada del 6 de diciembre de 1928 en Ciénaga, Magdalena, no es un simple capítulo oscuro de la historia. Es la radiografía del Estado colombiano, sumiso ante los poderes extranjeros, brutal contra su propio pueblo, enemigo de la dignidad obrera y servil ante el capital yanqui. Es un crimen que no pertenece al pasado, porque sus causas —el dominio imperialista, la explotación patronal, el carácter antipopular del Estado— siguen vigentes, intactas, reproduciéndose bajo nuevas máscaras políticas.

Aquella noche, por órdenes del general Carlos Cortés Vargas, las tropas colombianas dispararon durante cinco minutos contra miles de trabajadores en huelga de la United Fruit Company -UFC- (rebautizada en 1990 como Chiquita Brands), multinacional estadounidense que dominaba tierras, puertos, ferrocarriles, pueblos enteros y, peor aún, al propio gobierno. Cuando cesó el fuego llegó la orden más atroz: rematar a los heridos a bayoneta, como confirman numerosos testimonios e investigaciones.

Este baño de sangre fue la respuesta del Estado a una huelga obrera sin precedentes que exigía derechos mínimos ya reconocidos por la ley, pero ignorados por la UFC. La huelga estalló el 12 de noviembre de 1928 en la zona bananera del Magdalena, liderada por Raúl Eduardo Mahecha, María Cano, Ignacio Torre, Nicanor Serrano, Bernardino Guerrero, Pedro M. del Río y Erasmo Coronel, todos luego perseguidos o asesinados, como muestra un memorando interno de la empresa. Más de 30 000 trabajadores decidieron entonces exigir algo básico: ser tratados como seres humanos y no como animales.

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Esto quedó cristalizado en el pliego de nueve exigencias, presentado el 13 de noviembre de 1928 por la Unión Sindical de Trabajadores del Magdalena:

1). Reconocimiento como trabajadores de la empresa y abolición del sistema de contratistas. 2). Seguro colectivo obligatorio. 3). Compensación por accidentes de trabajo. 4). Habitaciones higiénicas y descanso dominical. 5). Aumento del 50 % en los jornales inferiores a 100 pesos mensuales. 6). Supresión de los comisariatos. 7). Abolición de pagos y préstamos en vales. 8) . Pago semanal. 9). Más hospitales y mejor servicio de salud.

Estas exigencias no eran revolucionarias; eran simplemente humanas. No pedían expropiaciones ni socialismo ni cambios radicales del orden; solo pedían que se cumpliera la ley colombiana, aun así, la UFC se negó rotundamente a negociar, demostrando que su dominio sobre la zona era absoluto. Los gringos de la multinacional hicieron que la región funcionara como un enclave imperial, como un territorio independiente dentro del territorio nacional, donde la soberanía nacional era un estorbo y la vida del trabajador valía menos que una planta de banano. La UFC imponía un régimen esclavista con el beneplácito del gobierno conservador del presidente Miguel Abadía Méndez, dispuesto a reprimir antes que enfrentar a la embajada norteamericana.

La década de 1920 en Colombia estuvo marcada por la Hegemonía Conservadora con represión, clientelismo, atraso social y una total subordinación a los intereses del capital gringo. En la región del Magdalena, la UFC actuaba como Estado independiente dentro del Estado Colombiano, el cual controlaba extensas tierras bananeras, los ferrocarriles, el puerto, la policía privada, el sistema de pago en vales, los comisariatos donde obligaba a los trabajadores a comprar, y hasta la prensa local, que evitaba publicar cualquier denuncia. Las condiciones de trabajo eran infrahumanas: largas jornadas, accidentes constantes sin atención, salarios miserables, vales en vez de moneda, viviendas precarias, enfermedades tropicales sin asistencia, y el descarado abuso de los contratistas.

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Por toda esta situación, la huelga fue un verdadero acto de lucha obrera, no un capricho como algunos analistas de la derecha suelen afirmar, aunque algunos miserables niegan abiertamente los sucesos como la señora para-política María Fernanda Cabal.

«García Márquez se inventó que en las bananeras hubo 3 mil muertos. Usted hoy en día no consigue ese número de trabajadores. Él tiene la responsabilidad de distorsionar la historia inventándose esa cifra de trabajadores asesinados. Él era una figura literaria y como él utilizaba el realismo mágico, uno no sabe si lo hacía como parte de su creatividad o como parte de su maldad por ser militante del partido comunista. Hay gente que lo sigue repitiendo eso como un hecho histórico». A renglón seguido aseguró que “fueron más los soldados asesinados en esa confrontación, donde el sindicato fue penetrado por la Internacional Comunista”. El Espectador, 28 de noviembre de 2017

El gobierno colombiano nunca intentó mediar. Los funcionarios enviados tenían el objetivo de intimidar y convencer al obrero del abandono de la lucha; lo que sí envío con plenos poderes fueron las tropas armadas, y al frente de ellas, al verdugo que quedaría grabado en la memoria obrera, el general Carlos Cortés Vargas.

El 5 de diciembre por la noche, subido en el techo de la estación del ferrocarril de Ciénaga, Cortés Vargas leyó el Decreto Número 4, que declaraba a los huelguistas «cuadrilla de malhechores» y autorizaba al ejército a disparar a matar. Gabriel García Márquez, en Cien años de soledad, inmortalizó aquel momento:

«—Tienen cinco minutos para retirarse— dijo el capitán con voz baja y lenta… Pero nadie se movió. No se movieron porque estaban desarmados, porque no habían cometido ningún delito, porque estaban defendiendo su dignidad. Y entonces llegó la orden que cambió la historia: “¡Fuego!”»

Catorce nidos de ametralladoras comenzaron a disparar contra la multitud compacta. Los gritos se mezclaron con el estruendo metálico de las ametralladoras. Hombres, mujeres ancianos y niños corrían, algunos trataban de volver a la plaza, otros huían en dirección contraria. Las balas atravesaban cuerpos sin discriminar edad ni sexo. ¡La masacre duró cinco minutos eternos!

Cuando se silenciaron las ametralladoras, las bayonetas hicieron su trabajo. Así lo confirmaron posteriormente historiadores e investigadores nacionales y extranjeros, los heridos fueron rematados en el suelo. La orden salió directamente del general Cortés Vargas.

Como siempre, el gobierno informó cínicamente que hubo 13 muertos y 19 heridos, sin embargo, la comisión investigadora de Gaitán encontró fosas comunes, cadáveres ocultos, y testimonios de trenes cargados de cuerpos que fueron arrojados al mar.

Los documentos, estudios y relatos coinciden, la cifra real supera los 1 500 asesinados. Este fue el gran «aporte» del servilismo conservador, el acto más criminal de la hegemonía conservadora, cuya caída comenzaría precisamente con este baño de sangre.

La Masacre de las Bananeras marcó el nacimiento político de la clase obrera colombiana. Con su sacrificio, los trabajadores bananeros encendieron una llama que se extendió por fábricas, puertos, minas y plantaciones en todo el país. Posteriormente el movimiento estudiantil adoptó la memoria de la masacre. Cuando en 1929 se nombró a Cortés Vargas director de la Policía en Bogotá, los estudiantes salieron a protestar y cayó muerto Gonzalo Bravo Pérez, iniciando una tradición de lucha estudiantil que continúa hasta hoy, como lo testimonian políticos, académicos y miles de personajes en muchos documentos de investigaciones históricas.

Los obreros de 1928 no murieron en vano. Su sangre fertilizó la conciencia de clase, la lucha sindical, las movilizaciones de las décadas siguientes, las organizaciones campesinas, las huelgas petroleras y ferroviarias, y la resistencia antiimperialista de un país que, pese al sometimiento oficial, siempre vuelve a levantarse.

Los reformistas del presente hablan de soberanía, de lucha contra el imperialismo, de justicia social. Pero sus discursos no borran la realidad de un país que sigue subordinado a los intereses de las multinacionales, los tratados de libre comercio, la banca internacional y los organismos financieros imperialistas, principalmente gringos. La Masacre de las Bananeras demuestra que no basta con cambiar gobiernos ni discursos, pues, el problema sigue siendo entre ricos y pobres, entre la clase burguesa arrodillada al imperialismo y el proletariado que lucha diariamente por subsistir.

Si en 1928 los obreros fueron asesinados por exigir sus derechos, hoy se reprime a comunidades que se oponen a megaproyectos, se asesina a líderes sociales que denuncian el despojo, se persigue a campesinos que defienden el territorio, se ataca a sindicatos que luchan contra la flexibilización laboral, se persigue a la juventud luchadora.

El enemigo sigue siendo el mismo. Su rostro muta, pero su esencia permanece: imperialismo y capital monopolista.

Recordar la Masacre de las Bananeras no es un acto académico, es un acto de combate. Es traer al presente la verdad histórica que el poder quiere ocultar. Es revivir la dignidad de quienes murieron reclamando lo más elemental: ser reconocidos como seres humanos.

La clase obrera colombiana tiene en la Masacre de las Bananeras su bautizo de sangre y esa memoria no debe adormecernos, sino impulsarnos porque la mayor traición sería olvidar o negar a esos grandes héroes y heroínas que derramaron la sangre abonando la tierra para las futuras luchas del pueblo trabajador.

Solo el pueblo salva al pueblo, con la lucha revolucionaria las masas organizadas en su partido barrerán las repúblicas independientes de los colonos y monopolios imperialistas y liberaran la tierra imponiendo su propio orden social, el socialismo y el comunismo para el bienestar y usufructo común de todas las riquezas que millones de trabajadores generaran en los cinco continentes.

¡Honor y Gloria eterna a los miles de mártires, hombres y mujeres, de la huelga de las bananeras!

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