En horas de la mañana del pasado miércoles llegó un destacamento policial a la residencia de Alan García con la intención de hacer efectiva una orden de captura preventiva, como parte de un proceso penal que se adelanta en el Perú por casos de corrupción de altos funcionarios políticos con la empresa constructora Odebrecht. El mismo Alan García solicitó realizar una llamada e ingresó a su vivienda y se disparó en la cabeza resultando herido de muerte.
Los lloriqueos de sus seguidores y de la burguesía latinoamericana que no solo le rindió “honores” sino que inclusive lo presentaron como un perseguido de la “Fiscalía” y un “luchador de la democracia” encubren en el fondo el repertorio criminal y retrógrado de Alan García; todos ellos lamentan la pérdida de su “presidente” que en los años ochenta del siglo pasado no titubeó ni vaciló en derramar la sangre del pueblo peruano para ahogar la revolución. La prensa oficial también le rindió sus honores al blanquear su prontuario y presumir su inocencia frente a los actos de corrupción.
Por su parte, el pueblo que sufrió el castigo violento de Alan García, es decir, el pueblo llano y los revolucionarios que hoy bregan por salir del recodo y retomar el camino de la Guerra Popular sienten una satisfacción mediana, no completa, porque el mejor final para un miserable como Alan García son los tribunales revolucionarios del pueblo.
Alan García fue presidente entre los años 1985-1990 y del 2006 al 2011. En su primer mandato presidencial asumió la tarea de aplastar la Guerra Popular iniciada por las masas dirigidas por el Partido Comunista del Perú en el año 1980. Como parte de enfrentar la poderosa Guerra Popular siguió los lineamientos del imperialismo norteamericano aplicando la “guerra de baja intensidad”, una táctica que buscó la manipulación mediática de las masas, las operaciones de bandera falsa, la utilización de escuadrones de la muerte y el asesinato sistemático en enormes proporciones de los revolucionarios.
Su acto más cruel y visible durante su primer mandato fue el genocidio de El Frontón el 19 de junio de 1986. El Frontón fue un “campo de concentración” construido en la isla que lleva ese nombre, allá iban a parar todos los detenidos sin previo juicio, entre ellos magníficos revolucionarios e incluso sospechosos de simpatizar con “Sendero Luminoso”, nombre dado por la prensa al Partido Comunista del Perú. Bajo las directrices de Alan García, un gran destacamento de la Marina de Guerra asesinó a más de 300 prisioneros políticos quienes se habían amotinado para defender sus vidas ante la inminente masacre; de igual forma ocurrió en los penales Lurigancho, Cantogrande y el Callao donde fueron asesinados otro centenar de prisioneros. Hoy en día aquellos crímenes todavía siguen impunes, todavía se burla a los familiares de las víctimas quienes aún no han recibido los restos de sus parientes asesinados.
Dentro de la táctica de “Guerra de baja intensidad”, el Ejército Peruano bajo las órdenes de Alan García cometió un sinfín de masacres contra campesinos en los andes peruanos que luego salieron a la luz pública por el descubrimiento de las fosas comunes de Uchuraccay, Putis, Pucayacu, Cayara, Pomatambo, Accomarca, Umaru, Bellavista, Lloqllapampa, Chumbivilcas, Aucayacu en donde yacían los restos de centenares de campesinos pobres.
En su segundo periodo presidencial de 2006 al 2011 Alan García llegó a tildar a los pueblos amazónicos como “ciudadanos de segunda clase” y fue responsable de la masacre de Bagua en 2009, en donde fueron asesinados más de 23 aguarunas y más de 80 heridos. Es en este periodo que recibió dadivas por 4 millones de dólares para concederle a Odebrecht la construcción del tren eléctrico de Lima.
Toda su vida Alan García fue un ser frio y calculador que planificó al más mínimo detalle la ejecución de sus crímenes y como ya han llegado a escribir en el Perú: “García fue un burócrata consumado que uso con maestría las dos áreas de su cerebro: la de la izquierda para matar y la derecha para robar. Se suicidó con la mano derecha”.