CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXIX)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (XXIX) 1Entregamos esta semana la tercera parte del Capítulo X de la magnífica Biografía de Carlos Marx, escrita por Franz Mehring. En esta parte, el autor relata un nuevo episodio de disputas entre los exiliados revolucionarios, surgidas con motivo de los cambios en poder en Francia y Alemania.

CAPÍTULO X

CONMOCIONES DINÁSTICAS

3. NUEVAS LUCHAS ENTRE LOS EXILIADOS

El carácter complejo de la guerra italiana resolvió viejos desacuerdos y provocó nuevos conflictos entre los emigrados.

Mientras que los fugitivos italianos y franceses combatían la fusión del movimiento de la unidad italiana con el golpe de Estado francés, una gran parte de los exiliados alemanes se disponía a repetir aquellas torpezas cuya primera edición les había generado un destierro de diez años. No es que compartieran, ni mucho menos, los puntos de vista de Lassalle, sino que se entusiasmaban con la «nueva era» por la gracia del Príncipe Regente, con la esperanza de que también a ellos los alcanzaría un rayo del nuevo sol; estaban poseídos por una verdadera «furia de amnistía», según la frase satírica de Freiligrath, y dispuestos a cualquier acto patriótico, si la «Alteza real», como Kinkel había pronosticado ya ante el consejo de guerra de Rastatt, se decidía a forjar con la espada la unidad del Imperio.

Kinkel se convirtió nuevamente en el portavoz de estas tendencias, con su Hermann, un semanario que empezó a publicarse el 1 de enero de 1859 y cuyo título antediluviano indicaba bien a las claras qué ideología tenía. Pronto se transformó en el órgano auténtico de aquella —para decirlo también con Freiligrath— «nostalgia patriótica», ansiosa de hundirse cuanto antes en el «bullicio liberal de los suboficiales prusianos». Esto hizo que el semanario de Kinkel se impusiera rápidamente, matando enseguida al Nuevos tiempos, un periodiquito obrero que editaba Edgar Bauer por encargo de la Liga de Cultura Obrera. Como el Nuevos tiempos vivía casi exclusivamente del crédito del impresor, se vinieron a pique tan rápido como Kinkel le ofreció a éste la empresa mucho más beneficiosa y sólida del Hermann. Sin embargo, esta jugada no encontró el aplauso unánime ni aun en el seno de los exiliados burgueses; el librecambista Faucher creó un comité de ayuda financiera para proseguir con la publicación de Nuevos tiempos, rebautizándolo con el título de El Pueblo. De su redacción se encargó Elard Biskamp, un emigrado de Hesse que había colaborado en Nuevos tiempos desde las provincias y que ahora abandonaba su puesto de maestro para dedicarse al renaciente periódico.

Biskamp fue a visitar inmediatamente a Marx, acompañado por Liebknecht, para solicitar su colaboración. Desde la hecatombe de 1850, Marx había roto todo contacto con la Liga de Cultura Obrera. Le disgustó incluso que Liebknecht reanudara personalmente relaciones con esta organización, si bien la opinión de Liebknecht de que un partido obrero sin obreros era una contradicción lógica, tenía bastante peso. No obstante, se comprendía perfectamente que Marx no lograra sobreponerse tan pronto a los desagradables recuerdos del pasado, y dejó «estupefacta» a una comisión de la Liga que fue a visitarlo con la declaración de que Engels y él no habían recibido sus títulos de representantes del partido proletario de nadie más que de sí mismos, refrendados por el odio general y personal con el que los enaltecían los partidos del Viejo Mundo.

Tampoco prestó mucho oído en un principio a la invitación que le hacían para colaborar en El Pueblo. Aunque aplaudía decididamente que no se dejara vía libre a los manejos de Kinkel y autorizaba a Liebknecht para ayudar a Biskamp en las tareas de redacción del periódico, personalmente no quería intervenir de un modo directo en ningún periódico pequeño ni de partido, que no estuviese dirigido por Engels y por él. Lo único que prometió fue hacer cuanto estuviera a su alcance por colaborar con la difusión del periódico, poner a su disposición de vez en cuando artículos del Tribune para que los reprodujese y facilitarle noticias e indicaciones verbales acerca de diferentes temas. A Engels le escribió diciéndole que consideraba a El Pueblo como un «periódico para pasar el tiempo», al estilo de lo que habían sido el Vorwaerts y La gaceta alemana de Bruselas. Pero que podía llegar el momento en que necesitaran urgentemente disponer en Londres de un periódico. Y que Biskamp merecía su colaboración, más teniendo en cuenta que trabajaba sin recibir salario alguno.

Sin embargo, Marx era un luchador demasiado impulsivo como para no salir a pelear con aquel «periodiquito para pasar el tiempo» cuando empezó a mostrarse molesto por los manejos de Kinkel. Invirtió no pocas energías y tiempo en mantenerlo a flote, no tanto con su colaboración, que parece haberse limitado, según él mismo dice, a unas cuantas noticias breves, como con sus esfuerzos por asegurar las condiciones materiales de existencia del periódico —que se publicaba, por cierto, en formato grande y con cuatro páginas—, para que pudiese vivir, por lo menos, al día. Ninguno de los pocos amigos del partido se libró de contribuir con su donación, el primero de todos Engels, que colaboraba también activamente con la pluma, aportando artículos militares sobre la guerra italiana y sobre todo un importante estudio sobre la obra científica de su amigo, recién publicada, del cual no pudieron ver la luz ni el tercero ni el último artículo. El periódico agonizó a fines de agosto, y todo el fruto práctico que dieron los esfuerzos de Marx por sostenerlo en pie fue que el impresor, un tal Fidelio Hollinger, lo hiciera responsable de los descubiertos. La pretensión no podía ser más infundada, pero «como la banda de Kinkel no esperaba otra cosa para celebrar, dando un escándalo, y el personal que se había movido en torno al periódico no era el más indicado para una exhibición ante los tribunales», Marx salió del conflicto pagando unas cinco libras.

Sacrificios y cuidados impensablemente mayores habrían de costarle otra herencia que le traspasó El Pueblo. El 19 de abril de 1859, Carlos Vogt les había enviado desde Ginebra a varios emigrados de Londres, entre ellos Freiligrath, un programa político acerca de la actitud de la democracia alemana en la guerra de Italia, invitándolos a colaborar, en el tono de aquel programa, en un nuevo semanario suizo. Vogt, relacionado con los hermanos Folien, destacados integrantes del movimiento juvenil alemán, había sido uno de los referentes de la izquierda, con Roberto Blum, en la Asamblea Nacional de Frankfurt, y en los últimos momentos del parlamento agonizante figuró entre los cinco regentes del Imperio nombrados por él. Actualmente, residía como profesor de Teología en Ginebra, ciudad a la que representaba con Fazy, el líder de los radicales ginebrinos, en el Senado suizo. En Alemania mantenía vivo su recuerdo por medio de una intensa agitación a favor de un tipo de materialismo estrecho y científico-natural que desvariaba en cuanto pretendía pisar terreno histórico. Además, Vogt mantenía estas doctrinas, como Ruge acertadamente le reprochaba, con «atolondramiento escolar», tendiendo a indignar a los filisteos con sus tópicos cínicos, y cuando por fin lo consiguió, al sostener que «las ideas guardaban la misma relación con el cerebro que la bilis con el hígado o la orina con los riñones», hasta Luis Büchner, su compañero más cercano, rechazó aquella especie de racionalismo de segunda.

Freiligrath le solicitó a Marx un juicio acerca del programa político difundido por Vogt, y obtuvo esta lacónica respuesta: ¡política de mesa de café! A Engels le escribía comentando el asunto en términos más explícitos: «Alemania renuncia a sus territorios extra alemanes. No apoya a Austria. El despotismo francés es transitorio, el austríaco es permanente. A ambos se les permite desangrarse. (Hasta se percibe cierta propensión hacia Bonaparte). Neutralidad armada de Alemania. Según Vogt dice saber de buena fuente, no hay que pensar en un movimiento revolucionario mientras vivamos. Por consiguiente, tan pronto como Austria se vea destruida por Bonaparte, empezará a desarrollarse en la patria, espontáneamente, un proceso liberal-nacional moderado bajo el auspicio del Príncipe Regente, y nada tendría de sorprendente que Vogt llegara a ser bufón de palacio en Prusia». La desconfianza con la que habla en estas líneas se volvió certeza para Marx cuando Vogt, que no pudo sacar adelante el semanario proyectado, editó sus Estudios acerca de la situación actual de Europa, cuya afinidad espiritual con las consignas bonapartistas era ya innegable.

Vogt se había dirigido también, a la par que a Freiligrath, a Carlos Blind, un emigrado badense, amigo de Marx desde los años de la revolución y autor de un artículo publicado en la Nueva revista del Rin, aunque no se contara entre sus más íntimos correligionarios. Blind figuraba más bien entre aquellos republicanos «serios» para quienes el cantón de Badén seguía siendo el ombligo del mundo. Engels sobre todo se reía mucho viendo a aquellos «hombres de Estado» cuya ideología, pese a toda su sombría sublimidad, solía reducirse a un respeto ilimitado a su propio yo. Este Blind se acercó a Marx para revelarle las traiciones de Vogt, de las cuales decía tener pruebas. Le aseguró que Vogt cobraba una subvención bonapartista por sus campañas, que había pretendido sobornar con treinta mil guldas a un escritor del sur de Alemania, habiendo hecho también intentos de soborno en Londres, y que ya en el verano de 1858, en una entrevista celebrada en Ginebra entre el príncipe Jerónimo, Napoleón, Fazy y compañía se había acordado la guerra de Italia, designándose al Gran Duque Constantino de Rusia como futuro rey de Hungría.

Marx le comunicó estas noticias de palabra a Biskamp, cuando este fue a visitarlo para pedirle colaboración para El Pueblo, añadiendo que era una debilidad de los del sur de Alemania recargar las tintas. Biskamp hizo uso de algunos de los informes de Blind sin consultar a Marx, e insertó en su periódico un artículo que pretendía ser ingenioso denunciando al «regente del imperio como traidor al imperio»; de este número envió un ejemplar a Vogt. Este contestó en el Correo comercial de Biel, «advirtiendo» a los obreros contra aquellas «bandas de emigrados», a quienes los suizos, cuando se refugiaron en su país, habían bautizado como «cuadrillas de incendiarios», y que en la actualidad se habían vuelto a congregar en Londres bajo las órdenes de su jefe Carlos Marx, para entretenerse en hilvanar conspiraciones entre los obreros alemanes, conspiraciones conocidas de los agentes secretos del continente desde el primer momento y que no servirían más que para llevar al fracaso a los obreros. Marx no creyó oportuno contestar a este «sucio ataque» y se contentó con que el propio El Pueblo lo despreciara.

Un tiempo después, a comienzos de junio, Marx se trasladó a Manchester para recaudar entre los amigos fondos para El Pueblo. Durante su ausencia, Liebknecht encontró en la imprenta del periódico las galeras de una hoja anónima contra Vogt, que retomaba las revelaciones de Blind y cuyo original, según testimoniaba el cajista Vógele, había sido compuesto por el propio Blind, de su puño y letra; las correcciones puestas en las pruebas eran también de su mano. Hollinger, el impresor, envió a Liebknecht, dos o tres días después, un ejemplar, que este remitió a la Gaceta general de Augsburgo, de la que era corresponsal hacía varios años, acompañando el envío con unas líneas en las que decía que la hoja tenía por autor a uno de los exiliados alemanes más respetables y que todos los hechos que en ella se invocaban podían probarse.

Al aparecer la hoja inserta en la Gaceta General, Vogt querelló al periódico por calumnias. La redacción pidió a Liebknecht las pruebas prometidas, para preparar su defensa, y Liebknecht buscó a Blind. Pero éste se negó rotundamente a mezclarse en los asuntos de un periódico extraño, y no solo eso, sino que negó incluso que él fuese el autor de dicha hoja, aunque reconociendo haber comunicado a Marx los hechos que en ella se relataban, algunos de los cuales había publicado también en la Free Press, órgano de Urquhart. A Marx, aquel asunto no le interesaba, por el momento, y Liebknecht se había hecho a la idea de verse negado por él. Sin embargo, Marx se creyó obligado a hacer cuanto estaba a su alcance por desenmascarar a Vogt, que tan por los pelos había querido mezclarse en el negocio. Pero sus esfuerzos por hacer que Blind confesara también chocaron contra la obstinación de éste, y Marx tuvo que conformarse con un testimonio escrito del cajista Vógele acreditando que el original de la hoja en cuestión había sido redactado de puño y letra por Blind, cuya escritura reconocía, habiendo sido compuesto e impreso en Hollinger. Claro está que con esto no se aportaba ninguna prueba de la culpabilidad de Vogt.

Pero antes de que el caso llegara a tribunales en Augsburgo, la fiesta de Schiller, con la que se conmemoraba el 10 de noviembre de 1859 el centenario del nacimiento del poeta, dio lugar a nuevos conflictos entre los exiliados de Londres. Sabido es cómo se festejó aquel centenario entre los alemanes, lo mismo en el interior del país que en el extranjero, queriendo ofrecer con ello, para decirlo con Lassalle, testimonio de la «unidad espiritual» del pueblo alemán y una «alegre prueba de su resurgir nacional». También en Londres se planeaba celebrar la fiesta. La ceremonia habría de organizarse en el palacio de Cristal, destinando el sobrante de los ingresos a crear una fundación Schiller, con una biblioteca y ciclos de conferencias anuales, que se iniciarían todos los años al cumplirse el aniversario del nacimiento del poeta. Desgraciadamente, la fracción de Kinkel se las ingenió para tomar en sus manos los preparativos de la fiesta, explotándolos de un modo repugnante y mezquino para sus propios intereses. Procuró alejar a los elementos proletarios de la emigración, invitando a participar de ella a un funcionario de la embajada prusiana, de muy dudosa reputación desde los días del proceso contra los comunistas de Colonia; un tal Bettziech, que firmaba como Beta sus artículos y que no era más que un instrumento periodístico de Kinkel, publicó en la Gartenlaube un repugnante reclamo de su amo y señor, en el que pretendía poner en ridículo, de una manera no menos repugnante, a los miembros de la Liga de Cultura Obrera que tenían la intención de participar en la fiesta del centenario de Schiller.

Así planteadas las cosas, Marx y Engels entendieron que era una pena que Freiligrath recitara un poema en la fiesta del Palacio de Cristal, en la que Kinkel tendría a su cargo el discurso principal. Marx pretendió disuadir a su viejo amigo de participar en el «homenaje a Kinkel». Freiligrath acordaba en que la cuestión no era clara y en que se trataba de alimentar ciertos egos personales, pero entendía que como poeta alemán no podía mantenerse alejado de aquella fiesta. Ésta tenía un propio fin, que estaba por encima de todos los objetivos ocultos y las confabulaciones de un sector, cualquiera que fuera. Sin embargo, durante los preparativos de la fiesta, Freiligrath sufrió algunos «incidentes peculiares», que hicieron que sintiera, pese a su innata tendencia a ver el lado bueno de todo, hombres y cosas, que Marx probablemente tenía razón. No obstante, insistía en que su presencia e intervención contribuían más que su alejamiento a frustrar algunos intentos.

Pero Marx no estaba conforme con esto, y menos todavía Engels, quien expresaba su disgusto hablando del «ego de poeta y del intrusismo literario de Freiligrath, así como su obsecuencia». Estos reproches, por supuesto, iban demasiado lejos. En realidad, el homenaje a Schiller resultó ser algo más que las fiestas superficiales con las que el buen burgués alemán está habituado a celebrar la memoria de un gran pensador o un gran poeta que ha pasado por encima de su copa como grúa de alto vuelo. La fiesta encontró eco incluso, en la izquierda más extrema del país.

Cuando Marx criticó al poeta ante Lassalle, éste le replicó: «Probablemente, hubiese sido mejor que Freiligrath no fuera a la fiesta; pero hay que reconocer que su cantata fue magnífica. Fue, por mucho, la mejor aparición de la fiesta». En Zúrich fue Herwegh quien compuso la poesía de homenaje, y en París el discurso de la fiesta estuvo a cargo de Schily. En Londres, también participó de la celebración del Palacio de Cristal la Liga de Cultura Obrera, después de que dejara a salvo su conciencia política en una fiesta celebrada un día antes, en honor a Roberto Blum, en la que habló Liebknecht. En Manchester, la fiesta fue organizada por Siebel, un joven poeta del Wuppertal, sin que Engels, que era pariente lejano suyo, interpusiera la menor objeción. Cierto es que le escribió a Marx para decirle que él no tenía nada que ver con la cuestión, aunque Siebel estaba a cargo del epílogo, «una declaración ordinaria, por supuesto, pero bastante decente. Además, el compañero dirige la representación del Campamento de Wallenstein. He estado en dos de los ensayos y, si los muchachos no se asustan, puede salir algo entretenido». Más tarde, el propio Engels fue nombrado presidente de la fundación Schiller, creada por aquel entonces en Manchester, a la que Guillermo Wolff dejó un legado bastante considerable en su testamento.

Por aquellos días, en los que crecía la tensión entre Freiligrath y Marx, se iniciaba en el tribunal de primera instancia de Augsburgo el proceso de Vogt contra la Gaceta general. La querella fue desestimada, con imposición de costas, pero la derrota jurídica se transformó en triunfo moral para el querellante. Los redactores acusados no lograron aportar ninguna prueba contra Vogt y rompieron, como Marx decía, con una frase bastante moderada, en una «jerga políticamente desagradable», que merecía la más fuerte condena, no solo desde el aspecto político, sino también desde el aspecto moral. Se descolgaron con la tesis de que para ellos el honor personal de un oponente político estaba fuera de la ley; ningún juez bávaro podía darle la razón a un hombre que había atacado violentamente al Gobierno de Baviera y a quien sus manejos revolucionarios obligaban a vivir en el extranjero. El Partido Socialista Democrático de Alemania, que hacia once años había ungido los sueños mañaneros de su libertad con el asesinato de los generales Latour, Gagern y Auerswald y del príncipe de Lichnowsky, tendría una verdadera alegría si el juez condenaba a los redactores acusados. Si Vogt se salía con la suya, pronto desfilarían, también, como acusadores, por delante de los tribunales de Augsburgo, Klapka, Kossuth, Pulski, Teleki y Mazzini.

A pesar de su poca astucia, o quizás por eso mismo, la defensa impresionó a los jueces. Sin embargo, su conciencia jurídica fue suficientemente estrecha como para no absolver libremente a los acusados, que no habían aportado la más insignificante prueba. Pero fue, también, suficientemente ancha como para despojar de su derecho a un hombre al cual tanto el Gobierno como la población de Baviera odiaban fuertemente. El fiscal ofreció una manera de salir del dilema, que los jueces recibieron con avidez. Bajo pretextos formales, remitieron el caso a un tribunal con jurado, donde Vogt tenía asegurada la derrota, dado que en esa instancia no se admitían pruebas ni los jurados tenían que justificar su veredicto.

No hay por qué reprocharle a Vogt que no se quisiera arriesgar en aquel juego desigual. Le convenía mucho más quedarse con aquella doble aureola de mártir: la de aquel sobre quien recae una sospecha infundada y la del que no consigue hacer valer su derecho. Hubo, además, algunas otras circunstancias que contribuyeron a realzar su triunfo. Produjo una impresión fatal que sus contrincantes en el proceso exhibieran una carta de Biskamp, en la que este, primer acusador público de Vogt, confesando no tener ninguna prueba fehaciente, apuntaba algunas sospechas difusas, para concluir con la pregunta de sí la Gaceta general de Augsburgo no lo nombraría su segundo corresponsal en Londres, con Liebknecht, después de que desapareciera El Pueblo. El periódico augsburgués siguió murmurando, aun después de finalizado el proceso, que Vogt había sido juzgado ya por sus iguales por Marx y por Freiligrath; que era bien sabido, desde hacía mucho tiempo, que Marx estaba muy por encima de Vogt como pensador, por su agudeza y consecuencia, y que Freiligrath sobresalía muy por encima de él en cuanto a moral política.

En una defensa escrita entregada por el redactor Kolb ya se mencionaba a Freiligrath como colaborador de El Pueblo y acusador de Vogt. Kolb había interpretado mal una manifestación poco clara hecha en este sentido por Liebknecht en una de sus cartas. Tan pronto como la reseña de la Gaceta general acerca del proceso llegó a Londres, Freiligrath le envió una breve rectificación, haciendo constar que no había sido colaborador de El Pueblo y que su nombre se había incluido, sin saberlo ni quererlo, entre los acusadores de Vogt. De esta rectificación se quisieron sacar, luego, conclusiones poco plausibles, haciendo resaltar que Vogt era muy cercano a Fazy, de quien dependía la ubicación de Freiligrath en el Banco Suizo. Estas conclusiones poco plausibles habrían tenido alguna razón de ser si Freiligrath hubiera estado obligado por algún motivo a proceder contra Vogt, pero no había sido así. Hasta este momento, se había mantenido al margen de todo, y estaba en todo su derecho a pedir que Kolb no lo metiera en el problema, para atrincherarse tras su nombre cuando las cosas fueran mal. Y aunque en la lacónica y seca declaración de Freiligrath podía leerse, entre líneas, una repulsa indirecta contra Marx, este no vio en ella ni la más leve insinuación o intento de ruptura personal con él, ni de separación pública con su partido. La falta de esta nota podía, sin duda, explicarse por un equívoco del que era víctima Freiligrath; ya que Marx había pretendido prohibirle, en nombre del partido, que publicara una poesía inocente de homenaje a Schiller, era justo que él se mantuviera a la ofensiva, dispuesto a saltar, cuando Marx iniciaba una polémica innecesaria. A reforzar esta mala imagen contribuyó una declaración publicada por aquellos días por Blind en la Gaceta general, en la cual, aunque «condenando decididamente» la política de Vogt, decía que era una mentira deliberada la afirmación de que él había sido el autor de la hoja contra Vogt. Aportaba, para probar sus dichos, dos testimonios: el de Fidelio Hollinger, quien calificaba de «vil invención» la afirmación del cajista Vógele de que la hoja había sido dejada en su imprenta y redactada por Blind, y el del cajista Wiehe, confirmando el del impresor.

Un desafortunado incidente incrementó las diferencias que había entre Marx y Freiligrath. En estas circunstancias, la Gartenlaube publicó un artículo de Beta, en el que este sirviente literario de Kinkel ponía en el cielo al poeta Freiligrath, para terminar con una injuria contra Marx, a quien describía como un malicioso diseminador de odio venenoso, que le había robado a Freiligrath la voz, la libertad y el carácter. Desde que había entrado en contacto con el aliento abrasador de Marx, decía, el poeta apenas había vuelto a cantar.

Todas estas cosas parecían haberse hundido en el mar del olvido, con el agitado año 1859, después de unos cuantos intercambios epistolares entre Marx y Freiligrath. Pero volvieron a aflorar con el año nuevo, reavivadas «para su desgracia» gracias a los buenos oficios de Vogt.

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