
«No vea personas, vea números». Las palabras salieron de sus labios como cuchillas, cortando el aire contra mi humanidad. Ella, con sus ojos vacíos, repetía el mantra del capitalismo agónico: borrar rostros, silenciar latidos, convertir el sudor y las lágrimas en columnas de una hoja de cálculo. Pero ¿cómo ignorar que detrás de cada cifra hay un corazón que late, unas manos laboriosas, un suspiro ahogado por la injusticia?
1. Tiene hijos que la esperan con ilusión y sueños de compartir pequeñas franjas de tiempo con ella. 2. Carga sobre sus hombros el peso de una madre anciana, cuyo frágil cuerpo tiembla en una cama solitaria, abandonada por un sistema que solo sabe exprimir. 3. Tiene un perro que le lame las heridas al final del día, como si supiera que su amo está a punto de desmoronarse.
1. Es una mujer que arrastra los pies al amanecer, con los ojos hinchados de noches sin dormir, trabajando con esa tos seca, único regalo de esas fábricas donde el polvo se mezcla con sus lágrimas no vertidas. 2. Es una hija que vende sus horas, sus risas, sus años, para comprar medicinas que el Estado no provee, mientras lava el rostro marchito de su madre con paños fríos y manos amorosas que nadie y nada valora, excepto las líneas de esta prensa revolucionaria. 3. Es un hombre cuyo cuerpo se resquebraja en cada turno extra, corriendo entre máquinas que rugen como bestias, sabiendo que un error lo convertirá en baja laboral, en una palmada en el hombro.
Pero ella insiste: «Son números, solo números». ¿Acaso no siente el dolor que atraviesan esas cifras? ¿No escucha el llanto de los niños que preguntan cuándo volverá su madre? ¿No ve las arrugas de la anciana que clama el nombre de su hija en la oscuridad? ¿No nota el temblor de las manos de 3 al sostener la foto de su perro, el único ser que no lo juzga?
Entre el 0 y el 3 hay universos de sufrimiento y esperanza. Hay madres que venden su sangre por un mendrugo, padres que mueren silenciosamente para que sus hijos estudien, abrazos que nunca llegan porque los turnos y el tic tac no perdonan.
El capitalismo me exige no solo ver 3 números, me exige ver 13 números vacíos entre 25 historias de lucha. Ella quiere que condene a 13 obreros al abismo: a las deudas, a las miradas vacías frente al espejo, al insomnio sin respuestas.
«Que paguen los de abajo de la hoja de cálculo», repite, como si los holgazanes dueños de trajes impecables, no nadaran en oro mientras nosotros nos ahorcamos literalmente en las preocupaciones. Pero yo me niego. Me niego a olvidar que 1 me prestó azúcar cuando no tenía cómo endulzar mis días difíciles entre las 8 y las 5, que 2 me enseñó a teclear atajos en mi laptop para reposar mis ojos cansados, que 3 una vez me rescató de caer en la máquina que hoy lo devora.
¡Basta! No somos decimales en un informe, ni gráficos que suben y bajan. Somos odios ahogados, puños, historias que arden en las entrañas de una tierra que también sufre. Cada despido es un funeral sin flores, cada recorte laboral es un latigazo en la espalda de los que llevamos siglos de pie echando a andar todo lo que se ve.
Hoy lloro por los 13, por los 25, por los millones que el sistema escupe como cáscaras vacías. Pero también ¡hoy juro que no callaré! Que alzaré sus nombres, sus rostros, sus sueños truncos. Que sembraré su rabia en cada esquina, en cada fábrica, en cada plaza. Porque la Revolución no se hace solo con números, sino con estas lágrimas que incendian mi pasión, con el combustible de la razón y la fuerza de la organización.
Somos más que cifras. Somos el latido de la época que está por nacer, las manos de la partera de la historia, el rugido de los que ya no temen. ¡Véannos! No con los ojos fríos de los analistas de cifras huecas, sino con el miedo en llamas, porque sabemos que otro mundo es posible: uno donde nadie sea un dato, donde todos podamos vivir, amar y morir con dignidad.
La lucha es económica, es política, es sentimental. Es, también, por cada lágrima que el capitalismo jamás contará.