Publicamos una nueva entrega de la biografía de Carlos Marx escrita por Franz Mehring. Es la patre final del Capítulo V, referido a la actividad de Marx en la Liga de los Comunistas y la publicación del célebre Manifiesto del Partido Comunista, documento histórico que justo en marzo de este año cumplió el 170 aniversario de su publicación.
CAPÍTULO V
DESTERRADO EN BRUSELAS
6. LA LIGA COMUNISTA
En 1847, la colonia comunista de Bruselas se había desarrollado considerablemente. Entre los agrupados no figuraba ningún talento que pudiera compararse con los de Marx y Engels. Por momentos, parecía que Moses Hess o Guillermo Wolff, colaboradores ambos de la Deutsche Brüsseler Zeitung, aportarían el tercer elemento que faltaba, pero no fue así. Hess no lograba liberarse de sus intrigas filosóficas, y el juicio duro y humillante que sus obras encontraron en el Manifiesto Comunista determinó la ruptura definitiva con sus autores.
Su amistad con Guillermo Wolff era más reciente; no había llegado a Bruselas hasta la primavera de 1846, pero resistió a todos los vendavales, hasta la temprana muerte de Wolff. Sin embargo, este no era un pensador original, y como escritor no solo les llevaba a Marx y Engels la ventaja de su claridad y fácil comprensión. Descendía de la clase campesina de Silesia, sujeta a vasallaje hereditario, y a costa de sacrificios indecibles había logrado ingresar a las aulas universitarias, donde nutrió el odio fogoso que lo poseía contra los opresores de su clase, en el estudio de los grandes pensadores y poetas de la antigüedad. Después de girar unos cuantos años como demagogo por las fortalezas silesianas, se estableció para dar clases particulares en Breslau, donde tuvo incesantes peleas con la burocracia y la censura, hasta que la perspectiva de nuevos procesos lo impulsó a salir al extranjero para no pudrirse en las cárceles prusianas.
De los tiempos de Breslau data su amistad con Lassalle. En el destierro, habría de hacerse amigo de Marx y Engels, y los tres cubrieron su tumba con laureles inmarchitables. Wolff era de esas esencias nobles que, como dijo el poeta, pagan con lo que son; su carácter firme como el roble, su lealtad inquebrantable, su conciencia escrupulosa, su altruismo inmaculado, su modestia jamás desmentida, hacían de él un militante revolucionario modelo y explican el gran respeto con el que, pese a todo el amor y todo el odio, hablan de él amigos y adversarios.
Aunque un poco más apartados, figuraban también, en el grupo congregado en torno a Marx y Engels, Fernando Wolff y Ernesto Dronke, autor de un libro excelente sobre el Berlín anterior a marzo, condenado a dos años de reclusión por un delito de lesa majestad que habían creído encontrar en sus páginas, y evadido de los muros de Weseil. Estaba asimismo en el grupo Jorge Weerth, conocido de Engels ya desde los tiempos de Manchester, cuando aquel residía en Bradford representando una casa alemana. Weerth era un poeta auténtico, libre por lo tanto de toda la pedantería del gremio de los poetas; también él murió prematuramente, sin que hasta ahora haya habido una mano devota que se preocupase de reunir los versos dispersos de este gran cantor del proletariado militante.
A estos trabajadores del espíritu vinieron a unirse luego unos cuantos obreros manuales muy capaces, a cuya cabeza estaban Carlos Wallau y Esteban Dorn, ambos cajistas de la Deutsche Brüsseler Zeitung.
Bruselas, capital de un Estado que quería pasar por modelo de monarquía civil, era el centro más indicado para entablar relaciones internacionales, al menos durante el tiempo en el que París, que seguía considerándose como foco de la revolución, se hallara bajo la amenaza de las célebres leyes de septiembre. Marx y Engels mantenían en Bélgica buenas relaciones con hombres de la revolución de 1830; en Alemania, sobre todo en Colonia, contaban con viejos y nuevos amigos, entre los que mencionaremos a Jorge Jung y a los médicos d’Ester y Daniels; en París, Engels estableció contacto con el Partido Socialista Democrático y principalmente con sus representantes literarios, Luis Blanc y Fernando Flocon, director de La Reforma, órgano del partido. Relaciones más estrechas mantenían con la fracción revolucionaria de los cartistas ingleses, con Julián Harney, redactor del Norther Star, y Ernesto Jones, formado y educado en Alemania. Estos jefes cartistas influían espiritualmente en los Fraternal Democrats, organización internacional en la que también estaba representada la Liga de los Justicieros, en la persona de Carlos Schapper, José Molí y otros.
De esta Liga partió en enero de 1847 una iniciativa importantísima. Organizada como Comité de Correspondencia Comunista en Londres, mantenía relaciones con el Comité de Correspondencia de Bruselas, pero en un plano de mutua frialdad. De un lado, reinaba cierto recelo contra los «intelectuales» que no podían saber cuáles eran las necesidades del obrero; de otro, cierta desconfianza contra los «erizos», es decir, contra la limitación artesano-gremial de horizontes que cerraba, en buena medida, las perspectivas de la clase obrera alemana por aquella época. Engels, que en París luchaba hasta lo indecible por sustraer a los «erizos» franceses de la Influencia de Proudhon y Weitling, tenía a los «erizos» de Londres como los únicos capaces de ajustarse a razones. Sin embargo, cuando la Liga de los Justicieros, en otoño de 1846, lanzó una proclama sobre el conflicto del Schleswig-Holstein, le aplicó el calificativo de «porquería», afirmando que sus representantes habían aprendido de los ingleses el absurdo de ignorar la realidad y la incapacidad para enfocar una perspectiva histórica.
Más de diez años después, Marx se expresaría en los siguientes términos respecto a su actitud de entonces ante la Liga de los justicieros: «Publicamos al mismo tiempo una serie de folletos impresos y litografiados, en la que sometíamos a una crítica despiadada aquella mezcolanza de socialismo o comunismo franco-inglés y de filosofía alemana, que formaba por entonces la doctrina secreta del grupo, proclamando el análisis científico y profundo de la estructura económica de la sociedad burguesa como la única base teórica posible, desarrollando en forma popular que no se trataba de implantar un sistema utópico cualquiera, sino de participar, con conciencia propia de esto, en el proceso histórico de transformación de la sociedad que se estaba desarrollando ante nuestros ojos». A la eficacia de estas manifestaciones le achaca Marx que la Liga Comunista enviara a Bruselas, en enero de 1847, a uno de sus directivos, el relojero José Molí, para invitarlos a él y a Engels a ingresar en la Liga, decidida a abrazar sus ideas.
Desgraciadamente, no se ha conservado ninguno de esos folletos de agitación de los que habla Marx; solo conocemos la circular dirigida contra Kriege, a quien, entre otras cosas, se acusa de profeta y emisario de una secta secreta, la llamada Liga de la Justicia. Kriege —se dice en esa circular— mistifica el verdadero desarrollo histórico del comunismo en los distintos países de Europa, queriendo representar sus orígenes y progresos, de un modo fabuloso y romántico, como obra de las inconscientes intrigas de esa secta, y difundiendo quién sabe cuántas fantasías megalómanas acerca de sus virtudes.
El hecho de que esta circular influyera, como influyó, en el ánimo de la Liga de los Justicieros, demuestra que sus afiliados eran algo más que «erizos», que habían aprendido de la historia inglesa más de lo que Engels quería reconocerles. Supieron juzgar la circular, a pesar de lo mal que en ella se trataba a su «secta», mucho mejor que Weitling, el cual, aun sin tener nada por qué afligirse, tomó inmediatamente partido por Kriege. La verdad era que el tráfico cosmopolita de Londres había sido más saludable para la Liga que el aire de Zúrich y aun que el de París. Creada para la propaganda entre obreros alemanes, no tardó en asumir, trasplantada a la gran urbe, un carácter internacional. El contacto constante con los expatriados de todos los países del mundo y la observación directa del movimiento cartista inglés, cada vez más encrespado, fue aguzando las miradas de sus directivos, abriendo ante ellos horizontes nuevos y dejando atrás la ideología artesana. Al lado de los viejos caudillos Schapper, Bauer y Molí, y aun superándolos, empezaron a destacarse por su capacidad teórica el miniaturista Carlos Pfander, natural de Heilbronn, y el sastre Jorge Eccarius, oriundo de la Turingia.
El poder, extendido de puño y letra de Schapper y fechado el 20 de enero de 1847, con que Molí se presentó ante Marx en Bruselas y luego; ante Engels en París, es un documento cauteloso; autoriza al portador para informar acerca de la situación del grupo y dar detalles concretos sobre todos los puntos de importancia. De palabra, el emisario se expresó más libremente. Invitó a Marx a ingresar a la organización y refutó las reservas que éste, en un principio, le expuso, asegurándole que la junta directiva se proponía reunir en Londres un congreso federal con el objetivo de aprobar y proclamar en un manifiesto, que se haría público como doctrina de la Liga, las ideas críticas expuestas por Marx y Engels. Pero era necesario que estos salieran al paso de los elementos renuentes y anticuados, razón por la cual no tenían más remedio que incorporarse al grupo.
Así lo hicieron. Pero en el congreso, celebrado durante el verano de 1847, no se consiguió, por el momento, más que una organización democrática de la Liga, propia de un grupo de propaganda que, si bien habría de actuar en secreto, se mantenía alejado de todo manejo conspirativo. La Liga se organizó por comunas, en las que los afiliados no podían ser menos de tres ni más de diez, en círculos, círculos dirigentes, junta directiva y congreso. Como fines de la organización, se proclamaban el derrocamiento de la burguesía, el triunfo del proletariado, la abolición de la sociedad antigua cimentada sobre el antagonismo de clase y la creación de una sociedad nueva, sin clases ni propiedad privada.
Como cumplía al carácter democrático de la Liga, titulada a partir de ahora Liga Comunista, los nuevos estatutos se sometían a la deliberación de las distintas comunas, reservándose su discusión y aprobación definitiva para un segundo congreso, que se celebraría a fines del mismo año y redactaría un nuevo programa. Marx no llegó a asistir al primer congreso, pero sí figuraron en él Engels, en representación de las comunas de París, y Guillermo Wolff, representando a las de Bruselas.
7. PROPAGANDA EN BRUSELAS
La Liga Comunista proponíase como misión primordial fundar en Alemania asociaciones de cultura obrera que le permitieran realizar una propaganda pública, a la par de contemplar y reforzar sus cuadros con los elementos más capaces de estas organizaciones.
La reglamentación era en todas partes la misma. Un día de la semana se destinaba a la discusión, otro a entretenimientos sociales (canto, declamación, etcétera). Además, se organizaban bibliotecas en el seno de la sociedad y, dentro de lo posible, clases para instruir a los obreros en los conocimientos más elementales.
Con arreglo a este mismo patrón se fundó también la asociación obrera alemana, creada en Bruselas a fines de agosto, y que no tardó en contar con cien afiliados. La presidían Moses Hess y Wallau, y Guillermo Wolff desempeñaba las funciones de secretario. La asociación celebraba reuniones los miércoles y los domingos por la noche. Los miércoles se trataban problemas de importancia relacionados con los intereses del proletariado; los domingos, Wolff solía hacer un resumen político semanal, trabajo para el que pronto demostró grandes aptitudes. Luego, se organizaban entretenimientos colectivos, en los que participaban también las mujeres.
El 27 de septiembre, esta asociación organizó un banquete internacional, para demostrar que los obreros de los diferentes países abrigaban entre sí sentimientos fraternales. En aquellos tiempos, había cierta tendencia a elegir el banquete como forma de propaganda política, con objeto de evitar la intromisión policíaca de los mítines. Pero el banquete del 27 de septiembre respondía a orígenes y fines particulares. Había sido organizado —según escribió Engels a Marx, ausente allí— por Bornstedt y otros integrantes descontentos de la colonia alemana, «para rebajarnos a un papel secundario junto a los demócratas belgas y engendrar una sociedad mucho más universal y grandiosa que nuestra miserable asociación obrera». Sin embargo, Engels supo desarmar a tiempo la maniobra; llegaron incluso —a pesar de lo mucho que se resistió «por su terrible aspecto de chico»— a nombrarlo vicepresidente con el francés Imbert, dejando la presidencia de honor del banquete al general Mellinet y la presidencia efectiva al abogado Jottrand, ambos viejos militantes de la revolución belga de 1830.
Sentáronse a la mesa ciento veinte comensales, belgas, alemanes, suizos, franceses, polacos, italianos y un ruso. Después de una serie de discursos, se decidió fundar en Bélgica una asociación de reformistas, semejante a la de los Fraternal Democrats de Inglaterra. Para la comisión preparatoria de los trabajos fue elegido también Engels. Obligado a abandonar Bruselas días más tarde, le escribió una carta a Jottrand, recomendándole a Marx para ocupar sil puesto, para el que indudablemente lo habrían elegido, de haber estado en el banquete. «En realidad, no será Marx quien pase a cubrir mi vacante en la comisión, ya que yo no hacía otra cosa que representarlo». En efecto, al constituirse definitivamente, en los días 7 y 15 de noviembre, la Sociedad Democrática para la unión de todos los países, fueron elegidos vicepresidentes Imbert y Marx, confirmándose a Mellinet y a Jottrand para la presidencia honoraria y efectiva, respectivamente. Los estatutos fueron firmados por sesenta demócratas belgas, alemanes, franceses y polacos; las principales figuras alemanas, además de Marx, eran Moses Hess, Jorge Weerth, los dos Wolff, Guillermo y Fernando, Esteban Born y Bornstedt.
El primer acto público celebrado por la Sociedad Democrática fue el que se organizó el 20 de noviembre para festejar el aniversario de la revolución polaca. En nombre de los alemanes habló Esteban Born, que fue muy aplaudido. Marx hizo uso de la palabra como representante oficial de la sociedad, en el mitin organizado en Londres por los Fraternal Democrats el mismo día y con el mismo objeto. Su discurso tuvo un tono enfáticamente revolucionario y proletario: «La vieja Polonia se ha hundido, y no seremos nosotros precisamente quienes anhelemos su resurrección, pero no solo se ha hundido la vieja Polonia, sino también la vieja Alemania, la vieja Francia, la vieja Inglaterra, toda la sociedad del pasado. Esta pérdida de la sociedad antigua no lo es para quienes nada tenían que perder en ella, que es lo que le sucede a la gran mayoría de los países actuales». En el triunfo del proletariado sobre la burguesía, Marx veía la señal para la emancipación de todas las naciones oprimidas, y en el triunfo de los proletarios ingleses sobre la burguesía de Inglaterra, el paso decisivo para el triunfo de todos los oprimidos sobre sus opresores. No era en Polonia donde habrían de emanciparse los polacos, sino en Inglaterra. Y si los cartistas lograban abatir a sus enemigos interiores, abatirían también a toda la sociedad.
En su respuesta al mensaje transmitido por Marx, los Fraternal Democrats se expresaban en el mismo tono. «Su representante, nuestro amigo y hermano Marx, les dirá con cuánto entusiasmo fue saludada aquí su persona y aclamada la lectura de su mensaje. Todos los ojos resplandecían de placer, todas las voces gritaban su alegría, todas las manos se alargaban fraternalmente hacia su representante… Aceptamos con la más viva satisfacción la alianza que nos proponen. Nuestra asociación lleva más de dos años de vida sin otro lema que este: todos los hombres son hermanos. En la fiesta celebrada en ocasión del último aniversario de nuestra fundación, abogamos porque se creara un congreso democrático de todas las naciones, y nos complace altamente ver que ustedes dan pública expresión a aspiraciones idénticas. Es necesario que contra la conspiración de los reyes se alce ya la conspiración de los pueblos…
Estamos convencidos de que para hacer triunfar la fraternidad universal hay que dirigirse al verdadero pueblo, a los proletarios, a los hombres que vierten día tras día su sangre y su sudor bajo el avasallamiento de los sistemas sociales imperantes… Son los que habitan las cabañas, los desvanes y los sótanos, los que empuñan el arado, los que trabajan en la fábrica, junto al yunque, los que recorrerán un día, los que ya empiezan a recorrer hoy, juntos, la misma senda, como portadores de fraternidad y únicos salvadores posibles de la humanidad». Los Fraternal Democrats proponían celebrar un congreso democrático general en Bruselas, en septiembre de 1848, para contrarrestar en cierto modo el congreso de librecambistas que se había reunido en septiembre del 47 en la misma capital.
Pero no era el mensaje aportado a los Fraternal Democrats la única misión que Marx llevaba a Londres. Inmediatamente después del mitin de homenaje a Polonia, en el mismo local, sala de reuniones de la Asociación Comunista de Cultura Obrera, fundada en 1840 por Schapper, Bauer y Molí, se celebró el congreso convocado por la Liga Comunista para aprobar definitivamente los estatutos y discutir el nuevo programa. A este congreso asistió también Engels, que fue especialmente desde París; el 27 de noviembre se reunió en Ostende con Marx y atravesaron juntos el Canal. Después de unos diez días de debate, recibieron ambos el encargo de resumir en un manifiesto para el público los principios comunistas.
A mediados de diciembre, Marx retornó a Bruselas y Engels, pasando por Bruselas, a París. Parece que no se apuraron mucho para cumplir con el encargo que les habían encomendado; la junta directiva de Londres dirigió el 24 de enero de 1848 una enérgica amonestación a los directivos de Bruselas, para que le hicieran saber al ciudadano Marx que se procedería contra él si para el 1 de febrero no se había recibido aún en Londres el Manifiesto del Partido Comunista, cuya redacción se le había asignado. No es posible saber con certeza a qué se debería aquella dilación: tal vez, al modo concienzudo con el que trabajaba Marx o al alejamiento geográfico de Engels; también cabe pensar que los de Londres se impacientaron al tener noticias de que Marx seguía desarrollando activamente en Bruselas su campaña de propaganda.
El 9 de enero de 1849, Marx pronunció en la Sociedad Democrática un discurso sobre el librecambio. Ya lo había querido pronunciar antes, en el congreso de librecambistas celebrado en Bruselas, pero no lo había logrado. En él, demostraba y combatía el engaño de los librecambistas al levantar como bandera de agitación el «bienestar de la clase obrera». Pero, aunque el librecambio beneficiara en un todo al capital en detrimento de la clase trabajadora, Marx, a pesar de ello —o por ello mismo, precisamente— reconocía que ese sistema se ajustaba a los principios de la economía política burguesa. Era la libertad del capital, que rasgaba las vestiduras nacionales que lo oprimían, para poder desenvolver plenamente, sin trabas, su capacidad. El capital corroía las viejas nacionalidades y agudizaba el antagonismo entre burguesía y proletariado. Con esto, no hacía más que acelerar la revolución social, y era en este sentido revolucionario que Marx votaba por el sistema de la libertad de mercado.
Al mismo tiempo, se defendía contra la sospecha de abrigar tendencias arancelarias, y demostraba que al abogar por el librecambio no contradecía, ni mucho menos, su defensa de los aranceles alemanes como «medida de progreso burgués». Marx, al igual que Engels, enfocaba el problema de los aranceles y del librecambio desde un punto de vista estrictamente revolucionario. La burguesía alemana necesitaba del arancel como arma contra el absolutismo y el feudalismo, como medio para concentrar sus fuerzas, para comerciar libremente en el interior del país y para construir la gran industria, que no tardaría en verse sometida al mercado internacional, es decir, al librecambio, en mayor o menor extensión. El discurso fue entusiastamente recibido por la Sociedad Democrática, que acordó cubrir los gastos de su impresión en lengua francesa y flamenca.
Más importantes y trascendentales que este discurso fueron, sin embargo, las conferencias pronunciadas por Marx en la Asociación Obrera Alemana sobre el capital y el salario. Marx partía de la idea de que el salario no era precisamente la participación del obrero en la mercancía por él producida, sino la parte de las mercancías ya creadas con las que el capitalista compra una determinada suma de trabajo productivo. El precio del trabajo se determina ni más ni menos que como el precio de otra mercancía cualquiera: por el costo de producción. El costo de producción del trabajo corriente incluye los gastos necesarios para asegurar la existencia y la reproducción del obrero. La suma de estos gastos forman el salario, sometido, como el precio de toda mercancía, a las oscilaciones del mercado, que en algunas ocasiones lo hacen crecer por encima del nivel del costo de producción y en otras lo ubican por debajo, compensadas estas oscilaciones, resulta el salario mínimo.
Marx pasa luego a investigar el capital. A la definición de los economistas burgueses, según los cuales el capital es trabajo acumulado, responde en estos términos: «¿Qué es un esclavo negro? Un individuo de la raza negra. Las dos definiciones son iguales. Un negro es un negro. Pero, bajo determinadas condiciones, se convierte en esclavo. Una máquina de hilar algodón es, naturalmente, una máquina para hilar algodón. Deben generarse condiciones especiales para que se convierta en capital. Apartada de estas circunstancias, la máquina no tiene carácter de capital, del mismo modo que el oro no es de por sí dinero, ni el azúcar es todavía el precio del azúcar». El capital es una relación social de producción, una relación de producción de la sociedad burguesa. Para que una suma de mercancías, de valores de cambio, asuman el carácter de capital, es necesario que se erijan en poder social autónomo; es decir, en poder de una parte de la sociedad, incrementándose además por el intercambio con la energía de trabajo inmediata y viva. «La existencia de una clase que solo posee su capacidad de trabajo es la condición indispensable del capital. El imperio del trabajo acumulado, pretérito, materializado, sobre el trabajo inmediato y vivo, es lo que convierte el trabajo acumulado en capital. El capital no consiste precisamente en poner el trabajo acumulado al servicio del trabajo vivo como medio para fomentar la producción. Consiste en poner el trabajo vivo al servicio del trabajo acumulado como medio para conservar e incrementar su valor de cambio». Capital y trabajo se condicionan y hacen surgir recíprocamente.
Los economistas burgueses deducen de aquí la identidad de intereses del capitalista y del obrero, y es cierto que el obrero perece si el capital no le ofrece ocupación, y que el capital se hunde si no explota al obrero. Cuanto más rápido sea el incremento del capital productivo, cuanto más florezca la industria, y más se enriquezca la burguesía, más mano de obra necesita el capitalista y más caro se vende el obrero. Para que este pueda vivir aceptablemente, por lo tanto, es una indispensable que el capital productivo se desarrolle con la mayor fuerza posible.
Marx hace notar que, en este caso, todo aumento sensible del salario presupone un incremento tanto más intenso del capital productivo. Si crece el capital, puede ocurrir que suban los salarios, pero lo que desde luego subirá rápidamente son las ganancias. La situación material del obrero ha mejorado, pero ha sido a costa de su situación social; el abismo social que lo separa del capitalista es ahora más hondo. Decir, pues, que la condición más propicia para los salarios es el rápido incremento del capital, equivale a decir que cuanto más rápidamente la clase obrera aumente y amplíe la riqueza del poder enemigo que la gobierna, más favorables serán las condiciones que se le brinden para seguir trabajando en el incremento del capital y de su poder. ¡Y aún tiene que dar gracias de que la dejen forjarse las cadenas de oro con que la arrastra a la zaga de sí la burguesía!
Sin embargo, sigue exponiendo Marx, el desarrollo del capital y el crecimiento del salario no son hechos tan inseparables como pretenden los economistas burgueses. No es cierto que cuanto más engorda el capital mejor alimenta a sus esclavos. El incremento del capital productivo implica la acumulación y concentración de capitales. Su centralización acarrea una división del trabajo más acentuada y una tecnificación cada vez mayor. La división del trabajo, al acentuarse, destruye las aptitudes especiales del obrero, suplantando su trabajo calificado por un trabajo que puede desarrollar cualquiera, con lo cual no hace sino aumentar la competencia dentro de la clase trabajadora.
Esta competencia se agudiza con un sistema de división del trabajo que permite a un obrero trabajar por tres. Y al mismo resultado conducen, en un grado todavía mayor, las máquinas. Al aumentar el capital productivo, el industrial capitalista se ve obligado a trabajar con medios cada vez mayores; de este modo, arruina al pequeño industrial, forzándolo a entrar en las filas del proletariado. Además, como el tipo de interés baja en la proporción en que se acumulan los capitales, una serie de pequeños rentistas, que ya no pueden vivir de sus rentas, tienen que abrazar el camino de la industria y convertirse en proletarios.
Finalmente, cuanto más crece el capital productivo, tanto más obligado se ve a producir para un mercado cuyas necesidades desconoce. La producción va anteponiéndose al consumo, la oferta tiende a imperar sobre la demanda, las crisis son cada vez más frecuentes y más intensas, cada vez se producen más terremotos industriales de esos en los que el mundo comercial solo puede salir a flote sacrificando a los dioses del infierno una parte de la riqueza, de los productos, e incluso de las fuerzas productivas. El capital no solo vive del trabajo. Es un señor refinado y bárbaro al mismo tiempo, que arrastra consigo a la tumba a los cadáveres de sus esclavos, hecatombes enteras de obreros que perecen en las crisis. Así, concluye Marx, al crecer el capital, crece mucho más rápidamente la competencia entre los obreros, y con esta decrecen en la misma proporción la ocupación y los medios de vida de la clase trabajadora, a pesar de lo cual el rápido incremento del capital sigue siendo la condición más propicia para el trabajo asalariado.
Desgraciadamente, solo se ha conservado este fragmento de las conferencias dadas por Marx a los obreros alemanes de Bruselas. Pero basta para juzgar la seriedad y la profundidad de análisis con que realizaba esta propaganda. No tenía esta opinión, sin embargo, Bakunin, que, expulsado de Francia por un discurso pronunciado en el aniversario de la revolución polaca, llegó a Bruselas por aquellos días. El 28 de diciembre de 1847 escribía a un amigo ruso: «Marx sigue perdiendo el tiempo lastimosamente y echando a perder a los obreros, a los que se empeña en convertir en pensadores. Las mismas locuras teóricas y la misma vanidad insatisfecha de siempre». E incluso era más duro el juicio que formulaba sobre Marx y Engels en una carta dirigida a Herwegh: «En una palabra, mentira y necedad, necedad y mentira. No hay manera de respirar en esta sociedad ni una sola bocanada de aire fresco. Me mantengo alejado de ellos y he declarado de manera terminante que no quiero entrar en sus manufacturas comunistas ni tener nada que ver con ellos».
Estas palabras de Bakunin son interesantes, no por la irritabilidad personal que en ellas parece leerse —Bakunin había formulado y aun habría de formular sobre Marx juicios muy distintos a estos—, sino porque ya se percibe en ellas aquel antagonismo que habría de desatar luchas tan violentas entre los dos revolucionarios.
8. EL MANIFIESTO COMUNISTA
Entretanto, fue enviado a Londres para su impresión el original del Manifiesto Comunista.
Los autores habían comenzado sus trabajos preliminares después de consensuarse en el primer congreso la redacción de un programa comunista, postergando para el segundo su aprobación. Era natural que los teóricos del movimiento se ocuparan de este trabajo. Marx, Engels y Hess redactaron anteproyectos orientados a tal fin.
De ellos, solo se ha conservado uno, acerca del cual Engels escribía a Marx el 24 de noviembre de 1847, o sea poco antes de reunirse el segundo congreso: «Medita un poco la profesión de fe. Creo que lo mejor sería prescindir de la forma de catecismo y darle el título de Manifiesto comunista. Como no habrá más remedio que hacer en él algo de historia, no podremos mantener su forma actual. Llevaré el que yo he hecho aquí, de estilo sencillo en el relato, aunque muy mal redactado con una prisa atroz». Engels añadía que el proyecto no había sido sometido aún a las «comunas» de París, si bien confiaba en que, salvo algunos pequeños detalles, aprobarían todo.
El proyecto al que Engels se refiere conserva todavía, íntegra, su forma catequística, la cual hubiera beneficiado antes que perjudicado su fácil comprensión para las masas. Para la agitación del momento reunía, indudablemente, mejores condiciones que el manifiesto actual, con el que, por lo demás, coincide totalmente en cuanto a las ideas en él desarrolladas. Engels, al renunciar sin vacilación a sus veinticinco preguntas y respuestas, para dar preferencia a una exposición histórica del tema, se acreditaba como un hombre concienzudo; el manifiesto en el que se predicaba el comunismo como un hecho histórico universal debía ser —para decirlo con el historiador griego— una obra perenne y no un escrito polémico de lectura fugaz.
Su forma clásica es, en efecto, la que ha asegurado al Manifiesto comunista el lugar perdurable que ocupa en la literatura universal. No es que con esto queramos, naturalmente, hacer una concesión a esos pintorescos eruditos que, destacando unas cuantas frases sueltas, pretenden demostrarnos que los autores del Manifiesto plagiaron a Carlyle o Gibbons, a Sismondi o no sabemos quién. Todo eso son puros desvaríos; el Manifiesto tiene, respecto a esto, un carácter absolutamente propio y original. Claro está que no se encierra en él una sola idea que sus autores no hubiesen expuesto ya en obras anteriores. El Manifiesto no era una revelación: no hacía más que resumir el ideario de quienes lo habían escrito en un espejo cuyo cristal no podía ser más reluciente ni su marco más escueto. En cuanto cabe juzgar por el estilo, parece que Marx tuvo una participación principal en la redacción definitiva, si bien Engels, como demuestra su proyecto, no veía menos claras que aquél las ideas recogidas, debiendo considerarse copartícipe de la obra en un mismo plano.
Dos tercios de siglo han transcurrido desde que se publicó el Manifiesto, setenta años durante los cuales el mundo ha pasado por potentes conmociones económicas y políticas; estos cambios no podían menos que dejar su huella en el Manifiesto. El proceso histórico ha seguido, en ciertos aspectos, derroteros distintos y, sobre todo, una marcha mucho más lenta que la prevista por sus autores.
Cuanto más se enfocaba su mirada en la lejanía, tanto más cerca creían verla. Podemos afirmar, sin embargo, que estas sombras eran indispensables, pues sin ellas no hubiese surgido la luz. Es un fenómeno psicológico observado ya por Lessing en esos hombres «que saben mirar certeramente al porvenir»: «Transformaciones para las que la naturaleza necesita de milenios, han de consumarse, para ellos, en el instante de sus vidas». Marx y Engels no se equivocaron precisamente por milenios, pero sí por unas cuantas décadas. Al redactar el Manifiesto, enfocaban el sistema de producción capitalista y su desarrollo en una altura que apenas si ha llegado a alcanzar hoy. En el proyecto de Engels, esta idea encuentra una expresión todavía más acentuada que en el Manifiesto, al decir que en los países civilizados se explotaban fabrilmente la mayoría de las ramas del trabajo, en casi todas las cuales la manufactura había sido desplazada por la industria.
Contrasta singularmente con esto el número relativamente pobre de partidos obreros reseñados en el Manifiesto comunista. El más importante de todos, el cartismo inglés, estaba todavía plagado, como los demás, de elementos pequeñoburgueses, y no digamos el partido socialdemócrata de Francia. Por su parte, los radicales suizos y aquellos revolucionarios polacos que hacían de la emancipación campesina condición previa para la emancipación nacional, no eran más que sombras proyectadas sobre la pared. Los propios autores harían notar, años más tarde, lo reducido que era por entonces el campo de acción del movimiento proletario, del que se hallaban alejados, principalmente, Rusia y los Estados Unidos. «Era la época en la que Rusia formaba la última gran reserva de la reacción en Europa y en la que la emigración a los Estados Unidos absorbía las fuerzas excedentes del proletariado europeo. Ambos países proveían a Europa de materias primas, brindándole a la par mercado para sus productos industriales. Ambos representaban, por lo tanto, bajo uno u otro aspecto, pilares y puntos de apoyo del orden social de Europa». ¡Cuánto y de qué modo cambió esto a la vuelta de una generación, hasta llegar a los tiempos presentes! ¿Pero real y verdaderamente se puede decir que el Manifiesto haya fracasado porque aquel «papel altamente revolucionario» que asignara al régimen capitalista de producción resultase más extenso y potente de lo que previeron sus autores?
Es evidente, por otra parte, que la cautivadora y magnífica exposición que se hace en el primer capítulo del Manifiesto de la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado, aun siendo como es de una verdad insuperable en sus rasgos fundamentales, describe de modo muy conciso el proceso de esta lucha. Hoy, no podría manifestarse en términos tan generales el hecho de que el obrero moderno —a diferencia de las clases oprimidas antiguas, a quienes se les garantizaba por lo menos las condiciones dentro de las cuales podían sustentar su vida de esclavos—, lejos de ganar con los progresos de la industria, va hundiéndose más y más por debajo del nivel de vida de su clase. Por marcada que sea esta tendencia en el régimen capitalista de producción, no puede negarse que hay ciertos sectores de la clase obrera a quienes la sociedad capitalista les garantiza un nivel de vida material superior, incluso, al de las capas pequeñoburguesas.
Debemos abstenernos, sin embargo, de concluir de aquí, como hacen los críticos burgueses, la falsedad de la «teoría de la pauperización», cuyos orígenes se achacan al Manifiesto Comunista. Esta teoría, es decir, la tesis según la cual el sistema de producción capitalista empobrece a las masas de los países en que predomina, existía mucho antes de aparecer el Manifiesto Comunista, antes de que sus autores pusieran la pluma sobre el papel. Esta tesis había sido sostenida por los pensadores socialistas, por los políticos radicales y, antes que por nadie, por los economistas burgueses. La ley de la población de Malthus se esforzaba por justificar la «teoría de la pauperización» como una ley natural y eterna. Esta «teoría» reflejaba una práctica en la que tropezaba hasta la legislación de las clases gobernantes. Se fabricaban leyes de pobres y se construían dobleces para pobres, donde la pauperización era considerada una culpa imputable a los propios pauperizados, y digna de castigo. Marx y Engels, lejos de haber inventado la «teoría de la pauperización», tomaron en un principio partido contra ella, pues, sin negar un hecho tan indiscutible y por todos comprobado como la pauperización de las masas, demostraban que este hecho no respondía a ninguna ley natural y eterna, sino que era un hecho histórico, el cual podría y habría de ser, más tarde o más temprano, eliminado por efecto del mismo sistema de producción que lo generaba.
En este aspecto, solo cabe hacerle al Manifiesto Comunista una acusación; a saber: que no supo liberarse totalmente de los influjos de la «teoría de la pauperización» burguesa. Seguía inspirándose en el criterio de la ley del salario, tal como la desarrollara Ricardo bajo la influencia de la teoría malthusiana; de aquí el desdeñoso juicio que le merecen las luchas por incrementos de salarios y las organizaciones sindicales obreras, en las que solo ve, sustancialmente, un campo de maniobras donde la masa obrera se ejercita para la lucha política de clases. Los autores del Manifiesto Comunista no veían todavía en el bilí inglés de las diez horas, como habrían de ver más tarde, el «triunfo de un principio»; en las condiciones capitalistas no representaba, a sus ojos, más que una traba reaccionaria puesta a la gran industria. Resumiendo, el Manifiesto aún no reconocía las leyes de fábrica ni las organizaciones sindicales como etapas en el camino de la emancipación proletaria que habría de conducir a la transformación de la sociedad capitalista en socialista y que es necesario recorrer, luchando, hasta la meta, si no han de ser estériles los primeros triunfos, arrancados a costa de tantos sacrificios.
El Manifiesto, cargando con esta preocupación, exagera al enfocar la respuesta defensiva del proletariado contra las tendencias pauperizadoras del sistema de producción capitalista exclusivamente desde el punto de vista de una revolución política. Tenía fija la mirada en los precedentes de las revoluciones inglesa y francesa; esperaba que sobrevinieran unas cuantas décadas de guerra civil y de guerras de pueblos, en cuyo calor de estufa el proletariado conquistaría rápidamente su mayoría de edad política. Donde más claro relieve cobra el modo de ver de los autores es en las líneas dedicadas a destacar los objetivos del Partido Comunista en Alemania. Aquí, el Manifiesto aboga por la unidad en un frente del proletariado y la burguesía, mientras esta actúe revolucionariamente, contra la monarquía absoluta, el régimen feudal de la tierra y la pequeña burguesía, pero sin descuidar ni por un segundo el infundirle a la clase obrera la clara conciencia del antagonismo y la hostilidad que separan a la burguesía y el proletariado.
«Los comunistas —continúa el Manifiesto— tienen fija su mirada con especial atención en Alemania, porque saben que este país se halla en vísperas de una revolución burguesa y porque este cambio se efectuará bajo las condiciones más progresivas de la civilización europea y con un proletariado mucho más fuerte que el de Inglaterra en el siglo XVII y el de Francia en el XVIII, y por lo tanto la revolución alemana burguesa no podrá ser sino el preludio inmediato de una revolución proletaria». En efecto, la revolución burguesa alemana se desencadenó apenas apareció el Manifiesto, pero las condiciones en las que se realizó generaron un efecto contrario al previsto: la revolución burguesa quedó a medio camino y, pocos meses más tarde, los combates parisinos de junio curaron a la burguesía, y muy principalmente a la alemana, de todo antojo revolucionario.
Los dientes del tiempo han dejado, como no podía menos, ciertas marcas en alguno que otro pasaje de este Manifiesto, que se diría esculpido en mármol. Ya en 1872, en el prólogo a una nueva edición, reconocían sus propios autores que estaba «en parte anticuado», si bien podían añadir legítimamente que las ideas generales en él desarrolladas no habían perdido nada de su valor; ni lo perderán mientras siga peleándose en el mundo ese gran duelo histórico entre la burguesía y el proletariado. En el capítulo primero se desarrollan con una maestría insuperable los puntos de vista más salientes de esta lucha, en el segundo se esbozan las ideas fundamentales del comunismo científico moderno, y en el tercero, consagrado a la crítica de la literatura socialista y comunista, aunque el examen no abarca más que hasta el año 1847, tan profundo es el análisis que no ha surgido desde entonces ni una sola tendencia, dentro del socialismo o del comunismo, a la cual no pueda hacerse extensiva la crítica allí desarrollada. Y hasta la predicción del cuarto y último capítulo sobre el desarrollo de los hechos en Alemania ha sido confirmada por la realidad, aunque no fuese en el mismo sentido en el que la formularan sus autores: la revolución burguesa alemana, ahogada en germen, no fue más que un preludio del pujante desarrollo de la lucha proletaria de clases.
Inconmovible en sus verdades fundamentales y rico en enseñanzas hasta en sus errores, el Manifiesto Comunista es ya un documento incorporado a la historia universal, a través de la cual resuena, potente, el grito de guerra con que sella su página final: ¡Proletarios del mundo, uníos!