A finales del siglo XIX, el desarrollo industrial estaba en uno de los momentos de mayor crecimiento tanto en Europa como en Estados Unidos. La producción industrial crecía gracias a los avances en la invención de máquinas, al desarrollo de la ciencia y la tecnología. El reemplazo de los talleres artesanales por la gran industria fabril se daba a ritmos acelerados. Este desarrollo implicaba el crecimiento de la clase de los proletarios, hombres libres de propiedad sobre los medios de producción y quienes poseen únicamente su fuerza de trabajo para ganarse su sustento y el de su familia. Este auge de la producción capitalista llegó con el inevitable aumento desaforado de la explotación, de la sumisión de los trabajadores a jornadas extenuantes que sobrepasaban en muchos casos las 18 horas diarias, al maltrato físico, al hambre, al agotamiento y la tortura psicológica; en fin, la fuerza de trabajo, como siempre bajo el capitalismo, es una mercancía desechable que tan pronto es utilizada hasta la saciedad, se sustituye por nueva mano de obra. La clase obrera deja en la fábrica su vida entera al servicio de la producción y la ganancia de unos cuantos, y a cambio de ello sólo recibe un mísero salario que la condena a sufrir hambre y a vivir en condiciones miserables.
En estas condiciones se generó a finales de la década de los 80s del siglo XIX un movimiento huelguístico cuyo epicentro fue la ciudad de Chicago en los Estados Unidos. Los trabajadores se lanzaron a la calle con un objetivo muy claro y sentido por todos: la conquista de la Jornada de Ocho Horas. Decenas de miles de trabajadores sin distinción de idioma, sexo, nacionalidad, creencias políticas o religiosas se unieron en un clamor común evidenciando la fraternidad, la solidaridad y el carácter internacional del movimiento obrero. Así fue convocada para el 1º de mayo de 1886 una movilización general por la conquista de la Jornada de Ocho Horas. Dirigentes destacados como August Spies, Albert Parsons, Louis Ling, Adolf Fisher, marchaban siempre a la cabeza de los trabajadores; dirigentes firmemente convencidos de la justeza de su lucha e indeclinablemente entregados a la causa de los desposeídos. El Primero de Mayo de 1886 fue una gran demostración de fuerza. Chicago, dio ejemplo en la gran movilización generada a nivel nacional, todo el país fue escenario del júbilo de los trabajadores al conquistar en muchas fábricas la reivindicación reclamada, al lado de los cuales se apostaban los gendarmes del régimen, quienes estaban muy bien preparados para una dura batalla, sedientos de sangre obrera, pues la orden impartida por la burguesía era diezmar por la fuerza cualquier movilización obrera.
Pero la realidad fue otra, la jornada de 1886 transcurrió sin mayores disturbios, las clases dominantes quedaron decepcionadas por no poder descargar violentamente sus fuerzas represivas sobre los trabajadores. Pero la decepción no les hizo retroceder en su decisión de escarmentar a como diera lugar a quienes calificaban de «miserables comunistas». De esta revuelta había que inculpar y escarmentar a alguien.
Fue así que en la Plaza Haymarket, donde el 5 de mayo del mismo año, en momentos en que se realizaba una reunión de trabajadores dando continuidad a la jornada del 1º, los guardianes del régimen utilizaron como pretexto el lanzamiento de una bomba, que mató a un policía, para atacar indiscriminadamente a las masas, dejando un saldo de por lo menos ocho muertos. Desencadenando de inmediato una feroz persecución contra los dirigentes de la organización «Los Caballeros del Trabajo» a quienes se les encarcelaba y condenaba como responsables de los desórdenes.
El 21 de junio de 1886 se inició un juicio amañado que culminó con la condena de ocho de los más destacados representantes de los trabajadores: cinco ahorcados, dos a prisión perpetua y uno a quince años de cárcel. Pero contrario a la pretensión de los explotadores la jornada del Primero de Mayo de 1886 de los trabajadores en Estados Unidos y los sucesos posteriores se convirtieron en el inició de la movilización mundial de los obreros por la conquista de la Jornada de Ocho Horas.
La farsa del juicio contra los dirigentes obreros en Chicago se convirtió en realidad un juicio contra la esclavitud asalariada. Aquellos trabajadores, no pidieron clemencia, no se arrodillaron frente a sus verdugos, ni clamaron por una falsa paz entre explotados y explotadores; por el contrario, en su defensa alegaron las firmes y nobles convicciones que los impulsaban a organizar a sus hermanos que eran convertidos en bestias de carga del capital; fustigaron a los burgueses ahítos, así como a sus fuerzas represivas y las instituciones que les servían para garantizar sus mezquinos intereses.
Augusto Spies, uno de los mejores exponentes de las ideas proletarias en el juicio, expresó entre otras tantas cosas, lo siguiente:
«Al dirigirme a este tribunal lo hago como representante de una clase enfrente de los de otra clase enemiga, y empezaré con las mismas palabras que un personaje veneciano pronunció hace cinco siglos ante el Consejo de los Diez en ocasión semejante:
«Mi defensa es vuestra acusación; mis pretendidos crímenes son vuestra historia. Se me acusa de complicidad en un asesinato y se me condena, a pesar de no presentar el Ministerio Público prueba alguna de que yo conozca al que arrojó la bomba ni siquiera de que en tal asunto haya tenido intervención alguna…. Y si no existe un hecho que pruebe mi participación o mi responsabilidad en el asunto de la bomba, el veredicto y su ejecución no son más que un crimen maquiavélicamente combinado y fríamente ejecutado, como tantos otros que registra la historia de las persecuciones políticas y religiosas…
«…¿Qué hemos dicho en nuestros discursos y en nuestros escritos? Hemos explicado al pueblo sus condiciones y relaciones sociales; le hemos hecho ver los fenómenos sociales y las circunstancias y leyes bajo las cuales se desenvuelven; por medio de la investigación científica hemos probado hasta la saciedad que el sistema del salario es la causa de todas las iniquidades tan monstruosas que claman al cielo. Nosotros hemos dicho además que el sistema del salario, como forma específica del desenvolvimiento social, habría de dejar paso, por necesidad lógica, a formas más elevadas de civilización; que dicho sistema preparaba el camino y favorecía la fundación de un sistema cooperativo universal, que tal es el SOCIALISMO…
«…Yo creo, como Buckle, como Paine, como Jefferson, como Emerson y Spencer y muchos otros grandes pensadores del siglo, que el estado de castas y de clases, el estado donde unas clases viven a expensas del trabajo de otra clase -a lo cual llamáis orden-, yo creo, sí, que esta bárbara forma de la organización social, con sus robos y sus asesinatos legales, está próxima a desaparecer y dejará pronto paso a una sociedad libre, a la asociación voluntaria o hermandad universal, si lo preferís. ¡Podéis, pues, sentenciarme, honorable juez, pero que al menos se sepa que en Illinois ocho hombres fueron sentenciados a muerte por creer en un bienestar futuro, por no perder la fe en el último triunfo de la Libertad y de la Justicia!
«Si creéis que ahorcándonos podeis eliminar el movimiento obrero, el movimiento del cual millones de pisoteados, millones que trabajan duramente y pasan necesidades y miserias esperan la salvación, si esa es vuestra opinión… ¡Entonces ahorcadnos! Así aplastará una chispa, pero allá y acullá, detrás de vosotros, al frente a los costados, en todas partes, se encienden llamas. Es un fuego subterráneo. Y no podéis apagarlo… Lo que veis en nuestro movimiento, lo que os asusta, es el reflejo de vuestra maligna conciencia. ¿Queréis destruir a los agitadores? Pues aniquilad a los patronos que amasan sus fortunas con el trabajo de los obreros, acabad con los terratenientes que amontonan sus tesoros con las rentas que arrancan a los miserables y escuálidos labradores, suprimid las máquinas que revolucionan la industria y la agricultura, que multiplican la producción, arruinan al productor y enriquecen a las naciones; mientras el creador de todas esas cosas ande en medio, mientras el Estado prevalezca, el hambre será el suplicio social. Suprimid el ferrocarril, el telégrafo, el teléfono, la navegación y el vapor, suprimíos vosotros mismos, porque excitáis el espíritu revolucionario…
«… ¡Vosotros y sólo vosotros sois los conspiradores y los agitadores!»
Michael Schwab, en su apasionado discurso argumentó:
«… Como obrero que soy, he vivido entre los míos; he dormido en sus guardillas y en sus cuevas; he visto prostituirse la virtud a fuerza de privaciones y de miseria y morir de hambre hombres robustos por falta de trabajo. Pero esto lo había conocido en Europa y abrigaba la ilusión de que en la llamada tierra de la libertad no presenciaría estos tristes cuadros. Sin embargo he tenido ocasión de convencerme de lo contrario. En los grandes centros industriales de los Estados Unidos hay más miseria que en las naciones del viejo mundo. Miles de obreros viven en Chicago en habitaciones inmundas, sin ventilación ni espacio suficiente; dos y tres familias viven amontonadas en un solo cuarto y comen piltrafas de carne y algunos vegetales. Las enfermedades se ceban en los hombres, en las mujeres y en los niños, sobre todo en los infelices e inocentes niños. ¿Y no es esto horrible en una ciudad que se reputa civilizada?
«… De ahí, pues, que haya aquí más socialistas nacionales que extranjeros, aunque la prensa capitalista afirme lo contrario con objeto de acusar a los últimos de traer la perturbación y el desorden.
«El socialismo, tal como nosotros lo entendemos, significa que la tierra y las máquinas deben ser propiedad común del pueblo. La producción debe ser regulada y organizada por asociaciones de productores que suplan a las demandas del consumo. Bajo tal sistema todos los seres humanos habrán de disponer de medios suficientes para realizar un trabajo útil, y es indudable que nadie dejará de trabajar. Cuatro horas de trabajo cada día serían suficientes para producir todo lo necesario para una vida confortable, con arreglo a las estadísticas. Sobraría, pues, tiempo para dedicarse a las ciencias y al arte.»
Oscar W. Neebe confesó sus «delitos» y exigió correr la suerte de sus compañeros condenados a la horca:
«Yo no lo niego. Tuve también en cierta ocasión el honor de dirigir una manifestación popular, y nunca he visto un número tan grande de hombres en correcta formación y con el más absoluto orden. Aquella manifestación imponente recorrió las calles de la ciudad en son de protesta contra las injusticias sociales. Si esto es un crimen, entonces reconozco que soy un delincuente. Siempre he supuesto que tenía derecho a expresar mis ideas como presidente de un mitin pacífico y como director de una manifestación. Sin embargo se me declara convicto de ese delito, de ese pretendido delito…
«…Cuando oí esto, cuando vi que se pretendía destruir lo que era propiedad de los obreros de Chicago, exclamé: Mientras pueda haré que el periódico se publique. Y volví a publicar el periódico; cuando se nos echaron encima los policiacos bandidos y todas las imprentas se negaron a imprimirlo, reunimos fondos y adquirimos imprenta propia, mejor dicho, dos imprentas, se multiplicaron los suscriptores, y en fin, los trabajadores de Chicago cuentan hoy con todo lo necesario para la propaganda. ¡He ahí mi delito!
«Otro delito que tengo, y es haber contribuido a organizar varias asociaciones de oficios, poner de mi parte todo lo que pude para obtener sucesivas reducciones en la jornada de trabajo y propagar las ideas socialistas. Desde el año 1865 he trabajado siempre en este sentido…
«…Habéis hallado en mi casa un revólver y una bandera roja. Habéis probado que organicé asociaciones obreras, que he trabajado por la reducción de horas de trabajo, que he hecho cuanto he podido por volver a publicar el Arbeiter Zeitung [«El Periódico Obrero»]: he ahí mis delitos. Pues bien; me apena la idea de que no me ahorquéis, honorables jueces, porque es preferible la muerte rápida a la muerte lenta en que vivimos… Yo os lo suplico. Dejadme participar de la suerte de mis compañeros. ¡Ahorcadme con ellos!»
George Engel argumentó:
«¿En qué consiste mi crimen?
«En que he trabajado por el establecimiento de un sistema social en que sea imposible el hecho de que mientras unos amontonan millones beneficiando las máquinas, otros caen en la degradación y la miseria. Así como el agua y el aire son libres para todos, así la tierra y las invenciones de los hombres científicos deben ser utilizados en beneficio de todos. Vuestras leyes están en oposición con las de la naturaleza, y mediante ellas robáis a las masas el derecho a la vida, a la libertad y al bienestar.
«… Yo no combato individualmente a los capitalistas; combato el sistema que da el privilegio. Mi más ardiente deseo es que los trabajadores sepan quiénes son sus enemigos y quiénes son sus amigos. Todo lo demás lo desprecio: desprecio el poder de un gobierno inicuo, sus policías y sus espías.»
Samuel Fielden sentenció:
«Si me juzgáis convicto por haber propagado el socialismo, y yo no lo niego, entonces ahorcadme por decir la verdad…
«… Si queréis mi vida por invocar los principios del socialismo… como yo entiendo y creo honradamente que los he invocado en favor de la humanidad, os la doy contento y creo que el precio es insignificante ante los resultados grandiosos de nuestro sacrificio…
«… Yo amo a mis hermanos los trabajadores como a mí mismo. Yo odio la tiranía, la maldad y la injusticia… Hoy el sol brilla para la humanidad; pero puesto que para nosotros no puede iluminar más dichosos días, me considero feliz al morir, sobre todo si mi muerte puede adelantar un sólo minuto la llegada del venturoso día en que aquél alumbre mejor para los trabajadores. Yo creo que llegará un tiempo en que sobre las ruinas de la corrupción se levantará la esplendorosa mañana del mundo emancipado, libre de todas las maldades, de todos los monstruosos anacronismos de nuestra época y de nuestras caducas instituciones.»
Los mártires de Chicago entregaron su vida a la causa de los trabajadores, sus vidas fueron sacrificadas por el Estado burgués por el único delito de buscar un mundo mejor, Michael Schwab, Louis Lingg, Adolf Fischer, Samuel Fieldem, Albert Parsons, August Spies, Oscar Neebe y George Engel dejaron para las nuevas generaciones de obreros de todo los países un ejemplo de lucha que el proletariado jamás debe olvidar.
En 1888 la Federación Norteamericana del Trabajo y en 1889 durante el II Congreso Obrero de París que dio origen a II Internacional, se fijó el 1º de Mayo de 1890 como el Día Internacional de la Clase Obrera, un día de lucha internacional por conquistar la jornada de 8 horas en todo el mundo. Desde entonces, los trabajadores de los cinco continentes, cada Primero de Mayo, realizan huelgas y salen a las calles en imponentes manifestaciones, ya no solo en homenaje a los mártires de Chicago sacrificados por la burguesía, ya no únicamente exigiendo sus reivindicaciones inmediatas, sino para pasar revista a sus filas, midiendo sus fuerzas para acabar de raíz la explotación asalariada, y proclamar que el mundo debe marchar con el pulso del obrero.