CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXXIII)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXXIII) 1

Con la entrega de esta semana damos por terminado el Capítulo X de la Biografía de Carlos Marx, escrita Franz Mehring. En ella Mehring hace un juicio frente a la actuación de los maestros respecto a Lassalle, considerando sus equívocos y poniendo en su justo lugar a uno de los dirigentes del movimiento obrero alemán. Una valoración reconocida por todo el movimiento obrero posteriormente: “Marx no era ningún superhombre; jamás pretendió ni quiso ser más que un hombre a quien nada de lo humano le era ajeno, y si algo había que a aquel hombre le asqueara era el culto ciego y servil. Quien quiera ser fiel a su memoria, no solo tiene que sancionar las injusticias que contra él se cometieron, sino también corregir las que él cometió. Y su figura saldrá más enaltecida que desprestigiada si analizamos, con una crítica libre de prejuicios, sus relaciones con Lassalle, ahondando en estas, y dejando que los fieles ortodoxos admiradores de la letra que sigan por el camino que él delineó, llevando sus zapatillas en la mano, para decirlo con la metáfora de Lessing”.

CAPÍTULO X
CONMOCIONES DINÁSTICAS

7. LAS CAMPAÑAS DE LASSALLE


En los días de mayor agobio para la familia de Marx, en julio de 1862, Lassalle fue a Londres a devolverle su visita.

“Para guardar ante él cierto decoro, mi mujer había procurado no trasladarlo todo, hasta el último clavo, a la casa de empeños”, le escribía Marx a Engels. Lassalle no tenía idea de cuán desesperante era la situación por la que pasaba Marx y tomó como una realidad la imagen que él y su familia mantenían en torno suyo; Lenita Demuth, cocinera de la casa, no olvidó nunca el magnífico apetito de la visita. Todo esto produjo una “repugnante impresión”, y en nada ensombrece la figura de Marx el que éste, sobre todo tratándose de Lassalle, entre cuyos atributos no estaba, por cierto, la modestia, no se mantuviese muy lejos de aquel estado de ánimo en el que se encontraba Schiller cuando decía de Goethe: “¡Qué fácil se le hace la vida a este hombre, cuando yo tengo que lucharla duramente por todo!”

No fue sino hasta el momento de irse, después de una estadía de varias semanas, que Lassalle pareció haberse dado cuenta de la real situación. Ofreció su colaboración y prometió enviar quince libras antes de fin de año; además, autorizó a Marx para que librara sobre él cuantas letras quisiera, siempre y cuando Engels o cualquier otra persona garantizara su pago. Con la ayuda de Borkheim, Marx trató de obtener de este modo 400 táleros, pero ahora Lassalle, por carta, condicionó su aceptación, pidiendo que “para ponerse a salvo de cualquier contingencia imprevista, pues somos mortales”, Engels se comprometiera por escrito a hacerle llegar la suma librada ocho días antes del vencimiento de la letra. Como se entiende, la desconfianza respecto a su persona no podía caerle nada bien a Marx, pero Engels le suplicó que no hiciera caso de “esas tonterías” e inmediatamente prestó la fianza solicitada.

El curso posterior de esta operación financiera no está muy claro; el 29 de octubre Marx le escribía a Engels diciéndole que Lassalle, “muy indignado” con él, había exigido que se le enviaran los fondos a su dirección particular, dado que no tenía banquero. El 4 de noviembre, decía que Freiligrath estaba dispuesto a hacerle llegar a Lassalle los 400 táleros. Engels contestó al día siguiente que “mañana” le enviaría a Freiligrath 60 libras. Ambos hablaban, al mismo tiempo, de la posibilidad de “renovar la letra”. Pero alguna dificultad debió surgir, porque el 24 de abril de 1864 Lassalle le manifestaba a una tercera persona que hacía dos años que no se escribía con Marx, debido a que había entre ellos cierta tensión “por motivos financieros”. La última carta escrita por Lassalle a Marx, acompañando su conferencia “¿Y ahora?”, tiene fecha de fines del año 1862. La carta no se ha conservado, pero en otra dirigida por Marx a Engels, el 2 de enero de 1863, le decía que en aquella le rogaba la devolución de un libro, y el 12 de junio le escribía nuevamente a Engels, después de criticar con dureza las campañas de Lassalle: “No he podido decidirme a volver a escribirle a este individuo desde principios de año”; según esto, debió ser Marx quien rompió, por diferencias políticas, las relaciones.

Esto no quiere decir que ambas diferencias sean incompatibles; bien pudo pasar que las dos partes tomaran la misma decisión. Las condiciones extraordinariamente desagradables en las cuales se habían encontrado por última vez, contribuyeron sin duda a incrementar sus discrepancias políticas. Aparte de que estos desacuerdos no habían disminuido en lo más mínimo desde el último viaje de Marx a Berlín.

En el otoño de 1861, Lassalle viajó a Suiza y a Italia; en Zúrich conoció a Rüstow y en la isla de Cabrera a Garibaldi; también en Londres hizo que le presentaran a Mazzini. Durante estos viajes, parece haberse interesado por un plan fantástico, que no llegó a realizarse, del Partido Italiano de Acción, consistente en que Garibaldi se trasladara con sus tropas a Dalmacia, impulsando desde allí una revuelta en Hungría. En lo que a Lassalle se refiere, no perduró ninguna prueba documental, y bien puede ser que todo se redujera, en el peor de los casos, a una idea pasajera. Lassalle tenía diferentes ideas en la cabeza, que ya había empezado a poner en práctica con dos conferencias antes de trasladarse a Londres.

El ganar en Marx a un camarada de lucha para esos planes le importaba muchísimo más que todas las historias italianas. Pero Marx se mostró aún más inaccesible que el año anterior. No tenía problemas con ser corresponsal en Inglaterra del periódico que Lassalle seguía planeando, siempre y cuando le pagaran bien, pero sin asumir ningún tipo de responsabilidad ni participación política alguna, porque no acordaba en nada con Lassalle, salvo en algunos objetivos lejanos. La misma actitud negativa adoptó ante un plan de acción obrera que Lassalle le expuso. Según él, Lassalle se dejaba influenciar demasiado por las circunstancias del momento, queriendo transformar en eje de su campaña el enfrentamiento con un pigmeo como Schulze-Delitzsch: la iniciativa del Estado frente a la iniciativa individual. Con esto —añadía—, Lassalle no hacía más que renovar la fórmula con la que el socialista católico Buchez había combatido el verdadero movimiento obrero de Francia, en la década del cuarenta. Al lanzar en Alemania el grito cartista del sufragio universal, pasaba por alto la diferencia que había entre la situación alemana y la inglesa, ni tenía en cuenta tampoco las enseñanzas del segundo Imperio respecto a los derechos electorales. Y finalmente, renegando de toda conexión natural con el movimiento anterior de Alemania, incurría en el error de los sectarios, en el error de Proudhon, consistente en no ir a buscar la base real en los elementos genuinos del movimiento obrero, queriendo trazarle el rumbo de acuerdo a una determinada receta doctrinal.

Pero Lassalle, sin desviarse de su camino por estas objeciones, continuó con sus campañas, que ya en la primavera de 1863 tomaron un carácter genuinamente obrerista. No renunciaba a la idea de convencer a Marx de que tenía razón; aunque hubieran dejado de escribirse, seguía mandándole puntualmente sus publicaciones, discursos, etcétera. Claro está que él ignoraba la recepción que les daba su destinatario. Marx comentaba estos documentos, en sus cartas a Engels, con una severidad cercana, a veces, a la más rabiosa injusticia. No hay por qué entrar en detalles poco agradables y que, además, todo el mundo puede leer en la correspondencia entre Marx y Engels. Es suficiente con decir que, para Marx, aquellas publicaciones, que habían de infundirle nuevas esperanzas y nueva vida a cientos de miles de obreros alemanes, no eran más que plagios de un estudiante de último año de carrera o tareas escolares en cuya lectura no había por qué perder el tiempo.

Hace falta ser un hipócrita de mente corta para pasar por alto todo esto, argumentando que Marx, como maestro suyo que era, tenía derecho a hablar así de Lassalle. Marx no era ningún superhombre; jamás pretendió ni quiso ser más que un hombre a quien nada de lo humano le era ajeno, y si algo había que a aquel hombre le asqueara era el culto ciego y servil. Quien quiera ser fiel a su memoria, no solo tiene que sancionar las injusticias que contra él se cometieron, sino también corregir las que él cometió. Y su figura saldrá más enaltecida que desprestigiada si analizamos, con una crítica libre de prejuicios, sus relaciones con Lassalle, ahondando en estas, y dejando que los fieles ortodoxos admiradores de la letra que sigan por el camino que él delineó, llevando sus zapatillas en la mano, para decirlo con la metáfora de Lessing.

Marx era y no era el maestro de Lassalle. Desde cierto punto de vista, podría haber dicho de éste lo que cuentan que Hegel dijo de sus discípulos al morir: solo uno me ha entendido, y me ha entendido mal. Lassalle era, por mucho, el seguidor más brillante que Marx y Engels tenían, pero este seguidor no llegó nunca a comprender con perfecta claridad lo que era el alfa y el omega de su nuevo ideario: el materialismo histórico. La verdad es que no logró librarse nunca del “concepto especulativo” de la filosofía hegeliana, y aunque entendía claramente la trascendencia histórica de la lucha de clases, solo la entendía bajo esas formas idealistas del pensamiento que eran típicos, sobre todo, de la era burguesa, las formas de la filosofía y la jurisprudencia.

Como economista, además, quedaba muy por debajo de Marx, cuyas ideas nunca llegó a comprender en toda su magnitud. El propio Marx condenaba estas incomprensiones, con cierta indulgencia a veces, y otras, la mayoría, con excesiva dureza. Marx no encontraba más que “importantes malentendidos” en la exposición que de su teoría del valor hacía Lassalle, pero lo cierto es que Lassalle no lo entendió en absoluto. Tomaba de ésta únicamente aquello que entonaba con su ideología de filósofo del derecho: la prueba de que la jornada general de trabajo social que determina el valor hace necesaria la producción colectiva de la sociedad para garantizarle al obrero el producto íntegro de su trabajo. Para Marx, su teoría del valor era la clave de todos los enigmas del régimen capitalista de producción, el hilo conductor que permitía analizar la formación del valor y la plusvalía como el proceso histórico llamado a transformar necesariamente la sociedad capitalista en socialista. Lassalle pasaba por alto la distinción entre el trabajo plasmado en valores de uso y el trabajo que engendraba valores de cambio, aquel doble carácter del trabajo encarnado en la mercancía, que era para Marx el eje en torno al cual giraba la inteligencia de toda la economía política. Ante este punto decisivo, se abre el profundo abismo que separa a Lassalle de Marx, el abismo entre la concepción filosófico-jurídica y la concepción económico-materialista.

Pero ante otros problemas económicos, Marx juzga con excesiva severidad las debilidades de Lassalle, como sucede por ejemplo con los dos pilares económicos que sostenían su campaña: la que él llamó “ley de hierro de los salarios” y las cooperativas de trabajadores con créditos del Estado. Marx entendía que Lassalle había tomado la primera de los economistas ingleses Malthus y Ricardo, y la segunda del socialista católico francés Buchez. Sin embargo, no había sido así. De donde en realidad las había tomado era del Manifiesto Comunista.

De la ley de la población de Malthus, según la cual los hombres se multiplican siempre con más rapidez que los medios de subsistencia, Ricardo había derivado la ley de que el salario obrero medio se limitaba a lo estrictamente necesario, según la práctica establecida dentro de cada pueblo, para sostenerse y procrear. Lassalle no hizo suya jamás esta fundamentación de la ley del salario sobre una pretendida ley natural; combatió siempre la teoría de la población de Malthus con la misma dureza que Engels y Marx. Él se limitaba a resaltar el carácter “de hierro” de la ley del salario dentro de la sociedad capitalista, “bajo las condiciones actuales, bajo el imperio de la oferta y la demanda de trabajo”, y al hacerlo seguía las huellas del Manifiesto Comunista.

Tres años después de morir Lassalle, Marx demostraba el carácter elástico de la ley del salario tal y como se presentaba en el apogeo de la sociedad capitalista, descubriendo su límite máximo en las necesidades de creación de valor del capital, y su límite mínimo en el grado de miseria que el obrero podía soportar sin morirse de hambre. Entre estos límites, los salarios no oscilan determinados por la dinámica natural de la población, sino por la resistencia que los obreros oponen a la tendencia constante del capital a exprimir de sus energías la mayor cantidad de trabajo no remunerado posible. Esto le da a la organización sindical de la clase obrera para la lucha proletaria para la emancipación, una importancia muy distinta a la que Lassalle le quería atribuir.

Y si en este punto Lassalle estaba muy por debajo de Marx en el aspecto económico, con su fórmula de las cooperativas de trabajadores incurría en un craso error. No es cierto que hubiese tomado esta idea de Buchez, ni que la pregonara tampoco como receta universal para todos los males, sino simplemente como un paso hacia la socialización de la producción, en el mismo sentido en el que el Manifiesto Comunista habla de la centralización del crédito en el Estado y de la organización de fábricas nacionales. Está claro que, a la par de éstas, en el Manifiesto se propone toda una serie de medidas, diciéndose que “aunque parezcan económicamente insuficientes e insostenibles, en el transcurso del movimiento se superarán a sí mismas y se harán inevitables como medios para revolucionar todo el régimen de producción”. Lassalle, en cambio, veía en sus cooperativas “la semilla orgánica que impulsaría inconteniblemente todo el proceso posterior y lo haría surgir de sí mismo”. Es indudable que, con esto, Lassalle ponía al desnudo su “infección de socialismo francés”, cada vez que creía que las leyes de la producción de mercancías iban a desaparecer, de este modo, sobre el propio terreno de la producción.

Reconocemos que estos errores económicos de Lassalle —y aquí nos limitamos a destacar solamente algunos, los más importantes— tenían que causar la indignación de Marx, viendo cómo se volvía a confundir y oscurecer lo que él se había esforzado, desde hacía tanto tiempo, por aclarar. Muchas de aquellas frases despectivas que la lectura de Lassalle le arrancaba se explican perfectamente. Pero, en su entendible indignación, Marx no veía que, en el fondo y pese a todos sus errores teóricos, Lassalle no hacía otra cosa que llevar a la práctica su política. Tomar por la espalda a un movimiento ya en marcha para empujarlo hacia adelante era precisamente la táctica que Marx había recomendado siempre y la que él mismo siguiera en el año 1848. Lassalle no se dejaba gobernar por las “circunstancias imperantes del momento”, ni más ni menos que lo había hecho el propio Marx en los años de la revolución. Las acusaciones de sectarismo y de renegar de toda conexión natural con el movimiento anterior que se le hacían no tenían más viso de realidad que el no mencionar jamás en sus campañas a la Liga Comunista. Hojéense los varios cientos de números de la Nueva Gaceta del Rin y no se encontrará tampoco una sola mención de ella.

Después de morir ambos, Lassalle y Marx, Engels justificaba indirectamente, aunque no por eso de un modo menos rotundo, la táctica del primero. Al iniciarse en los Estados Unidos, por los años 1886 y 1887, un movimiento proletario de masas con un programa muy confuso, Engels escribe a su viejo amigo Sorge: “El primer gran paso que tiene que dar todo país que se lanza al movimiento, es organizar a los obreros en un partido político independiente, sea como sea, con tal de que se trate de un partido obrero”. “No importa —añadía— que el primer programa de ese partido sea todavía confuso y altamente deficiente; estos inconvenientes son tan inevitables como pasajeros”, y en términos similares escribía a otros compañeros de Estados Unidos. La teoría marxista —les decía— no era ningún dogma para alcanzar la felicidad eterna, sino la exposición de un proceso histórico; y no había que agravar todavía más la inevitable confusión de las primeras acciones, obligando a la gente a tragarse cosas que por el momento no podían todavía comprender, aunque pronto se las enseñaría la experiencia.

Engels se remitía, para argumentar esto, a la conducta seguida por Marx y por él en los años de la revolución. “Al regresar a Alemania en la primavera de 1848, nos afiliamos al Partido Democrático, por ser el único medio del que disponíamos para llegar a los oídos de la clase obrera; éramos el ala más avanzada de este partido, pero a la suya al fin y al cabo”. Y Engels les aconsejaba a sus amigos que no le impusieran al movimiento americano como bandera de lucha el Manifiesto Comunista, cuya mención ellos habían evitado, como fue dicho, en la Nueva Gaceta del Rin, dado que el Manifiesto, como casi todos los trabajos cortos de Marx y suyos, era todavía difícilmente entendible para América; los obreros del otro lado del Océano acababan de abrazar el movimiento, no estaban todavía suficientemente formados y su retraso, sobre todo teórico, era enorme. “Hay que apoyar la palanca directamente en la realidad, y para eso hace falta una literatura totalmente nueva. Una vez que los trabajadores estadounidenses estén encaminados, el Manifiesto podrá ser útil; ahora, no tendrá efecto más que en unos pocos”. Y como Sorge objetó ese diagnóstico alegando la profunda impresión que le había causado el Manifiesto al aparecer, cuando todavía era un muchacho, Engels le respondió: “Hace cuarenta años, ustedes todavía eran alemanes y poseían el sentido teórico alemán, por eso el Manifiesto los impresionaba; en cambio, en los demás países, a pesar de haberse traducido al francés, al inglés, al flamenco, al danés, etcétera, no causó la más mínima sensación”. En el año 1863, después de una larga época de opresión, la clase obrera alemana mantenía muy poco de ese sentido teórico del que habla Engels; también ella necesitaba de una larga educación para volver a comprender el Manifiesto Comunista.

En relación con el que Engels, invocando siempre y con perfecta justificación el nombre de Marx, describe como el “primer gran paso” de un movimiento obrero incipiente, la campaña de Lassalle era incuestionable. Y si como economista estaba muy por debajo de Marx como revolucionario no tenía nada que envidiarle, a menos que se le quiera reprochar que el arrebato incansable de sus energías revolucionarias desbordara en él la infatigable paciencia del investigador científico. Todas sus obras —con la única excepción del Heráclito— perseguían una eficacia práctica inmediata.

Lassalle basó toda su campaña sobre los cimientos rigurosos y firmes de la lucha de clases y se puso siempre como meta inconmovible la conquista del poder político por la clase obrera. Y no trazaba al movimiento, ni mucho menos, como Marx le reprocha, el curso que debía seguir de acuerdo a una determinada receta doctrinal, sino que se limitaba a los “elementos reales” que ya por sí mismos, espontáneamente, habían puesto en marcha el movimiento entre los obreros de Alemania: el sufragio universal y el derecho de asociación. Lassalle supo ver en el sufragio universal una palanca de la lucha de clases, con una mirada más certera que, en su época al menos, Marx y Engels, y en cuanto a las cooperativas de trabajadores con crédito del Estado, cualesquiera que sean las objeciones que se les puedan oponer, es innegable que respondían, en su idea central, a una preocupación muy justificada: que —para decirlo en los términos en los que el propio Marx habría de expresarse años más tarde— “el trabajo cooperativo, si quería salvar a las masas obreras, tenía que tomar dimensiones nacionales y ser fomentado, en consecuencia, con medios públicos”. Lassalle podrá parecernos un “sectario” si nos fijamos únicamente en la admiración, a veces un poco desmedida, que sus seguidores le profesaban, pero de esto no era él, al menos, el real y principal culpable. Él se esforzaba cuanto podía por evitar que “el movimiento asumiera, ante los ojos de los necios, los contornos de una sola persona”. Hizo lo imposible por conquistar para su campaña no solo a Marx y a Engels, sino a Bauer, a Rodbertus y a algunos otros, y si no consiguió traer a su lado a ningún camarada de armas que pudiera medirse con él, era natural que la gratitud de los obreros tomara la forma, no siempre discreta, de un culto personal. Por otra parte, él no era, realmente, alguien que disimulara sus méritos; la modestia con la que Marx ponía siempre su figura en segundo plano, supeditándola a la causa, no era, ciertamente, una de las virtudes de Lassalle.

Hay que tener en cuenta, además, otro punto central para juzgar su conducta: la lucha aparentemente violenta de la burguesía liberal con el Gobierno prusiano, de la que había surgido la campaña de Lassalle. Marx y Engels venían siguiendo de cerca, desde el año 1859, los asuntos de Alemania, pero las cartas intercambiadas entre ellos hasta el año 1866 revelan de muy diversos modos que no se mantenían muy al tanto de aquella realidad. A pesar de toda la experiencia adquirida en los años de la revolución, seguían contando con la posibilidad de una revolución burguesa y hasta militar, y a la par que tendían a atribuirle demasiada importancia a la burguesía alemana, no le daban la importancia debida a la política prusiana de expansión. Nunca llegaron a superar las impresiones de su juventud, en la que los países renanos, orgullosamente conscientes de poseer una cultura moderna, miraban con desdén a los viejos territorios prusianos, y cuanto más concentraban su atención en los planes de hegemonía mundial del zarismo, más tendían a ver en el Estado prusiano un subimperio ruso. Para ellos, Bismarck no era, en el fondo, más que un instrumento de Rusia, aquel “hombre misterioso de las Tullerías”, de quien ya en 1859 habían dicho que solo bailaba al son de la diplomacia moscovita; no podían concebir que la política de expansión prusiana, por aborrecible que fuera, pudiera llegar a términos dolorosamente inesperados, lo mismo para París que para San Petersburgo. Y creyendo todavía en la posibilidad de una revolución burguesa dentro de Alemania, era natural que la campaña de Lassalle les pareciera absolutamente prematura; nadie hubiera estado más dispuesto que este hombre a darles la razón, si su análisis se hubiese ajustado más fielmente a la realidad.

Pero Lassalle veía las cosas de cerca y las juzgaba más acertadamente. Arrancando de la realidad y bajo el signo de ella, no puede negarse que triunfó al afirmar que aquel movimiento filisteo de la burguesía progresista no podía conducir a nada, “aun cuando nos sentáramos a esperar siglos enteros, más aún, períodos geológicos enteros”. Descartada la posibilidad de una revolución burguesa, Lassalle comprendió certeramente que la unificación nacional de Alemania, suponiendo que fuese posible, solo podía ser obra de una conmoción dinástica, en la que el vértice propulsor seria, en su opinión, el nuevo movimiento obrero. Claro está que, al negociar con Bismarck para hacer marchar sobre ruedas la política de expansión prusiana, infringía, sin violar por esto ningún principio, los postulados del tacto político, cosa que indignaba, como con razón indignó a Marx y a Engels.

Lo que en los años de 1863 y 1864 los separó de Lassalle fue, en última instancia, las mismas “irreductibles diferencias de criterio respecto a los supuestos de hecho”, que ya los habían distanciado en 1859, con lo cual se caen abajo las apariencias de antipatía personal que rodean los durísimos conceptos formulados por Marx, por aquellos mismos días, acerca de Lassalle. La verdad, sin embargo, es que Marx no llegó nunca a sobreponerse por completo a sus prejuicios contra el hombre a quien la historia de la socialdemocracia alemana mencionará siempre unido a su nombre y al de Engels. Ni la muerte, con su virtud conciliatoria consiguió suavizar duraderamente estas esperanzas.

Marx se enteró de la muerte de Lassalle por Freiligrath, y le telegrafió la noticia a Engels el 3 de setiembre de 1864. “Ya te imaginarás —le escribía Engels al día siguiente— cómo me habrá sorprendido la noticia. Lassalle podrá haber sido lo que fuera, personalmente y en el campo literario y científico, pero políticamente no se puede negar que era una de las cabezas más notables de Alemania. Para nosotros era, hasta el momento, un amigo bastante incierto, y en el futuro hubiera sido, probablemente, un enemigo bastante cierto. Pero, de todos modos, es una pena ver cómo Alemania va acabando con todo aquel que tiene algún valor dentro del partido extremo. Hay que imaginarse la alegría que tendrán aquellos fabricantes y aquellos perros progresistas, dado que Lassalle era la única persona de Alemania a quien temían”.

Marx dejó pasar unos cuantos días antes de responder, el 7 de septiembre: “La desgracia de Lassalle no se me ha ido estos días de la cabeza. Pese a todo, seguía siendo uno de los de la vieja guardia, y un enemigo de nuestros enemigos… Es deplorable que en estos últimos tiempos se hayan empañado nuestras relaciones con él, está claro que por culpa suya. Hoy, me alegro mucho de haber sabido resistir a la influencia de cierta gente, que me incentivaba a atacarlo durante su ‘año santo’, cosa que no hice. ¡Cualquiera sabe, el grupo se va achicando, y las bajas quedan sin cubrir!”. A la condesa de Hatzfeld, le escribió Marx una carta de pésame, en que le decía: “Murió joven y luchando, como Aquiles”. Y cuando, a poco de su muerte, el charlatán de Blind quiso apuntarse un triunfo a costa de Lassalle, lo despachó con estas ásperas palabras: “No tengo ningún interés en explicarle quién era Lassalle y cuáles eran las verdaderas tendencias de su campaña a un payaso grotesco a quien solo lo sigue su sombra. Lejos de eso, estoy firmemente convencido de que el señor Blind solo puede cumplir con el oficio que le ha impuesto la naturaleza, saliendo a escena después de muerto el león”. Años más tarde, en una carta dirigida a Schweitzer, Marx reconocía el “mérito del inmortal Lassalle” que, pese a los “grandes errores cometidos en sus campañas”, había vuelto a poner en pie al movimiento obrero alemán, después de quince años de sopor.

Pero vinieron también los días en los que Marx volvió a hablar de Lassalle muerto con dureza e injusticia, todavía mayores acaso que cuando juzgaba al Lassalle vivo. Queda, entonces, en el análisis de estas relaciones, en el fondo, un penoso residuo, el cual solo se disuelve y volatiliza pensando que acaso el movimiento obrero moderno es demasiado imponente para que una sola cabeza, incluso la más poderosa, pueda comprenderlo en su totalidad.

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