CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXVI)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXVI) 1
Hacemos entrega de la cuarta parte del Capítulo IX de la biografía de Carlos Marx escrita por Franz Mehring; referida a la crisis de 1857 y cómo ésta influyó en la actividad de los maestros de la clase obrera. Así mismo da cuenta de la relación de Marx con Lassalle y la culminación de su «Contribución a la crítica de la economía política», de cuyo resumen se ocupa Mehring en la quinta y última parte del Capítulo IX que publicaremos la próxima semana.


CAPÍTULO IX

LA GUERRA DE CRIMEA Y LA CRISIS

4. LA CRISIS DE 1857

Cuando Marx y Engels se retiraron, en otoño de 1850, de la vida de militantes en el partido, acompañaron el acto con esta declaración: «Una nueva revolución no podrá estallar hasta que estalle una nueva crisis. Pero tanto una como otra son inevitables». Desde entonces, no hicieron más que observar, y cada año con más impaciencia, los indicios de la crisis esperada. Liebknecht cuenta que Marx aventuraba, de vez en cuando, alguna profecía acerca de ella, entre las burlas de sus amigos. Y en efecto, al estallar la crisis, en el año 1857, Marx le hizo saber a Guillermo Wolff, por medio de Engels, que esa crisis, como iba a demostrar, debería haberse producido, si las cosas hubiesen seguido un curso normal, dos años antes.

La crisis comenzó en los Estados Unidos, y ya sus primeros síntomas se hicieron sensibles para Marx, al ver cómo el New York Tribune lo ponía a medio sueldo. Era un golpe muy doloroso, debido a que la familia, en su nuevo alojamiento, volvía a padecer la misma penuria de antes, o tal vez mayor. Aquí, Marx no podía «ir tirando de un día para otro, como en la Deanstreet», dado que el presupuesto familiar era mucho mayor. «No sé absolutamente nada respecto a lo que debo hacer y mi situación es, realmente, más desesperada que hace cinco años», le escribía a Engels el 20 de enero de 1857. Para Engels, la noticia vino como «un rayo que caía de un cielo limpio», pero se apresuró a ayudar al amigo, lamentándose tan solo de que no le hubiera escrito dos semanas antes. Acababa de comprarse, le decía, un caballo, para el que su padre le había mandado el dinero como un regalo de Navidad; «y me da rabia tener un caballo para pasear, mientras tú estás en Londres pasando agobios con tu familia». Tuvo una gran alegría cuando, dos meses después, Dana solicitó la colaboración de Marx para unos cuantos artículos sobre temas militares, a publicar en una enciclopedia que él dirigía. Engels estaba «tremendamente satisfecho» por el pedido, debido a que significaba una gran mano que podría liberar a Marx de sus eternos problemas económicos. A su compañero, a su vez, le decía que hiciera todos los artículos que pudiera, y que fuera organizándose, poco a poco, una especie de oficina.

Pero el proyecto fracasó, entre otras razones, por falta de gente. Además, las perspectivas estaban lejos de ser todo lo brillantes que Engels pensaba. Resultó que los honorarios no pasaban de un penique la línea, y aunque el trabajo fuera simple, Marx era demasiado concienzudo para hacer nada así no más. Por lo que podemos juzgar a través de su correspondencia, no está justificado el juicio despectivo que Engels habría de formular, años más tarde, acerca de estos artículos, escritos unos por él y otros por Marx: «Simples trabajos comerciales, ni más ni menos; no hay que molestarse en desenterrarlos». Poco a poco, estos trabajos esporádicos fueron paralizándose, y creemos que la colaboración activa de ambos amigos en aquella enciclopedia no pasó de la letra C.

Además, se había topado desde el primer momento con un serio obstáculo; un padecimiento de las glándulas que obligó a Engels, en el verano de 1857, a pasar una larga temporada junto al mar. La salud de Marx también estaba delicada. Había sufrido un nuevo cólico hepático, tan fuerte que tenía que hacer muchos esfuerzos para poder trabajar lo indispensable. En julio, su mujer dio a luz a un niño muerto, en condiciones que le dejaron una terrible marca en su recuerdo. «Tienes que haberla pasado realmente mal para escribir así», le contestó Engels, preocupado; sin embargo, Marx declaró que era mejor posponer la discusión hasta que se encontraran, dado que se sentía incapaz de escribir sobre el asunto.

Pero en el otoño, al estallar la crisis en Inglaterra y pasar de aquí al continente, olvidó como por arte de magia todas sus torturas personales. «A pesar de la crisis financiera que atravieso, no me he sentido tan bien, desde 1840, como ahora», le escribía a Engels el 13 de noviembre. En su respuesta del día siguiente, Engels manifestaba su preocupación porque el desarrollo de la crisis pudiera precipitarse. «Creo que sería mejor que la crisis ‘mejorara’ hasta que asuma un carácter crónico, antes del segundo y definitorio golpe. La presión crónica es conveniente durante un cierto tiempo, para hacer entrar en calor a la gente. El proletariado golpea mejor cuando tiene un dominio mayor de la situación, más armonía y más unidad; tal como en los ataques de caballería, en los que conviene que los caballos puedan tomar carrera galopando un trecho antes. No me gustaría que las cosas se precipitaran antes de que el movimiento abarcara toda Europa, algo que iría en detrimento de la firmeza y la duración de la lucha. Todavía sería demasiado temprano, a mi parecer, en mayo o junio. Las masas deben estar tremendamente aletargadas por efecto de la larga etapa de prosperidad… Por lo demás, a mí me pasa lo mismo que a ti. Desde que la crisis colapsó en Nueva York, no encontraba calma en Jersey, y me siento muy bien en medio de esta hecatombe general. Se me había ido pegando al cuerpo toda la basura burguesa de los últimos años, pero ahora va a ser lavada y me siento otro. La crisis, ya lo estoy notando, me produce el mismo bienestar físico que un baño en el mar. En 1848 decíamos: ahora llega nuestra momento, y fue verdad que llegó en un cierto sentido, pero esta vez va en serio, esta vez nos jugamos la cabeza».

No fue así, sin embargo. La crisis tuvo, a su modo, consecuencias revolucionarias, pero distintas a las que Marx y Engels habían previsto. No es que se entregaran atolondradamente a ningún tipo de esperanzas utópicas; lejos de eso, lo que hacían era estudiar día tras día, con celosa paciencia, el proceso de la crisis. «Trabajo de un modo colosal —escribía Marx el 18 de diciembre—, la mayoría de los días hasta las cuatro de la mañana. Son dos los trabajos que tengo entre manos: 1º La escritura de los fundamentos básicos de la economía (es absolutamente necesario para el público penetrar en el fondo de la materia, y para mí, personalmente, sacarme ese peso de encima). 2º El estudio de la crisis actual. Acerca de esto —fuera de los artículos para el Tribune―, me limito a registrar apuntes, tarea que de todas formas me toma bastante tiempo. Quiero que para la primavera publiquemos juntos un panfleto sobre la historia de la crisis, a modo de interpelación al público alemán, para que éste sepa que seguimos vivos y que no hemos cambiado». Este plan no llegó a realizarse, debido a que la crisis no removió a las masas, y eso le dejó a Marx el tiempo libre que precisaba para desarrollar la parte teórica de su plan.

Hacía diez días que la mujer de Marx había escrito a Conrado Schramm, tendido en su lecho de muerte en Jersey: «Aunque la crisis estadounidense nos toca dolorosamente el bolsillo, ya que Carlos, ahora, no puede mandar al Tribune más que un artículo por semana en vez de dos, siendo él, con Bayard Tailor, el único corresponsal europeo que no ha sido cesanteado, puede usted imaginarse lo satisfecho que el ‘moro’ está. Han vuelto a él la capacidad y la facilidad de trabajo, y la frescura y alegría de espíritu de sus mejores épocas; hace varios años, desde nuestra gran desgracia, desde la pérdida de aquel hijo de mi corazón, al que nunca habré llorado lo suficiente, que no habíamos vuelto a verlo así. Carlos trabaja durante el día para ganar el pan y por las noches para concluir su Economía. Ahora, que este trabajo llegó a ser tan necesario, puede que tampoco le falte un mísero editor». Y no le faltó, en efecto, gracias a los esfuerzos de Lassalle.

Éste había vuelto a escribirle a Marx en abril de 1857, en un tono amistoso, propio de los viejos tiempos, extrañado de que Marx guardara silencio tanto tiempo, pero sin sospechar la causa. Desoyendo los consejos de Engels, Marx dejó la carta sin contestar. En diciembre, Lassalle volvió a escribirle, pero esta vez con otro motivo: su primo Max Friedlander le suplicaba que ofreciera a Marx colaboración en la Wiener Prease, periódico a cuya redacción pertenecía Friedlander. Marx rechazó la oferta, alegando que si bien era «antifrancés», no por eso era menos «antiinglés», no pudiendo de ninguna manera escribir a favor de Palmerston. Y como Lassalle, a pesar de no tener nada de sentimental, se había sentido dolido por no haber recibido respuesta a su carta de abril, Marx le replicaba «concisa y fríamente» que no le había contestado por razones que era difícil explicar por escrito. Añadía unas cuantas palabras, entre las cuales decía que pensaba publicar una obra sobre economía.

En enero de 1853 llegó a Londres un ejemplar del Heráclito, de Lassalle, acompañado por algunos comentarios acerca del entusiasmo que la obra había despertado entre los intelectuales de Berlín. En una carta de diciembre, Lassalle le anunciaba su intención de hacerle llegar el libro. Los gastos de envío, dos chelines, «ya le prepararon una mala recepción». Pero tampoco el contenido de la obra mereció de Marx un juicio halagador. Aquella «enorme muestra» de erudición no lo impresionaba. Decía que no había nada más fácil que amontonar citas cuando se disponía de tiempo y de dinero, y de la posibilidad de hacerse traer a su casa todos los volúmenes interesantes de la biblioteca de la Universidad de Bonn. También añadía que Lassalle se movía en aquel mundo filosófico hecho de retazos, con la gracia del que vestía por primera vez un traje elegante. Era juzgar con demasiada e injusta severidad la auténtica erudición de Lassalle; pero se explica muy bien que aquel libro provocara la antipatía de Marx por la misma razón que le valía, según él, el favor de los grandes profesores berlineses: encontrarse con un alma de historiador y de erudito en un hombre joven a quien se tenía por revolucionario. Como es sabido, la mayor parte de la obra había sido escrita más de diez años antes de publicarse.

A pesar de la «concisa y fría» respuesta de Marx a su carta, Lassalle no vislumbró que había algún problema. Interpretó mal ―de buena fe sin duda, no de un modo intencionado, como Marx sospechaba― la necesidad de un intercambio verbal de impresiones, creyendo ingenuamente que Marx deseaba contarle algo en persona. Le contestó en febrero de 1858, con una carta sin malicia, describiéndole vivamente el éxtasis que se había apoderado de la burguesía berlinesa por la boda del heredero de la corona de Prusia con una princesa de Inglaterra, y ofreciéndose a proporcionarle un editor para su obra de economía. Marx accedió a esto, y ya a fines de marzo, Lassalle acordó con su propio editor, Francisco Duncker, el contrato de publicación, en condiciones más favorables que las que Marx esperaba. Este había propuesto que la obra apareciera por entregas, prestándose a renunciar a los honorarios de los primeros cuadernos. Sin embargo, Lassalle le consiguió tres «federicos» por cada pliego impreso, uno más que la tarifa habitual de profesor. El editor se reservaba únicamente el derecho a suspender la impresión a partir de la tercera entrega, si el público no respondía.

Más de nueve meses tardaría Marx, sin embargo, en terminar el original para la primera entrega. A su padecimiento en el hígado se le sumaban los problemas domésticos. La Navidad de 1858 fue la más «sombría y desconsolada» que viera aquella casa. Por fin, el 21 de enero de 1859 quedó listo el «desdichado original», sin que hubiera en toda la casa ni un centavo para certificarlo y despacharlo. «Seguramente, es la primera vez que alguien escribe acerca del dinero con tanta carencia de él. La mayoría de los autores que escribieron sobre este tema estaban en una magnífica armonía con el objeto de sus investigaciones». Así le escribía Marx a Engels, para suplicarle que le enviara el dinero necesario para los gastos de envío del original.

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