Hacemos un anueva entrega de la apasionante biografía de Carlos Marx, escrita por Franz Mehring. Es la segunda parte del Capítulo VI referido a las jornadas de septiembre de 1848, año de revoluciones y contrarrevoluciones en Europa.
CAPÍTULO VI
REVOLUCIÓN Y CONTRARREVOLUCIÓN
4. LAS JORNADAS DE SEPTIEMBRE
Se trataba de la guerra que el Gobierno prusiano le había declarado a Dinamarca después del 18 de marzo por mandato de la Confederación alemana, con motivo del pleito de Schleswig-Holstein.
Holstein era territorio alemán, enclavado dentro de la Confederación: Schleswig quedaba fuera de las fronteras de ésta; y era, por lo menos en su parte norte, predominantemente danés. Los dos ducados estaban unidos desde hacía varios siglos, por la dinastía reinante, al reino de Dinamarca, cuya extensión y población no excedía en mucho a las de aquellos; pero había una diferencia, y era que en Dinamarca regía también la sucesión por línea femenina, mientras que en los ducados solo se admitía la línea masculina. Estos estaban unidos entre sí por una «estrecha unión real», y esta indivisibilidad les aseguraba la independencia propia de un Estado. Tales eran las relaciones existentes entre Dinamarca y los dos ducados de acuerdo a los pactos internacionales, pero en la práctica ocurría que como el espíritu alemán había venido reinando en Copenhague hasta los confines del siglo XIX, el idioma alemán era reconocido como idioma oficial del reino de Dinamarca, y la aristocracia de los dos ducados gozaba de un gran predominio en las cancillerías danesas. Durante las guerras napoleónicas, las diferencias nacionales se agudizaron: en los tratados de Viena, Dinamarca pagó con la pérdida de Noruega la lealtad que mantuviera hasta última hora con el heredero de la Revolución Francesa, y acosada, forzada a luchar por su existencia como Estado, se lanzó a la anexión de aquellos dos ducados, con tanto más apuro en cuanto que la extinción paulatina de los herederos varones de su dinastía hacia inminente la adjudicación de esos territorios a otra rama, separación definitiva a la cual el reino dinamarqués no podía resignarse. Dinamarca procuró ir emancipándose poco a poco de las influencias alemanas, y para ello, como era demasiado pequeña para alentar un nacionalismo propio, procuró cultivar artificialmente el escandinavismo esforzándose por unirse a Noruega y Suecia hasta conformar un universo cultural independiente.
Los esfuerzos del Gobierno danés por apoderarse íntegramente de los ducados del Elba, encontraron aquí una resistencia tenaz, que no tardó en convertirse en la causa nacional alemana. Alemania, en aquella época de florecimiento económico, se dio cuenta, sobre todo después de fundarse la Unión Aduanera, de la importancia que aquella pequeña península, situada entre dos mares, tenía para su tráfico comercial y marítimo, y saludó con creciente entusiasmo el movimiento de oposición que venía formándose en los ducados contra la propaganda dinamarquesa. La canción «Schleswig-Holstein, bañados por los mares, vigías de la cultura alemana», se convirtió desde el año 1844 en una especie de himno nacional.
Y aunque el movimiento no rompía el ritmo tedioso y somnoliento de una agitación como tantas anteriores a la revolución de marzo, los gobiernos alemanes no podían mantenerse completamente al margen. En el año 47, cuando el rey Cristián VIII de Dinamarca, preparando un golpe de fuerza decisivo, en una carta abierta se dirigió al ducado de Schleswig y a una parte del de Holstein, como parte integrante del Estado danés, hasta el Consejo Federal se puso de pie para formular una tibia protesta, en vez de declararse incompetente, que era la práctica que seguía, siempre que se trataba de proteger a la población alemana contra las violencias y los desafueros de los príncipes.
La Nueva Gaceta del Rin no sentía, naturalmente, la menor afinidad con aquel entusiasmo burgués de mesa de bar por los territorios «bañados por los mares». Para ella, este movimiento no era más que el reverso de aquel escandinavismo al que fustigaba, como un «movimiento de admiración hacia la vieja nacionalidad nórdica, brutal, sucia y pirata, hacia aquel profundo y devoto recogimiento, incapaz para expresar en palabras sus sentimientos e ideas exaltados, pero muy capaz para expresarlos en hechos, en violencia y malos tratos contra las mujeres, en borracheras permanentes y en una cólera furiosa alternada con lacrimosos sentimentalismos». La situación se complicaba por la curiosa circunstancia de que, bajo las banderas reaccionarias del escandinavismo, luchaba en Dinamarca el partido de la oposición burguesa, el partido de los «daneses juramentados», que aspiraban a la danificación del ducado de Schleswig y a la expansión de los dominios económicos de Dinamarca, para consolidar después todo el Estado por medio de una Constitución moderna, mientras que la lucha de los ducados por sus fueros tradicionales representaba, en mayor o menor medida, una lucha en torno a privilegios feudales y a menudencias dinásticas.
En enero de 1848, subió al trono de Dinamarca Federico VII, último vástago de la línea masculina, y siguiendo el consejo de su moribundo padre, se puso a preparar una Constitución liberal conjunta para Dinamarca y los dos ducados. Al mes, estalló en Copenhague la revolución de febrero, desencadenando un turbulento movimiento popular. La revolución entregó el poder al partido de los anexionistas, que se pusieron inmediatamente a trabajar con una gran vehemencia por la realización de su programa, que consistía en la anexión del Schleswig hasta la línea del Eider. Los ducados reaccionaron, desprendiéndose de la hegemonía de la corona danesa, con su ejército de siete mil hombres a la cabeza, y formaron en Kiel un gobierno provisional. En él predominaba la nobleza, y en vez de desencadenar las fuerzas del país, que hubieran podido enfrentarse perfectamente con la potencia dinamarquesa, se fue a implorar auxilio al Consejo Federal y al Gobierno prusiano, de quienes no tenía por qué temer deterioro alguno para sus privilegios feudales.
En ambos encontró una amable recepción, ya que la «defensa de la causa alemana» que aquí se les brindaba venía a depararles un recurso excelente para reponerse de los golpes aplastantes de la revolución. El rey de Prusia sentía la apremiante necesidad de restaurar, en una brillante parada militar contra la inerme Dinamarca, los prestigios de su guardia, que el 18 de marzo había salido tan maltrecha de las barricadas. El monarca prusiano odiaba a los anexionistas daneses como engendros revolucionarios, pero sin simpatizar tampoco con los habitantes de los ducados, en quienes condenaba la rebeldía contra la autoridad instituida por Dios; así, entonces, ordenó a sus generales que tramitaran del modo más expeditivo aquel «servicio de vasallaje a la revolución», haciendo saber en Copenhague, por medio de un emisario, el coronel Von Wildenbruch, que su deseo era, por encima de todo, mantener los ducados a su duque y rey, y que si intervenía era solamente para impedir que en el movimiento se mezclaran, sembrando la indisciplina, los elementos radicales y republicanos.
Pero Dinamarca no se tragó el anzuelo. Se apresuró a invocar la protección de las grandes potencias, e Inglaterra y Rusia se la concedieron con mucho agrado. Su auxilio le permitió a la pequeña Dinamarca zarandear a la gran Alemania como a un mocoso. Mientras los barcos de guerra daneses le inferían las más sensibles heridas al comercio alemán, las tropas de la Confederación, que habían invadido los ducados del Elba a las órdenes del general prusiano Wrangel y que, a pesar de su deplorable estrategia, habían dispersado a las fuerzas danesas, muy escasas en número, vieron sus esfuerzos totalmente contrarrestados por la intervención diplomática de las grandes potencias. A fines de mayo, Wrangel recibió órdenes de Berlín para que retirara sus tropas de Jutlandia, y el 9 de junio la Asamblea nacional acordó reclamar el litigio de los ducados como asunto de su competencia en cuanto inherente a la nación alemana, y velar por el honor de ésta.
La guerra fue entablada, en efecto, en nombre de la Confederación Alemana, y lógicamente le competía dirigirla a la propia Asamblea nacional y al príncipe de la casa de Habsburgo, instituido el 28 de junio como regente del imperio. Pero el Gobierno prusiano, sin fijarse en esto, cediendo a las presiones de Inglaterra y Rusia, concertó con Dinamarca, el 28 de agosto, el armisticio de Malmö, con vigencia de siete meses, menospreciando por entero las condiciones formuladas por el regente y por su emisario. Las normas de la tregua no podían ser más desprestigiantes para Alemania: se disolvía el Gobierno provisional de Schleswig-Holstein, entregándose la suprema dirección a un danés, mientras durara el armisticio; además, se declaraban derogados los decretos del Gobierno provisional y se separaban las tropas de ambos ducados. Alemania también salía perjudicada militarmente, ya que la tregua se pactaba para los meses invernales, en los que la flota danesa quedaba inmovilizada para el bloqueo de las costas alemanas, mientras que los hielos hubieran permitido a sus enemigos atravesar las aguas heladas del pequeño Bell, tomar a Fuen y poner en un grave aprieto a Dinamarca.
Las primeras noticias del armisticio concertado cayeron como un rayo en la Asamblea nacional de Frankfurt por los primeros días de diciembre, mientras los diputados, «embriagados en sus chácharas, como los escolásticos de la Edad Media», se entretenían en discutir horas y horas los «derechos fundamentales» que habría de garantizar sobre el papel la futura Constitución. El 5 de septiembre, en un arrebato de ira, la Asamblea acordó oponerse a la ejecución del armisticio, provocando con esto la dimisión del Gabinete.
La Nueva Caceta del Rin tomó este acuerdo con viva satisfacción, aunque sin hacerse respecto a él ningún tipo de ilusiones. Remontándose por encima del régimen de los tratados internacionales, reclamaba la guerra contra Dinamarca, para plegarse al rumbo de la historia. «Los daneses son un pueblo que depende enteramente de Alemania, tanto en el aspecto comercial e industrial, como en el político y en el literario. Es harto sabido que la capital efectiva de Dinamarca no es Copenhague, sino Hamburgo; que Dinamarca recibe todos sus víveres, lo mismo los literarios que los materiales, de Alemania, y que la literatura dinamarquesa —con la única excepción de Holberg— no es más que un eco apagado de la alemana… Con el mismo derecho con el que los franceses se han anexionado a Flandes, Lorena y Alsacia y acabarán por anexionarse, más temprano o más tarde, Bélgica, con ese mismo derecho, que es el de la civilización contra la barbarie, el progreso contra el estancamiento, se apodera Alemania del Schleswig… La guerra que estamos sosteniendo en aquellos ducados es una verdadera guerra nacional. ¿Quién se puso desde el primer momento de parte de Dinamarca? Las tres potencias más contrarrevolucionarias de Europa: Rusia, Inglaterra y el Gobierno prusiano. Este mantuvo, mientras pudo, una guerra de apariencias; recuérdese la nota de Wildenbruch, la rapidez con la que ordenó, obedeciendo a sugerencias anglo-rusas, la evacuación de Jutlandia, y finalmente, el armisticio. Prusia, Inglaterra y Rusia son las tres potencias que más tienen que temer de la revolución alemana y de su primer fruto, la unidad de nuestro territorio. Prusia, porque ello equivale a su muerte como Estado; Inglaterra, porque ya no podrá seguir explotando el mercado alemán; Rusia, porque ese triunfo llevará la democracia, no solo hasta las orillas del Vístula, sino hasta las del Duna y el Niéper. Prusia, Inglaterra y Rusia se han conjurado contra los ducados del Elba, contra Alemania y contra la revolución. La guerra que probablemente saldrá de los acuerdos de Frankfurt será una guerra de Alemania contra Prusia, Inglaterra y Rusia. Y esta guerra es precisamente la que está necesitando apremiantemente el movimiento alemán, que empieza a adormecerse: una guerra contra las tres grandes potencias de la contrarrevolución, una guerra que le permita a Alemania asimilarse de una vez a Prusia, que haga de la alianza con Polonia una inexcusable necesidad que provoque la inmediata emancipación de Italia, que se encamine directamente contra los viejos aliados contrarrevolucionarios de Alemania, desde 1792 hasta 1815, una guerra que ponga a la ‘patria en peligro’ y, al ponerla, la salve, condicionando el triunfo de nuestro país al triunfo de la democracia».
Lo que la Nueva Caceta del Rin proclamaba clara y concisamente en estas líneas, lo sentían también, con su certero instinto, las masas revolucionarias; de cincuenta millas a la redonda acudían a Frankfurt miles y miles de hombres, dispuestos a seguir luchando por la revolución. Pero, como había dicho muy bien el periódico, estas nuevas luchas hubieran bastado por sí solas para deshacer la Asamblea nacional, que al suicidio por heroísmo prefirió el suicidio por cobardía. El 16 de septiembre ratificó el armisticio de Malmö, y las izquierdas, con excepción de unos pocos diputados, no fueron tampoco capaces para reunirse en Convención revolucionaria. No hubo más que unas pequeñas contiendas y barricadas en Frankfurt, que el honrado regente dejó con toda intención que se desarrollaran, tomando esto como pretexto para traer un fuerte destacamento de tropas concentradas en la fortaleza federal de Maguncia y poner al Parlamento soberano bajo el poder de las bayonetas.
Al tiempo que esto sucedía, el ministro Hansemann se veía sorprendido en Berlín por el deplorable término que la Nueva Gaceta del Rin le tenía pronosticado. Al fortalecer el «Poder del Estado» contra la «anarquía», contribuía a poner otra vez de pie al viejo Estado prusiano burocrático, militar y policíaco, derrotado el 18 de marzo; sin poder arrancarle siquiera una concesión de respeto hacia aquellos intereses y beneficios materiales de la burguesía, gracias a los cuales traicionaba a la revolución. Subsistía ante todo, según suspiraba un diputado berlinés, «en su más total integridad, aquel viejo sistema militar, con el que había roto las jornadas de marzo», y desde los sucesos parisinos de junio, volvía a florecer la espada en la vaina. Era un secreto a voces que uno de los motivos primordiales que movían al Gobierno prusiano a concertar el armisticio con Dinamarca, era traer a Wrangel con las tropas de la guardia a los alrededores de Berlín para dar la batalla decisiva a la contrarrevolución. El Parlamento de Berlín, dándose cuenta del peligro, no tuvo más remedio que incorporarse un poco, y el 7 de septiembre acordó exigir del ministro de la Guerra una circular que previniera a los oficiales contra todo manejo reaccionario, indicándoles como un deber de honor la separación del ejército, en el caso de que sus convicciones políticas no se ajustaran al régimen constitucional.
No era mucho pedir, pues ya se habían dirigido varias circulares como ésta a la burocracia civil, sin conseguir nunca nada, pero era desde luego más de lo que el militarismo podía consentirle a un ministerio burgués. El ministro Hansemann renunció, encargándose de formar gobierno el general Pfuel, un gobierno puramente burocrático, que dirigió enseguida al cuerpo de oficiales, con toda tranquilidad, la circular solicitada, dando así al mundo entero una prueba de que el militarismo ya no tenía nada que temer de los primates burgueses, y podía permitirse el lujo de burlarse de ellos.
De este modo, se cumplió en el Parlamento de Berlín la predicción del periódico de Marx, y las izquierdas se encontraron una buena mañana con que su bello triunfo parlamentarlo equivalía en la realidad a una derrota. Al clamor que se alzó en la prensa revolucionaria, diciendo que el triunfo de las izquierdas no podía explicarse más que por la presión ejercida por las masas del pueblo de Berlín sobre la Asamblea, la Nueva Caceta del Rin, repudiando las tibias excusas de la prensa liberal, declaraba abiertamente «el derecho de las masas democráticas del pueblo a influir moralmente con su presencia en la actitud de las asambleas constituyentes. Es un viejo derecho revolucionario de los pueblos, al que desde las revoluciones inglesa y francesa jamás se ha podido renunciar. Al ejercicio de este derecho debe la historia casi todos los acuerdos un poco enérgicos de aquellas asambleas»: alusión al «cretinismo parlamentario» que por aquellos días de septiembre del 48 se entronizaba en las asambleas de Frankfurt y Berlín.
5. LA DEMOCRACIA DE COLONIA
Las crisis de septiembre planteadas en Berlín y Frankfurt ejercieron también, de rebote, una fuerte influencia en Colonia.
La región del Rin constituía la preocupación más aguda de la contrarrevolución. Se encontraba invadida por tropas reclutadas en las provincias orientales: una tercera parte de los efectivos del ejército prusiano estaba concentrada en la provincia del Rin y en Westfalia. Contra estas fuerzas no servían de nada las pequeñas sublevaciones: se imponía, por lo tanto, la necesidad de darle a la democracia una organización firme y disciplinada, para cuando llegara el momento en que de la revolución a medias surgiera una verdadera revolución. La organización de la democracia concertada en Frankfurt, en un congreso integrado por ochenta y ocho ligas democráticas, solo llegó a tomar cuerpo en Colonia: en el resto de Alemania carecía por completo de firmeza y cohesión. La democracia de Colonia se componía de tres grandes organizaciones, cada una de las cuales contaba con varios millares de afiliados: la Sociedad Democrática, dirigida por Marx y por el abogado Schneider; la Asociación Obrera, a cuya cabeza estaban Molí y Schapper, y la Liga de Obreros y Patronos, a cuyo frente se encontraba, en primer término, Hermann Becker. Estas tres organizaciones, al ser designada la ciudad de Colonia como capital del Rin y de Westfalia, eligieron de su seno un Comité Central, que a mediados de agosto convocó allí un congreso de todas las agrupaciones renanas y westfalianas de tendencia democrática. En este congreso, al que acudieron cuarenta diputados, representando a diecisiete agrupaciones, le fueron confirmados los poderes al Comité Central como representante de todo el Rin y de Westfalia.
El alma de esta organización, como de la Nueva Gaceta del Rin, era Carlos Marx. Marx tenía el talento de saber dirigir a los hombres, talento que la democracia al uso no le perdonaba. Carlos Schurz, que era un estudiante de diecinueve años, lo vio por primera vez en el Congreso de Colonia, y nos escribe su impresión, años más tarde, del siguiente modo: «Marx tenía entonces treinta años, y ya era el jefe consagrado de una escuela socialista. Aquel hombre bajo y fornido, de frente ancha, pelo y barba negros como la tez, y ojos oscuros y chispeantes, atrajo enseguida la atención general. Tenía fama de hombre muy versado en su especialidad, y no puede negarse que cuanto decía era interesante, lógico y claro. Pero yo no he conocido nunca un hombre de presentación más mortificante ni de tan insoportable arrogancia». Y este caudillo de la burguesía se acordó durante toda su vida de aquel tono mordaz y tajante con el que, como escupiendo, Marx pronunciaba la palabra «burgués».
Era la misma canción que, dos años más tarde, entonaba el teniente Techow, después de una conversación con Marx. «Marx me ha producido la impresión no solo de una superioridad poco común, sino de una gran personalidad. Si tuviera el corazón tan grande como la inteligencia, el amor tan grande como el odio, sería capaz de tirarme al fuego por él, y eso que no se ha recatado nada para darme a entender de diversas maneras el absoluto desprecio que sentía por mí, llegando a declarármelo sin ningún tipo de ambigüedades. Es el primero y el único de todos nosotros a quien le reconozco cualidades para gobernar y el talento de no perderse en minucias ante los grandes problemas». Luego, viene la consabida cantinela de que Marx es un hombre devorado por la más terrible ambición personal.
No coincide con estos el juicio formulado por Alberto Brisbane, el apóstol estadounidense del fourierismo, que vino a Colonia en el verano de 1848, como corresponsal del New York Tribune con Carlos Dana, director del periódico. «Allí conocí a Carlos Marx, jefe del movimiento democrático. Eran los tiempos en que empezaba a hacerse famoso; tendría poco más de treinta años, y era un hombre bajo y robusto, de trazos finos y abundante cabellera negra. Sus rasgos denotaban una gran energía y, detrás de su actitud contenida y serena, no era difícil adivinar el fuego y la pasión de un alma intrépida». No puede negarse, en efecto, sin faltar a la verdad, que Marx dirigió a la democracia de Colonia con serena y ponderada intrepidez.
A pesar de la gran conmoción que las crisis de septiembre generaron en sus filas, ni la Asamblea nacional de Frankfurt osaba arrojarse a la revolución, ni el ministro Pfuel declarar la contrarrevolución. Esto privaba de perspectivas a toda insurrección local, y no era extraño que las autoridades de Colonia estuvieran interesadas en provocar una intentona, para reprimirla sangrientamente sin necesidad de esforzarse mucho. Valiéndose de pretextos inventados, y a los que pronto habrían de renunciar ellas mismas, empezaron a perseguir judicial y policíacamente a los miembros del Comité Democrático Central y a los redactores de la Nueva Caceta del Rin. Marx advirtió a sus amigos contra la perfidia de las autoridades al acecho, sosteniendo que en momentos en los que no se plantea ningún problema importante que afecte a todo el pueblo y que obligue a dar la batalla, estando, por lo tanto, cualquier intento condenado de antemano al fracaso, había que reprimir toda tentativa de alzamiento, tanto más cuanto que muy pronto habrían de ocurrir acontecimientos trascendentales, y era necesario no ponerse fuera de combate antes de que llegara el día decisivo: cuando la corona se atreviera a afrontar la contrarrevolución, llegaría para el pueblo la hora de una nueva revolución.
Sin embargo, cuando el 25 de septiembre circuló la noticia de que iban a detener a Becker, Moll, Schapper y Guillermo Wolff, se produjo un pequeño tumulto, y hasta se levantaron unas cuantas barricadas, al correrse la voz de que se acercaban las tropas a disolver un mitin reunido en la plaza del Mercado Viejo; pero las tropas no aparecieron, y hasta que no se restableció plenamente el orden, no se atrevió el gobernador militar de la plaza a declarar en Colonia el estado de guerra. Inmediatamente fue suspendida la Nueva Caceta del Rin, que dejó de aparecer el 27 de septiembre. Seguramente que aquel inexplicable golpe de fuerza, revocado por el Ministerio pocos días después, no tenía otra finalidad que herir de muerte al periódico. Y aunque no de muerte, si lo dejó malherido y fuera de combate hasta el 12 de octubre, cuando pudo reanudar su publicación.
La redacción se dispersó, debido a que la mayoría de los redactores tuvieron que pasar la frontera para no ser encarcelados. Dronke y Engels fueron a refugiarse a Bélgica, y Guillermo Wolff al Palatinado, para reintegrarse a Colonia, unos tras otros, al cabo de algún tiempo: en los primeros días de enero de 1849, Engels se encontraba todavía en Berlín, adonde se trasladó, recorriendo a pie la mayor parte de Francia. Pero lo peor era que los recursos financieros del periódico no podían ser más escasos. Sus accionistas habían desertado poco a poco, y solo había podido ir saliendo del atasco con los productos de la venta, que iba en aumento; después de este golpe, logró salir a flote gracias a que Marx se quedó con él «como propiedad personal suya», es decir gracias a que sacrificó por él los escasos recursos que había heredado de su padre y los recursos que pudo conseguir liquidando su herencia futura. No es que él dijese una palabra sobre esto, pero el hecho aparece atestiguado por las cartas de su mujer y por las declaraciones públicas de sus amigos, que cifran en unos 7.000 táleros la cantidad destinada por Marx, durante los años de la revolución, a las tareas de agitación y al periódico. Pero lo importante no es, naturalmente, la cuantía de la suma, sino el saber que se esforzó por defender la fortaleza hasta que se le agotaron las municiones.
Marx se vio acorralado también en otro aspecto de su vida. Después de estallar la revolución, el 30 de marzo, el Consejo federal había acordado conceder los derechos electorales activos y pasivos para la Asamblea nacional a todos los fugitivos alemanes que retornaran al país y manifestaran su voluntad de reintegrarse a la ciudadanía. Este acuerdo, había sido expresamente reconocido por el Gobierno prusiano. Marx llenó las condiciones que se le exigían para asegurarse la ciudadanía federal, considerándose con sobrados títulos para que no se le denegara la naturalidad prusiana. En efecto, el municipio de Colonia se la concedió inmediatamente, tan pronto como la solicitó en abril de 1848, y el comisario de policía de la ciudad, a quien Marx le hizo saber que no podía trasladar a su familia de Tréveris a Colonia sin que se le diesen ciertas garantías, le aseguró que las autoridades del distrito tampoco pondrían obstáculos a su solicitud, ya que, según una antigua ley prusiana, era preciso que ellas confirmasen el acuerdo municipal. Entretanto, se reanudó la publicación de la Nueva Gaceta del Rin, y el 3 de agosto Marx recibió un oficio del comisario de policía en el que éste le comunicaba que el Gobierno de S. M., consideradas las circunstancias del caso, había decidido no hacer «por ahora uso de su facultad de reconocer a un extranjero la condición de súbdito prusiano, debiendo, por tanto, considerársele o, mejor dicho, seguir considerándolo como extranjero». El Ministerio del Interior desechó un fuerte y argumentado escrito de protesta que el interesado interpuso contra esta resolución con fecha 22 de agosto.
A pesar de todo, por ser un esposo y un padre que se desvivía por los suyos, trasladó a su familia a Colonia, sin ningún tipo de «garantías». Poco a poco, la familia había aumentado: a la primera hija, a la que le pusieron el mismo nombre de la madre, Jenny, y que nació en mayo de 1844, siguió en septiembre de 1845 una segunda niña, Laura, y al cabo de un tiempo, que no debió ser mucho, a juzgar por ciertos indicios, un niño, Edgar, el único cuya fecha de nacimiento no ha sido posible averiguar. Acompañaba a la familia, como servidora inseparable ya desde los días de París, la fiel Elena Demuth.
Marx no era de esos que brindan la mano fraternal a cada nuevo conocido que les saluda, pero sí de los hombres que saben ser leales y hacen honor a la amistad. En aquel mismo congreso en el que, por lo visto, repelió con su insoportable arrogancia a gente que hubiera querido ser su amiga, conquistó en Schily a un abogado de Tréveris, y en Imandt a un maestro de Krefeld, una amistad de por vida, y si es cierto que el severo hermetismo de su carácter asustaba a los falsos revolucionarios, como Schurz y Techow, no lo es menos que en aquellos mismos días de Colonia supo atraer hacia sí, con la fascinación irresistible de su espíritu y de su afecto, a dos revolucionarios tan auténticos como Lasalle y Freiligrath.