El pasado 24 de mayo en Brasil, se dio uno de los picos más altos en los últimos años, en las protestas. Brasilia, la capital del país de la samba, se convirtió en un campo de batalla cuando, según el periódico A Nova Democracia, más de 35 mil personas (200 mil en todo el país, según el periodista brasileño Víctor Farinelli) se lanzaron a las calles en una verdadera huelga que paralizó la capital e hizo temblar al gobierno del cuestionado presidente Temer.
Desde antes del mundial de futbol y los juegos olímpicos, este país venía en una caída vertiginosa de su estabilidad económica y política donde el gobierno ha estado en el ojo del huracán por la olla podrida de corrupción que se ha destapado, provocando la subsiguiente crisis social que lanza a las calles a las masas en campos y ciudades para golpear por todos los flancos al frágil gobierno de turno y al Estado.
Igual que en la mayoría de países del mundo, en Brasil la crisis del capitalismo ha estrangulado la economía y ha dejado a la exigua clase parásita sin piso para salir avante de la trampa mortal creada por ella misma. En medio de esa crisis, se ha destacado de manera especial en Brasil uno de los aspectos propios de la actuación de los dueños del capital y de sus representantes políticos: la corrupción; un virus que se esparce por todos canales del poder estatal y que absorbe como una esponja la gran mayoría de los recursos que provee la población a través de la explotación de la fuerza de trabajo, de los recursos naturales, de la recolección de impuestos y dineros de servicios públicos, de los pensionados y muchas otras fuentes de ingresos que el gobierno se inventa e impone sobre los hombros de las masas trabajadoras. Pero la corrupción es sólo el «florero de Llorente» o la disculpa, pues muy en el fondo las masas vienen desarrollando una lucha sostenida en contra del gobierno por las reformas laboral, pensional y de seguridad social que han arrebatado a las organizaciones obreras y en general a las masas, muchas conquistas logradas en décadas de lucha de sus antecesores. Una realidad muy similar a la de otras partes del mundo, donde las clases dominantes buscar paliar su crisis exprimiendo hasta la última gota de sudor a todos los trabajadores y cercenando reivindicaciones que aún les quedan. En Brasil como en Colombia y demás países, los politiqueros de turno claman que las masas hagan cada vez más sacrificios, mientras todos los días destapan nuevas ollas podridas de corrupción.
El 24 de mayo fue un evento de clímax social, juntándose de manera especial un sinnúmero de contradicciones que explotaron de manera violenta para expresar un repudio generalizado de las masas hacia todo lo que representa este podrido sistema de explotación, hambre, opresión y muerte para quienes todo lo producen en esta sociedad. Las masas desbordaron cualquier pronóstico y se lanzaron en un combate callejero que pasó por encima incluso de muchos dirigentes que habían llamado a una jornada de protesta pacífica. Los compañeros del periódico en Brasil A Nova Democracia lo describen así:
«A pesar de los intentos por controlar a las masas de las centrales sindicales serviles, propagandizando sus discursos de conciliación con el viejo Estado, los manifestantes rompieron el bloque hecho por las fuerzas policiales y se dirigieron al Congreso Nacional, el que fue cercado con rejas y, además, acordonado por un gran contingente policial. El enfrentamiento entre los manifestantes y policías se espació por la Explanada de los Ministerios. Los policías intentaron dispersar a los manifestantes con bombas de aturdimiento y gas lacrimógeno, además de efectuar disparos con armas de fuego y balas de goma. El pueblo respondió con palos y piedras. Hasta las 16 horas, la furia del pueblo resultó en la depredación de los ministerios de Agricultura y Hacienda, con los manifestantes prendiéndole fuego a las salas de esos edificios. Además, las fachadas y vidrios de los ministerios de Turismo, Cultura, Planificación, Medioambiente, Minas y Energía también fueron destruidas por el odio de las masas contra las medidas antipopulares de Temer y Meirelles».
Y en Brasil los dos caminos también se manifiestan. Quienes pregonan la reciclada idea de que hay que sacar a los corruptos, para reemplazarlos por «gente honesta» cargan sus baterías para exigir la salida de Temer y pedir nuevas elecciones ya. La vieja cantinela del reformismo que pretende hacer menos malo el Estado burgués y sus instituciones sigue en su carrera parlamentaria y busca pescar en medio de las manifestaciones mayor apoyo para sus campañas politiqueras, ilusionando a las masas con que «ellos sí son» y hay que tumbar de ahí a los corruptos. Por su parte, los revolucionarios luchan a brazo partido por ponerse al frente de la rebeldía de las masas explicando que no se trata solo de sacar las «manzanas podridas», pues lo que está podrido es todo el Estado que ya ha demostrado por muchos años su incapacidad de gobernar en beneficio de las masas, ya que el Estado es un aparato que representa y defiende a unas clases específicamente, a los terratenientes y la burguesía, socios y lacayos de los imperialistas. La reacción espontánea violenta de las masas contra las instituciones es un buen síntoma de que el pueblo no quiere más mentiras ni promesas fallidas, que exige cambios drásticos y esos cambios sólo pueden ser posibles con la Revolución; una revolución que destruya todo el poder del Estado actual y lo reemplace por el poder armado de los obreros y campesinos que echen a andar no solo unas pequeñas reformas, sino que pongan toda la inmensa fortuna que en todos los órdenes tiene Brasil, al servicio de las masas mismas. En Brasil, como en todo el resto del mundo, nada menos sirve: Revolución, la única solución.