CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (VIII)

CARLOS MARX: HISTORIA DE SU VIDA (VIII) 1


Aquí estamos de nuevo con otra entrega de la biografía de Carlos Marx escrita por Franz Mehring. En esta ocasión completando el Capítulo IV referido al entrañable amigo y camarada de Marx, Federico Engels.


CAPÍTULO IV

3. LA SAGRADA FAMILIA

Su primer trabajo en colaboración fue para liquidar su conciencia filosófica, y revistió la forma de una polémica contra la «Gaceta General Literaria» que Bruno Bauer y sus hermanos, Edgard y Egbert, venían editando en Charlotemburgo desde diciembre de 1843.

En este órgano, intentaban los «libres» berlineses fundamentar su ideario, o lo que ellos llamaban su ideario. Bruno Bauer había sido invitado por Froebel a colaborar en los «Anales franco-alemanes», pero, después de muchas vacilaciones, se abstuvo; al hacerlo, no se limitaba a ser fiel a su propia conciencia filosófica: era que la conciencia personal de sí mismo había sido sensiblemente herida por Marx y Ruge. Sus mordaces alusiones a la «Gaceta del Rin», de «santa memoria», a los «radicales», a los «listos del año 1842», etcétera, tenían, a pesar de todo, un fondo justo. La rapidez y la facilidad con que la reacción romántica había destruido los «Anales alemanes» y la «Gaceta del Rin», en cuanto estos órganos dejaron la filosofía para pasarse a la política, y la absoluta indiferencia con que la «masa» había contemplado este «ametrallamiento» del «espíritu», habían arraigado en él la convicción de que por este camino no se iba a ningún lado. Para él, la salvación estaba en volver a la filosofía pura, a la teoría pura, a la crítica pura; y en efecto, nada ni nadie se opondría a este plan de levantar un gobierno omnipotente del mundo en la esfera de las nubes ideológicas.

El programa de la «Gaceta General Literaria», en lo que tenía de tangible, aparece expresado en estas palabras de Bruno Bauer: «Hasta aquí, todas las grandes acciones de la historia fracasaron desde el primer momento y discurrieron sin dejar atrás ninguna huella profunda, por el interés y por el entusiasmo que la masa ponía en ellas; otras veces acabaron de un modo lamentable porque la idea que albergaban era tal, que por fuerza tenía que contentarse con una reflexión superficial, no pudiendo, por tanto, concebirse sin el aplauso de las masas». El abismo entre el «espíritu» y la «masa» informaba como una constante leit-motiv la labor de este periódico. Para él, según sus propias palabras, el espíritu no tenía más que un enemigo, que ya conocía: las ilusiones y la superficialidad de la masa.

No es, pues, extraño que la revista de Bauer, con esta ideología, juzgase de un modo despectivo todos los movimientos de «masas» de la época, el cristianismo y el judaísmo, el pauperismo y el socialismo, la Revolución Francesa y la industria inglesa. La semblanza que de esta revista trazó Engels es casi cortés: «Es —decía, retratando el periódico— y seguirá siendo, una vieja solterona, la filosofía de Hegel ajada y acartonada, que cubre de adornos y afeites su cuerpo reseco y marchito, convertido en la más repelente abstracción, y busca en vano un pretendiente por toda Alemania». En realidad, lo que hacía era llevar al absurdo la filosofía hegeliana. Hegel, que solo hacía cobrar conciencia en el filósofo a posteriori al espíritu absoluto únicamente, como espíritu universal y creador, venía a decir, en el fondo, que este espíritu absoluto hacía de la historia un reflejo proyectado en la imaginación, y se precavía con buen cuidado contra el equívoco de considerar como espíritu absoluto al propio individuo filosófico. Los Bauer y sus secuaces se tenían por encarnación personal de la crítica, del espíritu absoluto, que obraba en ellos, y gracias a ellos, en contraposición consciente con el resto de la humanidad, la virtud del espíritu universal. Este vapor tenía que disiparse rápidamente, por fuerza aun en la atmósfera filosófica de Alemania. La «Gaceta General Literaria» no encontró gran acogida, ni siquiera en el sector de los «libres»; no colaboraban en ella ni Koppen, muy retraído por lo demás, ni Stirner, quien, lejos de ayudarla conspiraba contra ella; tampoco se consiguió la colaboración de Meyen ni de Rutenberg, y los Bauer tuvieron que conformarse, con la única excepción de Faucher, con firmas de segunda o tercera fila, como la de un tal Jungnitz y la seudónima de Sziliga, perteneciente a un oficial prusiano llamado V. Zychlinski, muerto en el año 1900 siendo general de infantería. No había pasado un año cuando toda esta fantasmagoría se vino a tierra, sin dejar huella; el periódico de Bauer no solo estaba muerto, sino que había caído en el más completo olvido, cuando Marx y Engels salieron a la palestra pública a darle batalla.

Este hecho no favoreció gran cosa a su primera obra en colaboración, aquella «crítica de la crítica crítica», como hubieron de bautizarla en un principio, cambiándole luego el titulo por el de La sagrada familia, a propuesta del editor. Los adversarios se burlaron enseguida de ellos, diciendo que venían a matar lo que ya estaba muerto y enterrado, y también Engels, al recibir el libro ya impreso, opinaba que estaba muy bien, pero que era excesivamente voluminoso, que el soberano desprecio con que en él se trataba a la crítica crítica contrastaba visiblemente con los veintidós pliegos del volumen, que la mayoría de sus páginas serían inasequibles para el público y que, en general, no interesarían. Todos estos reparos son ahora, naturalmente, mucho más fundados que a raíz de que se publicara el libro; en cambio, este tiene hoy, con el tiempo transcurrido, un encanto que difícilmente podía permitirse en el momento de su publicación, o que por lo menos no podía percibirse al modo de hoy. Un crítico moderno dice después de censurar todas las sutilezas escolásticas, los retorcimientos de palabras e incluso los retorcimientos monstruosos de pensamiento de la obra, que en ella se contiene algunas de las más bellas revelaciones del genio, que él pone, por la maestría de la forma, por la concisión apretada y broncínea del lenguaje, entre las páginas más maravillosas que jamás salieron de la pluma de Marx.

En estas partes de la obra, Marx se nos revela como maestro de aquella crítica productiva que sustituye la figuración ideológica por el hecho positivo, que crea destruyendo y construye derribando. A los tópicos críticos de Bruno Bauer contra el idealismo francés y la Revolución Francesa, Marx opone unos cuantos esbozos brillantísimos de estas manifestaciones históricas. Saliendo al paso de las charlatanerías de Bruno Bauer acerca del divorcio entre el «espíritu» y la «masa», la «idea» y el «interés», Marx contesta fríamente: «La idea ha quedado en ridículo siempre que se ha querido separar del interés». Todo interés de masa históricamente triunfante —prosigue Marx— ha sabido siempre, al pisar la escena del mundo en forma de idea, trascender de sus verdaderos límites para confundirse con el interés humano en general. Es la ilusión a que Fourier llama el tono de cada época histórica. «Él interés de la burguesía en la revolución de 1789, lejos de «fracasar», lo «conquistó» todo y alcanzó el «triunfo más completo», pese a lo mucho que desde entonces se ha disipado el «pathos» y a lo que se han marchitado las flores «entusiastas» con que este interés enguilnardó su cuna. Tan potente era que arrolló victoriosamente la pluma de un Marat, la guillotina de los terroristas, la espada de Napoleón y el crucifijo y la sangre azul de los Borbones». En 1830 —continúa—, la burguesía realizó los deseos de 1789, con la diferencia de que, ahora su formación política era completa; con el Estado representativo constitucional no aspiraba ya, precisamente, al ideal del Estado, ni a la salud del mundo, ni a ningún fin humano general, sino que bajo ese manto oficial, aspiraba sencillamente a imponer su poder exclusivo, y a sancionar políticamente su interés particular. La revolución no había fracasado más que para aquella masa que no abrigaba, bajo la idea política, la idea de su interés real, cuyo verdadero principio de vida no coincidía, por tanto, con el principio de vida de la revolución, cuyas condiciones reales de emancipación diferían sustancialmente de las condiciones bajo las cuales podían emanciparse la burguesía y la sociedad en general.

A la afirmación de Bruno Bauer de que el Estado mantenía en cohesión los átomos de la sociedad burguesa, Marx replica que lo que los mantenía en cohesión era el ser átomos solamente en la imaginación, en el cielo irreal en que se proyectaban, pero en la realidad algo radicalmente distinto de los átomos; no egoístas divinos sino hombres egoístas. «Solo la superstición política se imagina hoy que la vida social necesita del Estado para mantenerse en cohesión, cuando en realidad es el Estado el que debe su cohesión a la vida social». Y recogiendo las manifestaciones despectivas de Bruno Bauer en torno a la importancia de la industria y la naturaleza para la ciencia histórica, Marx le pregunta si es que la «crítica crítica» creía poder siquiera plantear el conocimiento de la realidad histórica práctica del hombre ante la naturaleza, ante las ciencias naturales y la industria. «Del mismo modo que separan el pensar de los sentidos, el alma del cuerpo, separan la historia de las ciencias naturales y de la industria, para ir a buscar la cuna de la historia no a la tosca producción natural de la tierra, sino al reino vaporoso de las nubes, el cielo».

La defensa que Marx hace de la Revolución Francesa frente a la «crítica crítica», la asume Engels en lo tocante a la industria inglesa. Para ello, tenía que vérselas con el joven Faucher, el único de los colaboradores del periódico de Bauer que daba un poco de importancia a la realidad terrena; y es divertido ver con qué justeza analizaba entonces aquella ley capitalista del salario que, veinte años más tarde, al aparecer en escena Lassalle, había de repudiar como un producto satánico, calificándola de «podrida ley ricardiana». A pesar de las muchas faltas graves que Engels hubo de descubrirle —Faucher ignoraba, por ejemplo, en el año 1844, que en 1824 habían sido derogadas las prohibiciones inglesas contra la libertad de coalición—, tampoco dejaba de incurrir en ciertos excesos escolásticos, y hasta caía en un error sustancial si bien era muy distinto al de Faucher. Este se burlaba de la ley sobre la jornada de diez horas de lord Ashley, calificándola de «medida de ambiente», que no clavaba el hacha en ninguna de las raíces del árbol; Engels la tenía como «toda la pujante masa de Inglaterra» por expresión, muy moderada ciertamente, de un principio absolutamente radical, puesto que no solo ponía, sino que clavaba muy hondo el hacha en la raíz del comercio exterior, lo que equivalía a clavarla en la raíz del sistema fabril. Engels, y con él Marx, veía por entonces en el bill de lord Ashley la tentativa de poner a la gran industria una traba reaccionaria, que la sociedad capitalista se encargaría de hacer saltar cuantas veces tropezase con ella.

Engels y Marx no se han despojado por completo todavía de su pasado filosófico; ya en las primeras líneas del prólogo les vemos oponer el «humanismo real» de Feuerbach al idealismo especulativo de Bruno Bauer. Reconocen sin reservas las geniales doctrinas de Feuerbach y su gran mérito al esbozar con mano maestra los rasgos capitales de la crítica de toda metafísica, poniendo al hombre en el lugar que ocupaba el viejo baratillo, sin excluir la infinita conciencia de sí mismo. Pero se les veía dejar atrás, una y otra vez, el humanismo de Feuerbach para avanzar hacia el socialismo, para pasar del hombre abstracto al hombre histórico; y es maravillosa la agudeza de percepción con que saben orientarse entre el oleaje caótico del socialismo. Ponen al desnudo el secreto de los devaneos socialistas en que se entretiene la burguesía satisfecha. Hasta la miseria humana, esa miseria infinita condenada a la limosna, le sirve a la aristocracia del dinero y de la cultura, de juguete para divertirse, de medio para satisfacer su amor propio, para cosquillear en su soberbia y su vanidad. No tienen otra explicación las interminables ligas de beneficencia de Alemania, las sociedades de beneficencia de Francia, los quijotismos filantrópicos de Inglaterra, los conciertos, los bailes, las representaciones teatrales, las comidas para pobres y hasta las suscripciones públicas a favor de los damnificados por catástrofes y accidentes.

Entre los grandes utopistas, es Fourier quien más aporta al acervo especulativo de La Sagrada Familia. Pero Engels distingue ya entre Fourier y el fourierismo; y dice que aquel fourierismo aguado que predicaba la democracia pacífica no era más que la teoría social de una parte de la burguesía filantrópica. Tanto él como Marx hacen hincapié en lo que jamás habían podido comprender ni los grandes utopistas: en el desarrollo histórico y en el movimiento autónomo de la clase obrera. Replicando a Edgar Bauer, escribe Engels: «La crítica crítica no crea nada, es el obrero quien lo crea todo, hasta el punto de sacar la vergüenza a la cara a toda la crítica, en cuanto a sus frutos espirituales; de ello pueden dar testimonio los obreros ingleses y franceses». Y Marx demuestra que no existe tal divorcio irreductible entre el «espíritu» y la «masa», observando, entre otras cosas, que a la crítica comunista de los utopistas había respondido inmediatamente, en el terreno práctico, el movimiento de la masa; había que conocer —decía— el estudio, el afán de saber, la energía moral, el hambre insaciable de progreso de los obreros franceses e ingleses, para tener una idea de toda la nobleza humana de este movimiento.

Fácil es pues, comprender, pues, dicho esto, que Marx no podía dejar pasar sin una calurosa repulsa aquella deplorable traducción y aquel comentario, todavía más deplorable, con que Edgar Bauer había calumniado a Proudhon desde las columnas de su periódico. Es, naturalmente, una argucia académica eso de que Marx, en La Sagrada Familia, glorificase al mismo Proudhon a quien, a la vuelta de doce años, habría de criticar tan duramente. Marx se limitaba a protestar porque el chusmerío de Edgar Bauer desfiguraba las verdaderas ideas de Proudhon, ideas que él consideraba tan innovadoras en el terreno económico como las de Bruno Bauer en el terreno teológico. Lo cual no era obstáculo para que pusiese de relieve la limitación ideológica de uno y otro, cada cual en su campo.

Proudhon consideraba la propiedad como una contradicción lógica, desde el punto de vista de la economía burguesa. Marx, en cambio, sostenía: «La propiedad privada como tal propiedad privada, como riqueza, se ve forzada a mantenerse a sí misma en pie, manteniendo con eso en pie a su antítesis, el proletariado. He aquí el lado positivo de la antítesis, la propiedad privada, que encuentra en sí misma su propia satisfacción. Por su parte, el proletariado, como tal proletariado, se ve forzado a superarse a sí mismo, superando con eso la antítesis que le condiciona y le hace ser lo que es. He aquí el lado negativo de la antítesis, su inestabilidad intrínseca, la propiedad privada corroída y corrosiva. De los dos términos de esta antítesis, el propietario privado es, por tanto, el partido conservador; el proletariado, el partido destructivo. De aquel parte la acción encaminada a mantener la antítesis; de este, la acción encaminada a destruirla. Es cierto que la propiedad privada se impulsa a sí misma, en su dinámica económica, a su propia disolución, pero es por un proceso independiente de ella, inconsciente, ajeno a su voluntad, impulsado por la lógica de las cosas, pues ésta la lleva a engendrar el proletariado como tal, la miseria consciente de su miseria física y espiritual, consciente de su degradación humana, con la cual supera ya su propia degradación. El proletariado no hace más que ejecutar la sentencia que la propiedad privada decreta contra sí misma al engendrar al proletariado, como ejecuta también la que el trabajo asalariado decreta contra sí misma al engendrar la riqueza ajena y la miseria propia. El proletariado, al triunfar, no se erige, ni mucho menos, en dueño y señor absoluto de la sociedad, pues si triunfa es a costa de destruirse a sí mismo y a su enemigo. Con su triunfo, el proletariado desaparece, como desaparece la antítesis que lo condiciona, la propiedad privada».

Marx se defiende terminantemente de la objeción que se le hace de convertir a los proletarios en dioses, al asignarles esta misión histórica. «¡Todo lo contrario! El proletariado puede y debe necesariamente emanciparse a sí mismo, porque en él, en el proletariado culto, se ha consumado prácticamente la abstracción de toda humanidad, incluso de toda apariencia de humanidad, porque en las condiciones de vida del proletariado cobran su expresión más inhumana todas las condiciones de vida de la actual sociedad, porque el hombre, en su seno, se ha perdido a sí mismo, pero conquistando al mismo tiempo, no solo la conciencia teórica de esta pérdida, sino también, directamente, por imperio de una necesidad absolutamente coercitiva, imposible de esquivar, el deber y la decisión —expresión práctica de la necesidad— de alzarse contra esa situación inhumana. Pero el proletariado no puede emanciparse sin superar sus propias condiciones de vida. Y no puede superar sus propias condiciones de vida sin superar, al mismo tiempo, todas las condiciones inhumanas de vida de la sociedad que se cifran y compendian en su situación. No en vano tiene que pasar por la dura pero forjadora escuela del trabajo. No se trata de saber qué es lo que tal o cual proletario, ni aun el proletariado en bloque, se proponga momentáneamente como meta. De lo que se trata es de saber qué es el proletariado y qué misión histórica se le impone por imperio de su propio ser; su meta y su acción histórica están visible e irrevocablemente predeterminadas por la propia situación de su vida y por toda la organización de la sociedad burguesa actual». Y Marx insiste una y otra vez en afirmar que una gran parte del proletariado inglés y francés tiene ya conciencia de su misión histórica y que labora incansablemente por llevar a esta conciencia la más completa claridad.

Junto a muchos pasajes verdes y lozanos de que manan, rebosante de vida, La Sagrada Familia contiene también trechos resecos y agostados. Hay dos capítulos, principalmente, los dos largos capítulos consagrados a analizar la increíble sabiduría del honorable señor Szeliga, que someten a una dura prueba la paciencia del lector. Si queremos formarnos un juicio de esta obra, debemos tener presente que se trata, a todas luces, de una improvisación. Coincidiendo con los días en que Marx y Engels se conocieron personalmente, llegó a París el cuaderno octavo de la revista de Bruno Bauer, en el que éste, aunque de un modo encubierto, no por ello menos mordaz, combatía las ideas expuestas por ambos en los «Anales franco-alemanes». Entonces se les ocurriría seguramente la idea de contestar al antiguo amigo en un tono alegre y burlesco, con un pequeño panfleto que habría de aparecer rápidamente. Así parece indicarlo el que Engels escribiese inmediatamente su parte, que abarcaba menos de un pliego impreso, quedándose asombrado cuando supo que Marx había convertido el folleto en una obra de veinte pliegos; le parecía «curioso» y «cómico» que, siendo tan pequeña su aportación, su nombre figurase en la portada del libro, y hasta en primer lugar. Marx debió acometer el trabajo a su manera, concienzudamente, como todo lo que hacía, faltándole seguramente, según la conocida y arto verdadera frase, tiempo para ser breve. Cabe también que se extendiese todo lo posible para ampararse en la libertad de censura de la que gozaban los libros de más de veinte pliegos.

Por lo demás, los autores anunciaron esta polémica como precursora de otras obras en que, cada uno por su cuenta, fijarían su actitud ante las nuevas doctrinas filosóficas y sociales. Cuán seriamente lo prometían, lo demuestra el hecho de que Engels tenía ya terminado el original de la primera de estas obras a las que se aludía al recibir el primer ejemplar impreso de «La sagrada familia».

4. UNA FUNDAMENTACIÓN SOCIALISTA

La obra a la que nos referíamos es: «La situación de las clases obreras en Inglaterra», publicada en el verano de 1845 por el editor Wigand de Leipzig, el antiguo editor de los «Anales alemanes», en cuya casa había aparecido también hacía unos meses «El único», de Stirner. Stirner, uno de los últimos retoños de la filosofía hegeliana, fue rápidamente devorado por la estúpida sabiduría de la concurrencia capitalista; Engels, en cambio, construyó con sus libros los cimientos de aquellos teóricos alemanes —que eran casi todos— a quienes la corrosión de las especulaciones hegelianas por Feuerbach arrastró al campo del comunismo y el socialismo. En este libro se describe la situación de la clase obrera inglesa en toda su espantosa realidad, típica del régimen de la burguesía.

Alrededor de cincuenta años más tarde, cuando Engels hubo de reeditar su obra, la calificó como una fase del proceso embrional del socialismo internacional moderno. Añadiendo que así como el embrión humano continúa reproduciendo, en su fase evolutiva más incipiente, las branquias de nuestros antepasados, los peces, mi libro descubría por todas partes huellas de uno de los antepasados con el que cuenta en su árbol genealógico el socialismo moderno: la filosofía clásica alemana. Y es cierto, pero estas huellas son ya mucho menos acusadas que en los artículos publicados por Engels en los «Anales franco-alemanes»; en este libro, ya no se menciona para nada a Bruno Bauer ni a Feuerbach, y al «amigo Stirner» solo un par de veces, para burlarse un poco de él. En esta obra, la filosofía alemana no ejerce ya una influencia retardataria, sino francamente progresiva.

El verdadero centro de gravedad de la obra no reside precisamente en la pintura de la miseria proletaria engendrada en Inglaterra bajo el imperio del régimen capitalista de producción. En este terreno Engels había tenido ya algunos otros precursores: Buret, Gaskell y otros, a quienes cita reiteradas veces. Tampoco era la auténtica indignación contra un sistema social que castigaba a las masas obreras a los más atroces sufrimientos, ni el relato conmovedoramente verídico de estos sufrimientos y la compasión verdadera y profunda hacia sus víctimas, la que daba a esta obra su color peculiar. Lo más asombroso, a la par que lo más importante históricamente que había en ella, era la agudeza y el certero golpe de vista con que el autor, que no tenía más de veinticuatro años, captaba el espíritu del régimen capitalista de producción y acertaba a deducir de él no solo el auge, sino también la crisis de la burguesía, no solo la miseria, sino también la salvación del proletariado. La médula de la obra estaba en demostrar que la gran industria creaba la clase obrera moderna, haciendo de ella una raza humanamente degradada, condenada intelectual y moralmente a la animalidad y físicamente expoliada, a la par que demostraba cómo esta clase obrera moderna, por imperio de una dialéctica histórica cuyas leyes se ponen al descubierto con detalle, conducía y necesariamente tenía que conducir, mediante su desarrollo, al derrocamiento del poder que la creaba. En la fusión del movimiento obrero con el socialismo, veía esta obra el triunfo del proletariado sobre Inglaterra.

Solo quien había asimilado en su sangre y en su carne la dialéctica hegeliana, sacándola de la cabeza para echarla a andar, podía ser capaz de escribir una obra como aquella. Su autor consiguió lo que se proponía: hacer de su libro una fundamentación socialista. Sin embargo, la gran impresión que produjo al publicarse no obedecía precisamente a esto, sino a su interés puramente material; y si esta obra —como hubo de decir, con cómica pedantería, un engreído académico— hizo al socialismo «apto para la cátedra universitaria», sería tal vez por las lanzas roñosas que tal o cual profesor rompió contra ella. Pero cuando la crítica erudita más se infló fue cuando vio que no se producía la revolución que Engels creía oír llamar a las puertas de Inglaterra. Él mismo habría de decir, y con razón, cincuenta años más tarde, que lo maravilloso no era que se hubiesen frustrado muchas de las profecías hechas por él, en su «ardor juvenil», sino que se hubieran realizado tantas, aunque él las hubiese anunciado en un «porvenir demasiado próximo».

Este «ardor juvenil» que enfocaba tantas cosas en un «porvenir demasiado próximo», no es hoy, el menor de los encantos de este libro precursor. Sin estas sombras no sería concebible su luz. La mirada genial que sabe ver en el porvenir traspasando el presente, ve el futuro, por verlo más claro, más cercano que el sano sentido común, incapaz de hacerse la idea de que puede llegar un día en que no le sirvan la sopa humeante a las doce en punto. Además, no era Engels el único que oía, entonces, los aldabonazos de la revolución llamando a las puertas de Inglaterra; también los oía el «Times», órgano director de la burguesía inglesa, con la diferencia de que el temor de la conciencia remordida solo veía incendios y asesinatos donde la profética mirada social veía alzarse de los escombros una vida nueva.

Pero no era esta la única obra en la que Engels se sintió acuciado, durante el invierno de 1844 a 1845, por su «ardor juvenil». Aún estaba forjándola sobre el yunque, cuando ya tenía otros hierros caldeándose en el fuego; eran, además de la continuación de esta obra, que no pretendía ser más que un capítulo de un extenso trabajo sobre la historia social de Inglaterra, una revista mensual que habría de editar en colaboración con Moses Hess, una biblioteca de autores socialistas extranjeros, una crítica de Mist, y varias cosas más. No se cansaba de espolear a Marx, con quien se topaba constantemente, para que desarrollase la misma afanosa actividad. «Procura dar remate a tus obras de economía, aunque no estés del todo satisfecho; lo mismo da, el momento es propicio y hay que machacar el hierro antes de que se enfríe… no hay tiempo que perder. Procura, pues, terminar antes de abril; haz como yo, fíjate un plazo dentro del cual te obligues a terminar sea como sea, y cuídate una rápida impresión. Si no puedes imprimirlo ahí, mándalo a Mannheim, a Darmstadt o a otro sitio. Lo importante es que sea pronto». Hasta de la «curiosa» extensión de La Sagrada Familia se consolaba Engels, pensando que estaba bien, pues de esa manera «saldrían a la luz muchas cosas que de otro modo se hubieran quedado encerradas, quién sabe por cuánto tiempo, en los cajones de tu mesa». ¡Cuántas veces, a lo largo de la vida de Marx, habían de resonar en sus oídos estas llamadas del amigo!

Pero si Engels era impaciente en sus conminaciones, era en cambio el más paciente de los amigos cuando el genio, en sus duras luchas consigo mismo, se veía además acosado por las grandes miserias de la vida ruin. En cuanto llegó a Barmen la noticia de que Marx había sido expulsado de París, Engels creyó necesario abrir inmediatamente una suscripción «para repartirnos entre todos, comunistamente, los gastos extraordinarios que eso te ocasione». Y después de informarle de la «buena marcha» de la suscripción, añadía: «Pero como no sé si ello bastará para ayudar a tu instalación en Bruselas, no hay que decir que pongo con el mayor placer a tu disposición los honorarios de la primera cosa inglesa, que espero cobrar, en parte al menos, de un momento a otro, y de los que, por el momento, puedo prescindir, sacándole algún dinero al viejo. Por lo menos, esos perros no tendrán la fruición de causarte apuros pecuniarios con su infamia». Engels había de proteger infatigablemente a su amigo contra aquella «fruición de los perros» durante toda una vida.

Este Engels, que en sus cartas juveniles se nos muestra tan rápido y expeditivo, no tenía nada de ligero. Aquella «primera cosa inglesa», de que hablaba tan superficialmente, ha resistido los embates de siete décadas; era una obra que hacía época, el primer gran documento del socialismo científico. Veinticuatro años contaba Engels cuando lo escribió, sacudiendo ya el polvo de las pelucas académicas. Pero este hombre no era uno de esos talentos precoces que florecían rápidamente en el aire caliente de una estufa para marchitarse con el mismo apuro. Su «ardor juvenil» brotaba del auténtico fuego solar de una gran idea que habría de llenar con su calor toda su vida, como llenaba su juventud.

Por el momento, vivía en la casa de sus padres; era «una vida tranquila y apacible, en un hogar honrado y lleno del santo temor a Dios», como «el más brillante filisteo» no la podría soñar mejor. Pronto se cansó de ella, y solo las «caras tristes» de sus padres lo movieron a aventurarse a una nueva tentativa comercial. De todos modos, tenía decidido marcharse en primavera, por lo pronto, a Bruselas. Los «disgustos familiares» se agudizaron considerablemente a consecuencia de una campaña de propaganda comunista desarrollada en Barmen-Elberfeld, en la que él tomó una participación muy activa. Le escribió a Marx informándole de tres mítines comunistas, el primero de los cuales había congregado cuarenta espectadores, el segundo ciento treinta y el tercero doscientos. «La cosa marcha magníficamente. No se oye hablar más que de comunismo y no pasa día sin que recibamos nuevas adhesiones. El comunismo del Wuppertal es ya una verité, y casi una potencia». Sin embargo, esta potencia se esfumó ante una simple orden de la policía, y el cariz que presentaba no podía ser más singular; el propio Engels decía que solo el proletariado se mantenía ausente de este movimiento comunista por el que casi empezaba a entusiasmarse la parte más necia, más indolente y más vulgar del pueblo, ya que no se interesaba por nada en el mundo.

Esto no estaba muy a tono con lo que acababa de escribir acerca de las ideas del proletariado inglés. Pero así era este hombre: un magnifico muchachote de los pies a la cabeza, siempre en guardia, vivaz, con un certero golpe de vista, infatigable y no curado de ese bendito atolondramiento que tan bien sienta al entusiasmo y al arrojo juveniles.

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