CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXVII)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXVII) 1
Con la entrega de esta semana iniciamos la publicación del Capítulo X de la Biografía de Carlos Marx, escrita por Franz Mehring. Buen fin de semana.


CAPÍTULO X

CONMOCIONES DINÁSTICAS

1. LA GUERRA ITALIANA

La crisis de 1857 no había conducido a la revolución proletaria que Marx y Engels esperaban, pero no por eso dejó de tener ciertos efectos revolucionarios, aunque solo tomaran la forma de cambios dinásticos. Surgió el reino de Italia, al que le siguió, poco después, un Imperio alemán, mientras el Imperio francés desaparecía sin dejar huella.

Estos cambios eran perfectamente explicables. La burguesía no afronta jamás sus propias batallas revolucionarias, y la revolución de 1848 le había quitado las ganas de volver a llamar al proletariado para que peleara por ella. En esta revolución, y sobre todo en las acciones de junio en París, los obreros habían roto la tradición. No habían querido que se los siguiera considerando carne de cañón de la burguesía y habían reclamado para sí una parte, al menos, de los frutos de un triunfo logrado con su sangre y con sus puños.

Esto hizo que la burguesía concibiera, ya en los años de la revolución, la astuta idea de confiarse a otro poder que no fuera el proletariado, al cual ya no podía engañar, para que le sacara las castañas del fuego; sobre todo en Alemania y en Italia, es decir, en aquellos países donde ni siquiera estaba instaurado el Estado nacional, del que las fuerzas de producción capitalista necesitaban para poder desarrollarse prósperamente. Para concebir esta idea no hacía falta romperse mucho la cabeza. Nada mejor que brindarle a un príncipe cualquiera el mando sobre todo el territorio nacional, con tal de que, en compensación, le dejara a la burguesía vía libre para sus exigencias de explotación y expansión. Claro está que para esto la burguesía tenía que claudicar en sus ideales políticos y conformarse únicamente con la satisfacción de sus intereses materiales, debido a que, al pedir la protección de un príncipe, se entregaba atada de pies y manos a su poder.

No tiene nada de raro que fueran precisamente los Estados más reaccionarios los que la burguesía eligió para coquetear con ellos durante los años de la revolución; en Italia, el reino de Cerdeña, aquel Estado «jesuítico-militar» donde, según la maldición del poeta alemán, «soldados y curas le chupaban la sangre al pueblo»; en Alemania, el reino de Prusia, sobre el que pesaba la sorda opresión de la aristocracia rural del este del Elba. Por el momento, en ninguno de los dos países pudo llegar a la meta. El rey Carlos Alberto de Cerdeña, que había dado su consentimiento para transformarse en «espada de Italia», fue derrotado en el campo de batalla por las tropas austríacas y murió en el extranjero, fugado de su país. En Prusia, Federico Guillermo IV rechazó la corona imperial alemana que la burguesía del país le ofrecía en bandeja de oro, por considerarlo un honor puramente ilusorio, hecho de barro y arcilla; y prefirió despojar poco limpiamente al cuerpo de la revolución, hasta que no la espada, sino el látigo austríaco, le dio una buena clase en Olmütz.

Sin embargo, la misma prosperidad industrial que había determinado la revolución de 1848 era una fuerte palanca en manos de la burguesía alemana e italiana, aunque para manejarla necesitaran, de un modo cada vez más urgente, la conquista de la unidad nacional. Cuando la crisis de 1857 vino a recordar la caducidad de todos los esplendores capitalistas, las cosas empezaron a moverse. Primero en Italia, sin que por esto deba pensarse que el proceso capitalista estuviera aquí más avanzado que en Alemania. Todo lo contrario. En Italia aún no existían ni vestigios de la gran industria, y el antagonismo entre la burguesía y el proletariado no era todavía lo suficientemente fuerte como para generar desconfianza mutua. No menos importante era la circunstancia de que la desunión de Italia fuera consecuencia de la dominación extranjera, y que fuera un objetivo común de todas las clases liberarse de esa dominación. Austria tenía anexadas directamente a Lombardía y Venecia, e indirectamente el imperio se extendía sobre la Italia central, cuyos principitos obedecían las órdenes de la Corte de Viena. La lucha contra esta potencia foránea venía librándose sin freno desde la segunda década del siglo, dando lugar a las más crueles medidas de opresión, que a su vez no hacían más que incrementar la ira de los oprimidos. El puñal italiano seguía, como la sombra al cuerpo, al látigo austríaco.

Pero los atentados, los motines y las conspiraciones no bastaban para derribar la supremacía de los Habsburgo, contra la que habían chocado también, en los años de la revolución, todos los alzamientos italianos. La profecía de que Italia se incorporaría y se haría independiente por sus propios medios —Italia fara da se— había resultado ilusoria. Italia necesitaba, para sacudirse el yugo austríaco, la ayuda del extranjero, y para eso miró hacia Francia, la nación hermana. Es cierto que mantener la desunión de Italia y de Alemania era un principio tradicional de la política francesa, pero el aventurero que ocupaba el trono de Francia en aquellos años era un hombre con quien se podía tratar. El segundo Imperio no podía limitarse decorosamente a las fronteras que el extranjero le había trazado al territorio francés después de la caída del primer emperador. Necesitaba hacer conquistas, aunque el falso Bonaparte, naturalmente, no podía seguir, como conquistador, el camino del Bonaparte real. Tuvo que conformarse con tomar de su pretendido tío el denominado «principio de las nacionalidades», presentándose en escena con el papel de Mesías de las naciones oprimidas y dando por supuesto que éstas le pagarían por sus buenos artes con propinas abundantes de hombres y territorios.

Pero su situación no le permitía grandes campañas. Carecía de poder para entablar una guerra europea, y no digamos revolucionaria; como mucho podía llegar, contando con la venia de Europa, a embestir contra la cabeza de turco del continente, que a comienzos de la década del cincuenta había sido Rusia y al final de esta era Austria. El infame régimen de Bonaparte en Italia degeneró en un escándalo europeo, ya que la Casa de Habsburgo estaba peleada a muerte con los viejos amigos de la Santa Alianza: con Prusia por lo de Olmütz, y con Rusia por la guerra de Crimea. Atacando a Austria, Bonaparte podía estar seguro de contar con la colaboración de Rusia.

La situación interior de Francia reclamaba urgentemente una acción extranjera para restablecer el prestigio bonapartista. La crisis comercial de 1857 había paralizado la industria francesa y las maniobras del Gobierno para impedir que la crisis explotara con carácter profundo habían convertido el mal en crónico, haciendo que durara años y años el estancamiento del comercio francés. Esto sembraba la rebeldía por igual en la burguesía y en el proletariado, y hasta la clase campesina, que era la verdadera columna del golpe de Estado y del régimen, comenzaba a protestar; la gran baja de los precios del trigo en los años 1857 a 1859, decían, hacía que no fuera posible seguir trabajando la tierra en Francia, con los precios tan bajos y las pesadas cargas que pesaban sobre la agricultura.

En esta situación, Bonaparte se vio fuertemente solicitado por Cavour, primer ministro del reino de Cerdeña, que venía a restaurar las tradiciones de Carlos Alberto, pero manteniéndolas con muchísima más habilidad. Sin embargo, como no disponía más que de las armas impotentes de la diplomacia, avanzaba lentísimamente, tanto más cuanto que el carácter retraído e irresoluto de Bonaparte no estaba hecho para las decisiones rápidas. Pero el Partido Italiano de Acción se las arregló para poner rápidamente en pie a este libertador de pueblos. El 14 de enero de 1858, Orsini y sus cómplices tiraron en París sus bombas contra el coche imperial, que quedó acribillado por setenta y seis astillas de granada. Aunque los ocupantes salieron ilesos del atentado, el falso Bonaparte respondió al susto mortal, como era de rigor en gente de su calaña, implantando inmediatamente un régimen de terror. Con esto, lo único que demostraba era que su imperio, después de siete años de gobierno, seguía parado sobre pies de barro. Una carta que le dirigió Orsini desde la cárcel infundió un nuevo terror a sus miembros. «No olvide usted —decía la carta— que la paz de Europa y la suya personal serán una quimera mientras Italia no sea independiente y libre». Al parecer, Orsini le hablaba todavía más claro en una segunda carta. No era la primera vez que Bonaparte, en los extravíos de su vida aventurera, caía en manos de los conspiradores italianos, y sabía que su venganza no era algo para tomarse en chiste.

En el verano de 1858 mandó a llamar a Cavour al balneario de Plombiéres, acordando con él la guerra contra Austria. Cerdeña obtendría la Lombardía y Venecia, redondeando sus territorios y extendiendo su reino a todo el norte de Italia, a cambio de lo cual Francia se quedaría con Saboya y Niza. Era una negociación diplomática en la que la libertad y la independencia de Italia quedaban muy en Segundo piano. Sobre la suerte de la Italia central y meridional no se dispuso nada, aun cuando ambas partes tenían secretas aspiraciones respecto a estos territorios. Bonaparte no podía abandonar las tradiciones de la política francesa hasta el punto de trabajar para una Italia unida; su aspiración —combinada, además, con la de mantener la soberanía pontificia— era implantar una federación de dinastías italianas que, obstruyéndose unas a otras, le abrirían el paso a la influencia francesa; además, se debatía con el pensamiento de ofrecer a su primo Jerónimo un reino en la Italia central. Cavour, por su parte, contaba con el movimiento nacional, que le permitiría contrarrestar todas las tendencias dinástico-particularistas tan pronto como la Italia del norte se unificara y adquiriera un cierto poder.

En el año nuevo de 1859, Bonaparte recibió en una audiencia al embajador austríaco en París y le reveló sus planes; pocos días después, el rey de Cerdeña declaraba que no era sordo a los gritos de angustia de Italia. En Viena no pasaron desapercibidas las amenazas y la guerra se precipitó, siendo el Gobierno austríaco tan torpe que se dejó arrastrar al papel de agresor. Medio en quiebra como estaba, atacado por Francia y amenazado por Rusia, este Gobierno se encontraba en una situación muy precaria, de la cual no podía sacarlo la tibia amistad de los tories ingleses. Intentó ganar para su causa a la Confederación Alemana, que, si bien no estaba obligada por los tratados a defender los territorios de ningún Estado confederado situado fuera de las fronteras alemanas, quizás mordería el anzuelo político-militar de que había que defender el Rin junto al Po, o lo que es lo mismo, que el interés de Alemania exigía la defensa del régimen intrusista de Austria en el norte de Italia.

En Alemania se había iniciado también, desde 1a crisis de 1857, un movimiento nacional que no se distinguía mucho del italiano. Le faltaba el incentivo de un invasor, y la burguesía alemana, desde los sucesos de 1848, le tenía un miedo insuperable al proletariado, aunque, en verdad, el riesgo que había corrido no era para temer. Pero las acciones de junio en París le habían abierto los ojos. Ahora, ya no era Francia su ideal sino Inglaterra, donde la burguesía y el proletariado parecían llevarse muy bien. La boda del príncipe heredero de Prusia con una princesa británica llevó al éxtasis a la burguesía prusiana, y cuando, en otoño de 1858, el rey, enfermo mental, le entregó el trono a su hermano y este se decidió a nombrar un gabinete liberal, por razones que muy poco tenían que ver con el liberalismo, aquel «júbilo bovino de la coronación», que Lassalle pinta con trazos de tan amarga sátira, estalló. Aquella digna clase renegó de sus propios héroes de 1848 para no molestar al príncipe regente y, lejos de pinchar cuando el nuevo ministerio dejaba todo tal como estaba, o poco menos, lanzó la famosa consigna de «no empujar», por puro temor a que el nuevo señor se fastidiara y barriera con la «nueva era», que solo existía a su antojo y que no era, en realidad, más que una vana sombra proyectada en la pared.

A medida que las nubes de la guerra se formaban, la marea iba creciendo en Alemania. El camino seguido por Cavour para la unidad en Italia era muy tentador para la burguesía alemana, que ya hacía un largo tiempo que había designado a Prusia para el papel representado por Cerdeña. Sin embargo, el ataque del enemigo secular francés contra la avanzada de la Confederación Alemana generaba en ella inquietudes y recuerdos que la perturbaban. ¿Retomaría este falso Bonaparte las tradiciones del auténtico? ¿Retornarían las jornadas de Austerlitz? ¿Volverían a crujir sobre Alemania las cadenas del invasor? Las plumas a sueldo de Austria no se cansaban de dibujar sobre la pared este espectro de terror, a la par que pintaban la estampa paradisíaca y futurista de una «gran potencia centroeuropea», que abarcaría, bajo la influencia preponderante de Austria, la Confederación Alemana, Hungría, los territorios eslavo-rumanos del Danubio, Alsacia y Lorena, Holanda y quién sabe cuántas cosas más. Para contrarrestar esta campaña de propaganda, Bonaparte soltó naturalmente, a sus propias plumas, que juraban y perjuraban que nada estaba más lejos del alma cándida de su amo y señor que la búsqueda de apoderarse de las orillas del Rin, y que la guerra contra Austria no tenía otro objetivo que los fines sublimes y augustos de la civilización.

En medio de este desconcierto de opiniones, el buen burgués no sabía qué esperar, si bien, poco a poco, empezaba a darle más crédito a la perorata de los Habsburgo que a la de Bonaparte. Aquellas quimeras resultaban más halagadoras para el patriotismo de bar, aparte de que hacía falta una fe demasiado fuerte para creer en la misión civilizadora del hombre de diciembre. Sin embargo, la situación era tan confusa que hasta hombres que eran verdaderos políticos, y políticos revolucionarios, perfectamente identificados con los problemas fundamentales, discrepaban acerca de la política que Alemania debía seguir ante la guerra italiana.

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