En un lánguido acto se firmó, nuevamente, el acuerdo de paz entre el Gobierno y los jefes de la guerrilla de las FARC; un acto famélico antecedido por la muerte de dos guerrilleros en la semana y el acumulado de por lo menos 200 dirigentes campesinos asesinados en lo que va corrido del año, según voceros de varias organizaciones de derechos humanos. Una escandalosa cifra que debería alertar a los más testarudos pacifistas y que deja en evidencia la cruda verdad: ¡La paz de los ricos es guerra contra el pueblo!
Esta vez no asistieron los personajes encumbrados de otros países, porque saben que el «nuevo» acuerdo no cambia la esencia de lo pactado en La Habana; esencia compartida por todos los explotadores nacionales y extranjeros, incluso por el sector mafioso y paramilitar representado por Uribe y sus mesnadas, como se dijo en estas páginas el 12 agosto pasado: «Existe un acuerdo total entre imperialistas, burgueses y terratenientes, secundados por los jefes de las FARC y de los partidos reformistas. Las discusiones y ataques del uribismo por más agresivos que aparezcan no pasan de ser algarabía politiquera y leguleya para disimular su unánime acuerdo reaccionario de legalizar el despojo a los campesinos y apuntalar la agricultura empresarial».
Una verdad reconocida a medias por las propias FARC en su última Conferencia, donde sus jefes confiesan que lo acordado sobre Reforma Rural Integral solo son paliativos y que se entregan: «Sin haber logrado los propósitos de una reforma revolucionaria agraria integral, que supere la escandalosa concentración de la propiedad sobre la tierra y el modelo imperante de los grandes agro negocios…» (Ver: ¿Qué discutieron las FARC…?). Una confesión a medias por cuanto la rimbombante «Reforma Rural Integral» del acuerdo, es la misma palabrería demagógica ya contenida en la letra de la legislación vigente sobre los campesinos pobres, las Zonas de Reserva Campesina, las comunidades indígenas y negras; formas que a su vez son parte complementaria de la gran explotación agroindustrial también vigente, como surtidoras de mano de obra barata, y mucho más necesarias ahora para el impulso de las Zonas de Interés de Desarrollo Rural Económico y Social – ZIDRES.
El «nuevo» acuerdo no cambió lo sustancial, solo reafirma, para no dejar duda alguna que: «Nada de lo establecido en el Acuerdo debe afectar el derecho constitucional a la propiedad privada.» Es decir, la propiedad privada de los grandes beneficiarios del despojo de esta guerra contra el pueblo.
Así mismo, el encanto de esa paz mentirosa con la cual engañaron a una parte del pueblo se marchita, porque es flor de un día ante la evidencia de la guerra oficial y extraoficial que siguen llevando a cabo, cumpliéndose dolorosamente la advertencia hecha desde estas páginas:
El desarme de las FARC, no significa el desarme de las fuerzas militares que seguirán ejerciendo la violencia reaccionaria contra el pueblo, ni tampoco de las bandas paramilitares que seguirán dominando y masacrando; solo significa el retiro militar de las FARC de esta guerra de la coca, la minería y el petróleo, pero no el fin de la guerra misma, pues el negocio sigue más activo que nunca. Por tanto, es una falacia identificar ese acuerdo entre bandos de expropiadores, con la paz para los obreros y campesinos, imposible e irrealizable mientras no se acabe la disputa económica del negocio de los sicotrópicos, de las plantaciones y la minería… una paz imposible e irrealizable mientras se viva bajo un sistema donde unas clases tengan el derecho a enriquecerse explotando el trabajo de otras, y para conservar ese derecho, tengan a su disposición las armas del Estado, condiciones que fueron aceptadas como intocables en el Acuerdo de La Habana.
Aún así, contra toda evidencia, los arrepentidos jefes guerrilleros insisten en desarmar ideológicamente al pueblo para que siga soportando la guerra y la esclavitud a que lo someten burgueses, terratenientes e imperialistas, como lo expresara Timochenko en el lúgubre acto en el Teatro Colón: «Que la palabra sea la única arma que nos permitamos usar los colombianos».
Y esa claudicación de los jefes de las FARC es la que anima los pataleos del uribismo, que si bien no pasan de ser algarabía politiquera y leguleya con miras a la presidencia en el 2018 (por cuanto comparte la esencia del acuerdo en cuanto a legalizar el despojo), encuentra terreno propicio para ir más allá de lo acordado y recortar las gabelas concedidas a los jefes guerrilleros, a sabiendas de que las FARC no están en condiciones ideológicas, políticas y organizativas para reemprender la guerra.
Aun así, esas diferencias y contradicciones secundarias de los secuaces del uribismo con la facción santista, son contradicciones en el seno de las clases enemigas del pueblo, que debilitan su poder y le quitan estabilidad al gobierno, en momentos en que la crisis económica hace estragos en todos los órdenes y, sobre todo, en momentos en que se agrava la crisis social que obliga a las masas del pueblo trabajador a levantarse en lucha contra los despidos masivos, la rebaja del salario, la persecución a sus organizaciones y asesinato de sus dirigentes, y contra las nuevas medidas anti-obreras que buscan seguir descargando el peso de la crisis sobre sus espaldas como pretenden las reformas tributaria y pensional.
Una condición favorable para unir y generalizar la lucha del pueblo con independencia de sus enemigos santistas y uribistas, y con independencia de los falsos amigos del pueblo que lo invitan a respaldar la paz de los sepulcros y al tirano de turno. Las contradicciones en el seno de los enemigos deben ser aprovechadas por el pueblo para conquistar sus reivindicaciones inmediatas, y especialmente por los desplazados, víctimas de la guerra reaccionaria, para arrebatar con su unidad y su lucha organizada las tierras usurpadas y la reparación integral que pretenden burlar los explotadores.
El «nuevo» acuerdo firmado en estos días por las FARC y el gobierno de Santos deja aún más claro que el pueblo, contrariando la pretensión de los reaccionarios explotadores, debe prepararse para otra guerra distinta que ponga fin a la injusticia y a la violencia reaccionaria de las clases dominantes, instaurando con los fusiles de los obreros y campesinos la República Socialista de Colombia. Entonces, solo entonces, sí se sentarán las bases para empezar a construir la paz que anhela y necesita el sufrido pueblo colombiano.
Comité Ejecutivo – Unión Obrera Comunista (mlm)