
Mientras los gobiernos y monopolios imperialistas intentan presentarse como los «salvadores del planeta» en los foros internacionales, los pueblos del mundo cargan sobre sus espaldas los efectos más brutales de la crisis climática. La 30ª Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP30), que se realiza en Belém, Brasil, del 10 al 21 de noviembre vuelve a poner sobre la mesa una contradicción fundamental: el capitalismo no puede resolver la catástrofe que él mismo ha provocado.
En las calles de Belém, mientras los burócratas discuten metas y cifras, las comunidades indígenas, campesinas y obreras se levantan en protesta. Denuncian el doble discurso de los Estados, que por un lado firman declaraciones «verdes» y por otro promueven el extractivismo, la privatización y la militarización de los territorios. Su grito resume el sentir de los pueblos: «Sin justicia social no hay justicia climática».
De ahí que las movilizaciones en torno a la COP30 no son espontáneas. Son la expresión de un largo proceso de resistencia frente a la expoliación imperialista y a las políticas del gran capital. En Brasil, mientras se habla de «transición ecológica», el agronegocio, la minería y las petroleras siguen devorando la Amazonía, desplazando comunidades y envenenando los ríos.
Los pueblos originarios denuncian que el Estado los excluye de las decisiones, mientras financia la infraestructura del evento con dinero público asegurando la presencia de multinacionales que se apropian de la selva bajo el disfraz de proyectos de «compensación de carbono». El «capitalismo verde» busca convertir la naturaleza en mercancía, y la COP se convirtió en su gran escenario de legitimación.
En realidad, estas conferencias no son espacios de transformación, sino mecanismos de administración de la crisis para garantizar que los monopolios sigan acumulando ganancias mientras expolian la naturaleza. La «economía baja en carbono» que pregonan las potencias no cuestiona la propiedad privada de los medios de producción ni la lógica de la ganancia, verdadero motor de la destrucción de la naturaleza.
Ahora bien, desde la COP15 (Copenhague, 2009), las potencias imperialistas prometieron destinar 100.000 millones de dólares anuales a los países del Sur para mitigar y adaptarse al cambio climático. Esa cifra, presentada como «solidaridad global», nunca se cumplió plenamente, quedaron en simples promesas vacías del imperialismo.
Según la OCDE, solo en 2022 se habría alcanzado el monto, con 115, 9 mil millones de dólares, aunque la mayoría de esos recursos se otorgaron como préstamos y no como donaciones. Los países empobrecidos por el imperialismo y los capitalistas de cada país terminan endeudados para financiar su propia supervivencia, en una nueva forma de colonialismo financiero disfrazado de cooperación climática.
Las cifras muestran el cinismo del sistema, mientras los pueblos pierden cosechas, agua y territorio, los bancos acumulan intereses. La «financiación verde» no llega a las comunidades; se queda en los circuitos de las grandes instituciones financieras del Norte. De esta forma, la crisis climática se convierte también en un negocio, en una oportunidad para imponer nuevas dependencias tecnológicas y financieras.
El «Nuevo Objetivo Colectivo Cuantificado» (NCQG) llama a los países desarrollados a invertir 1,3 billones de dólares en financiamiento climático para 2035. En la COP29 realizada en Azerbaiyán esos países se comprometieron a cumplir con 300 000 millones de dólares anuales. Pero mientras no se rompa el dominio imperialista sobre la economía mundial, esos números seguirán siendo humo, promesas que nunca llegan a los pueblos.
Innegablemente la contradicción de fondo es la guerra capitalista contra la vida. La magnitud del gasto militar mundial desnuda las verdaderas prioridades del sistema. En 2024, el planeta destinó 2,718 billones de dólares a la guerra, las armas y la represión. Eso equivale a 27 veces más que la meta histórica de financiamiento climático y casi nueve veces más que la cifra actualmente en negociación.
El imperialismo invierte más en destruir que en sanar. Los mismos países que no cumplen sus compromisos climáticos son los mayores exportadores de armas. Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Alemania y China concentran más del 70 % del gasto militar global. En vez de financiar la transición energética o la soberanía alimentaria, financian ejércitos, bases militares y guerras de rapiña que agravan la devastación ambiental.
El mensaje es claro, el capitalismo, en su fase imperialista, solo puede garantizar su existencia mediante la violencia y la guerra permanente mientras depreda la naturaleza y destruye la fuerza de trabajo (obreros y campesinos) de los pueblos y naciones que oprime. Por eso la lucha por la justicia climática es inseparable de la lucha antimperialista y anticapitalista. No se trata solo de cambiar fuentes de energía, sino de cambiar las relaciones de poder y de producción que han convertido la naturaleza en botín de lucro.
Ya las consecuencias son palpables, el calentamiento global se siente con fuerza en todo el planeta. El Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) confirma que la temperatura media global se ha elevado 1, 2 °C por encima de los niveles preindustriales. Este aumento ha multiplicado las olas de calor, las lluvias torrenciales, las sequías y los incendios.
En la última década, los fenómenos extremos han cobrado cientos de miles de vidas y desplazado a decenas de millones de personas. Solo en 2024, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) y el Observatorio de Desplazamiento Interno (IDMC por sus siglas en inglés), más de 80 millones de personas fueron desplazadas internamente por conflictos y desastres, muchos de ellos directamente ligados al clima. Los «refugiados climáticos» se multiplican en Asia, África y América Latina, mientras los países ricos levantan muros y militarizan fronteras.
Las víctimas no son números abstractos, son trabajadores agrícolas que pierden sus cosechas, pescadores sin mar, campesinos sin agua, obreros enfermos por calor extremo. La crisis climática, como toda crisis del capital, golpea con mayor fuerza a la clase trabajadora y a los pueblos del Sur. Los monopolios que se lucran con la extracción de petróleo, el agua o la minería son las mismas que imponen condiciones de trabajo precarias y salarios miserables. La opresión de clase y la depredación de la naturaleza son dos caras de una misma moneda.
Mientras tanto, cada año la COP convoca a miles de delegados, funcionarios y empresas. Las declaraciones finales abundan en frases vacías sobre «transición justa» o «neutralidad de carbono», pero carecen de mecanismos coercitivos. Ningún acuerdo sanciona a las potencias que incumplen, ni obliga a los imperialistas a reducir su producción destructiva.
Las COP se han convertido en rituales de legitimación del sistema, espacios donde el capital maquilla su imagen mientras continúa explotando recursos y personas. Bajo el disfraz del «capitalismo verde», se expanden los mercados de carbono, se privatizan los bienes comunes y se permite a las empresas privadas contaminar a cambio de comprar certificados, en últimas se comercia con la contaminación y se mercantiliza la vida.
Frente a esta farsa, los pueblos del mundo levantan la bandera de la resistencia. Las comunidades que protestan en Brasil no se oponen a la acción climática, sino al monopolio del discurso por parte de quienes destruyen el planeta. Ellas exigen una justicia climática popular, basada en la defensa del territorio, la soberanía alimentaria y la planificación socialista de la producción.
Evidentemente el capitalismo no puede y tampoco quiere resolver la crisis ecológica porque su esencia es la acumulación sin límites. No existe «transición verde» posible dentro de un sistema que vive de la explotación de la fuerza de trabajo y de la depredación de la naturaleza. Solo un cambio radical en las relaciones de producción y una transformación socialista y planificada de la economía mundial puede garantizar la preservación de la vida.
El marxismo-leninismo-maoísmo enseña que las fuerzas productivas bajo el dominio del capital se convierten en fuerzas destructivas. Por eso, la tarea de los pueblos no es reformar el sistema, sino sepultarlo, derribando a su vez a su Estado, con todas sus instituciones que legitiman el ecocidio, y sobre esas ruinas construir un nuevo poder dirigido por los obreros y campesinos, donde la producción esté orientada a las necesidades humanas y no al lucro. En ese horizonte, la lucha climática se convierte en una trinchera más de la lucha de clases, donde el enemigo es el mismo: el imperialismo y sus Estados socios y serviles.
Las protestas en torno a la COP30 son una expresión concreta de esa conciencia creciente. En cada pancarta, afiche, pendón, arenga y en cada bloqueo se resume la verdad de que el planeta no será salvado por los dueños del capital, sino por los pueblos que lo defienden con su trabajo y su vida.
Desde esta tribuna de Revolución Obrera hacemos un llamado urgente a los pueblos del mundo, y en particular al pueblo colombiano y a los movimientos ambientalistas, para cualificar y unificar sus luchas frente a la ofensiva del capital. Es necesario trascender el ambientalismo moral o reformista y convertir la defensa de la naturaleza en parte integral de la lucha revolucionaria por la liberación de los pueblos.
En Colombia, donde el extractivismo, la deforestación, la falta de planeación, la corrupción y la privatización del agua avanzan bajo distintos gobiernos, las organizaciones populares deben vincular las reivindicaciones ecológicas con las de la clase obrera: tierra, trabajo, salud, educación, vivienda, autodeterminación de los pueblos, poder popular… La juventud ambientalista, los colectivos de economía popular, de defensa del territorio, los sindicatos y las comunidades rurales deben comprender que no hay solución ecológica dentro del orden burgués.
Cualificar la lucha significa dotarla de conciencia política, organización, movilización y dirección proletaria; unir las demandas ecológicas con las económicas y sociales a través de las asambleas populares y articular estas batallas locales con la lucha antiimperialista; el planeta necesita una vanguardia consciente que transforme la indignación en poder revolucionario.
La tarea inmediata es construir una Internacional Comunista, a la vez que trabajamos por la restauración del partido Comunista en Colombia, que dirija la lucha para resolver de una vez por todas la contradicción entre el capital y la naturaleza, brindando soluciones basadas en la solidaridad, la lucha directa y la planificación socialista; solo la unidad de la clase trabajadora y de los pueblos oprimidos podrá frenar la maquinaria de destrucción del capital imperialista y abrir camino a una nueva civilización en armonía con la naturaleza.
La COP30 en Brasil deja al descubierto la hipocresía del sistema imperialista y la dignidad de los pueblos que resisten. Las cifras lo confirman, mientras los Estados gastan billones en armamento, las promesas de financiamiento climático siguen siendo humo. Los mismos que contaminan son quienes dictan las reglas de la «transición ecológica».
Frente a esta realidad, solo la organización consciente de las masas y la unidad internacionalista del proletariado y los pueblos oprimidos pueden abrir el camino hacia una verdadera justicia climática.
La defensa de la naturaleza es parte inseparable de la lucha por el Socialismo. Solo un mundo nuevo, libre de explotación y opresión, podrá reconciliar al ser humano con la tierra que habita.
¡La Tierra no se defiende con discursos, sino con la Revolución!






