El asesinato racista del afroamericano George Floyd desató gigantescas manifestaciones que en pocos días inundaron las principales ciudades del mundo en protesta contra la brutalidad policial en Estados Unidos y en todos los países. La furia popular redujo a cenizas fortificaciones policiales y derribó viejos símbolos de la esclavización de los negros. Hambrientos y desarraigados se lanzaron a expropiar medios de vida acaparados por los saqueadores capitalistas.
¿Pero acaso el racista Trump no fue antecedido por un presidente negro? ¿Qué hizo Obama contra el racismo? ¡Nada! Porque él es un negro capitalista que al frente del Estado imperialista yanqui, reforzó las cadenas de la explotación del proletariado y del pueblo estadounidense, y con ellas, mantuvo incólumes los grilletes del racismo, de la discriminación, de la opresión a pueblos, naciones y países contra los cuales en el Medio Oriente, atizó las guerras reaccionarias de agresión, ocupación y bombardeo con drones. Esto demuestra que en la república burguesa no basta un cambio de presidente para resolver los problemas del pueblo; tal institución es solo la ejecutora del destino gobernante del Estado.
La burguesía siempre se ha presentado hipócritamente como la representante y defensora de todo el pueblo, por lo cual desde la escuela infunde la idea falsa del Estado como un poder especial que está por encima y al servicio de todas las clases, una autoridad inamovible protegida por Dios y que existirá para siempre.
Sin embargo, la larga experiencia histórica de la sociedad dividida en clases, demuestra que a pesar de sus cambios de forma en el Estado (esclavista, feudal, capitalista), siempre ha sido un aparato para ejercer el gobierno de la clase o clases económicamente dominantes, sobre las demás clases. En el caso del capitalismo, la idea burguesa del Estado le sirve para justificar sus privilegios sociales, para justificar y preservar la existencia de la explotación asalariada capitalista.
No obstante, el terror estatal y la represión sufridos en la carne viva del pueblo trabajador, sea en la forma de la brutalidad policial contra los manifestantes, contra los huelguistas, contra los desempleados que cometen el “delito” de salir a trabajar por su cuenta, del asesinato impune de dirigentes populares, de las masacres de campesinos y obreros, de las amenazas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones, del desplazamiento y expropiación de los pobres del campo, de la descarada corrupción de los gobernantes… todo ese cúmulo de opresión, desata espontáneamente la indignación y el rechazo generalizado del pueblo al gobierno de los ricos, a sus fuerzas armadas, a su Estado dictatorial, pero sin lograr entender cómo ir más allá de la denuncia y resolver el problema. Tal es el papel de los partidos políticos, explicar y dirigir el qué hacer frente al Estado de los ricos, dando lugar a dos campos opuestos, a dos posiciones antagónicas.
Una dice, el Estado capitalista es una institución suprema y sagrada pero es necesario remodelarla, suprimirle sus abusos, convertirlo en un Estado Social de Derecho al servicio de todas las clases… es necesario reformar el Estado burgués sin tocar el poder político y económico de los capitalistas. Y no hay otra forma que mediante los votos para cambiar de presidente y tomar las mayorías en el Congreso.
Otra plantea, como todo Estado, el burgués es en esencia una dictadura de clase, cuyo pilar central son los destacamentos armados, las cárceles y demás medios de coerción para someter por la violencia la voluntad de los gobernados, para restringir sus medios y procedimientos de lucha. La experiencia histórica ha demostrado que es inútil reformarlo para que sirva a los oprimidos, pues es una máquina hecha para servir al capital, es un instrumento de explotación; tal fue la experiencia de la revolución sandinista que por la vía armada se tomó en viejo Estado somocista, no lo destruyó, no construyó un nuevo Estado y por eso la situación del pueblo siguió igual o peor que antes. Para liberar de verdad a los oprimidos es necesario destruir el Estado burgués, demolerlo, hacer trizas sus fuerzas armadas y su costoso andamiaje burocrático. Y no hay otra forma que vencer la violencia reaccionaria con la violencia revolucionaria del pueblo armado.
He ahí la razón de la insistencia de Revolución Obrera en la necesidad de destruir el actual Estado, una necesidad social llevada a la práctica en la Comuna de París, en la Revolución Proletaria en Rusia y en China. Una teoría rechazada por los partidos reaccionarios y reformistas, despreciada por el escepticismo de los intelectuales acomodados, pero que una vez sea conocida y comprendida por las masas del pueblo será acogida y puesta en práctica, y serán esas mismas masas armadas quienes construirán sobre las cenizas del viejo Estado burgués, el nuevo Estado del poder de los obreros y campesinos, un nuevo Estado tipo Comuna de París, tipo Soviet, tipo Comuna de Shanghái. Y entonces habrán sido enterrados junto con la explotación del hombre por el hombre, el racismo, el machismo y toda forma de opresión propia del Estado burgués.