En 1885, una circular recorrió de mano en mano las filas del proletariado en Estados Unidos. Con las siguientes palabras, hizo un llamamiento a realizar acciones de toda la clase el 1° de Mayo de 1886:
«¡Un día de rebelión, no de descanso! Un día no ordenado por los voceros jactanciosos de las instituciones que tienen encadenado al mundo del trabajador. ¡Un día en que el trabajador hace sus propias leyes y tiene el poder de ejecutarlas! Todo sin el consentimiento ni aprobación de los que oprimen y gobiernan. Un día en que con tremenda fuerza la unidad del ejército de los trabajadores se moviliza contra los que hoy dominan el destino de los pueblos de toda nación. Un día de protesta contra la opresión y la tiranía, contra la ignorancia y la guerra de todo tipo. Un día en que comenzar a disfrutar “ocho horas de trabajo, ocho horas de descanso, ocho horas para lo que nos dé la gana”».
Hace cien años, el 1° de mayo de 1886, una huelga general estalló por todo Estados Unidos. En pocos días culminó en los sucesos por siempre asociados con el nombre Haymarket. En 1889, el congreso fundador de la nueva, Segunda Internacional marxista declaró el Primero de Mayo un día para acciones mundiales del proletariado. […]
BRAVO POLVORÍN EN PREPARACIÓN
Antes, la vida en Estados Unidos, incluso para los inmigrantes pobres, era mejor que en los países que habían abandonado. Con el explosivo crecimiento industrial y el robo sistemático del continente a los mexicanos y los pueblos autóctonos, había escaseado la mano de obra; como resultado, el desempleo era poco y los sueldos eran relativamente altos. Además, ese recurso especial de Estados Unidos «tierra gratis (es decir, robada)» les dio a sectores de la clase trabajadora por lo menos la esperanza de obtener propiedad. La esperanza de encontrar una oportunidad e incluso una manía especulativa alentaba a los trabajadores. No obstante, en la década de 1880 grandes cambios socavaron la base material de tales «Sueños americanos».
La clase capitalista había derrocado a los esclavistas del Sur unas décadas antes y durante la década de 1870 reasimiló a los esclavistas en un orden más moderno. […]
Al mismo tiempo, más o menos, se concluyó la última de las «guerras Indígenas». […] Para muchos trabajadores, la conquista final de los indígenas marcó el fin de los sueños de ir al «oeste». No había más «tierras gratis» que robar, ni una «válvula de seguridad» para la reserva de mano de obra. Junto con eso, en 1873 ocurrió una devastadora «Gran Depresión» que duró dos décadas.
El número de desempleados ascendió vertiginosamente. La automatización de labores especializadas produjo cambios históricos en la estructura de la clase obrera. La pobreza, con todas sus úlceras, se mostró como nunca.
Habiendo aplastado a los indígenas, robado a México, derrotado a los esclavistas y traicionado a los esclavos, el capital estadounidense recurrió a engordarse con mano de obra importada en sus fábricas. Sin embargo, mientras la clase dominante consolidaba su sistema de oropel, en medio de la escualidez, hombres y mujeres comenzaban a tener nuevos sueños, sueños proletarios. En una babel de idiomas, estos sueños se expresaron en la política.
LA TEMPESTAD SE PREPARA
Después de 1877, las dos clases entendieron bien que pronto estallarían nuevos conflictos. En el horizonte la burguesía veía una «Comuna americana» y preparaba medidas sangrientas para reprimirla; en las ciudades principales convirtió los arsenales en fortalezas; transformó la Guardia Nacional en un ejército moderno con armas modernas; contrató grandes ejércitos privados de informantes, matones y Pinkerton (guardias privados).
Los trabajadores también se preparaban, política y militarmente. Formaron sociedades secretas, tradeuniones y partidos de la clase obrera, y en su seno se debatía cómo deberían responder los oprimidos al deterioro de su situación. Hoy, cuando las palabras «movimiento laboral americano» evocan instantáneamente imágenes de chovinismo y reacción, es difícil imaginarse la luz radical que otrora emanaba de los sindicatos.
En ese entonces los sindicatos eran redes semilegales (en la práctica, completamente ilegales) en las fábricas. La policía rutinariamente dispersaba las reuniones de los trabajadores, golpeando y encarcelando a los organizadores. […]En ese entonces hacer huelga quería decir hacer guerra con todos los poderes de la sociedad. El reclutamiento de equipos de esquiroles en los hambrientos tugurios era cosa de todos los días. Los paros, incluso los que se concentraban en demandas claramente económicas, rápidamente revestían el carácter de rebeliones radicales y se extendían como un contagio a la clase.
Chicago dio a luz un mundo particularmente radical. El núcleo del Sindicato Central de Trabajo (la mayor de las redes sindicales en competencia) lo constituían revolucionarios. En este contexto, los revolucionarios circulaban una prensa verdaderamente incendiaria: el periódico bisemanal en inglés de Albert Parsons, el Alarm, tenía de dos a tres mil lectores. August Spies era el director del diario en alemán Arbeiter Zeitung, con una circulación de cinco mil ejemplares. Salían otros órganos revolucionarios, y se realizaban estimulantes polémicas y propaganda en tres o cuatro idiomas.
En 1885 el Sindicato Central de Trabajo de Chicago aprobó una resolución que concentra el estado de ánimo de los obreros: «Llamamos urgentemente a la clase asalariada a armarse para poder presentar a sus explotadores el único argumento que puede ser efectivo: la violencia».Tales llamamientos no eran abstractos. En Chicago, un núcleo de trabajadores, en su gran mayoría de Alemania, formaron milicias armadas llamadas Lehr und Wehr Vereins (Asociaciones de Estudio y Resistencia) para responder del mismo modo a la violencia de los ejércitos privados de los patronos. También se formaron el Club Inglés (para los trabajadores angloparlantes), los Francotiradores de Bohemia (para los checoeslovacos) y un grupo francés. Hay crónicas de diez compañías, muchas dirigidas por veteranos de las guerras europeas y estadounidenses. No es de extrañarse que la burguesía respondiera en 1879 prohibiendo estas milicias obreras. […]
Mientras tanto, las fuerzas radicales de la clase obrera crecían paralelas al claro fracaso de las actividades electorales. En las urnas se reprimieron las aspiraciones de la clase obrera con los medios más crudos: votos fraudulentos, sobornos y ataques policiales.
Como resultado, en los choques brutales de 1877 y sus complejas secuelas, un sector significativo del proletariado, concentrado especialmente en Chicago, comenzó a tener una profunda desconfianza del sistema constitucional del país como vehículo para la emancipación. Se les llamó «el elemento problemático»; una fúrica [sic] historia burguesa dice que «consistían principalmente de las clases más bajas e ignorantes de bávaros, bohemios, húngaros, alemanes, austríacos y otros que celebraban reuniones secretas en grupos organizados armados y equipados como los nihilistas de Rusia y los comunistas de Francia. Se autodenominaban socialistas. Su emblema era rojo».
Desafortunadamente, el principal partido socialista organizado de ese entonces, el Partido Socialista de los Trabajadores (PST), cayó bajo el control de reformistas que adoraban la arena electoral y rechazaban la lucha armada. Aunque esos revisionistas a veces se declaraban partidarios de Carlos Marx, eran precisamente gente de la calaña de la que Marx escribió: «Sembré dientes de dragón y coseché pulgas». El PST expulsó a las fuerzas de Lehr und Wehr, diciendo que los trabajadores armados manchaban la imagen de su partido.
La ideología socialista que prevalecía en los sectores de trabajadores de inclinaciones más revolucionarias era el anarquismo, en una forma sindicalista particular llamada «La idea de Chicago».
EL ASPECTO REVOLUCIONARIO DE LA «IDEA DE CHICAGO»
La «idea de Chicago» se expresó en un manifiesto anarquista escrito en el Congreso de la «Asociación Internacional del Pueblo Trabajador» (IWPA), en Pittsburgh, en octubre de 1883, proclamó:
«Este sistema es injusto, demente y asesino. Así que es necesario destruirlo totalmente con todos los medios posibles y con la mayor energía de parte de todos los que sufren bajo él y que no quieren ser responsables de que siga existiendo debido a su inactividad.»
«Agitación con fines de organización; organización con fines de rebelión. En estas pocas palabras se trazan los caminos que los trabajadores deben seguir si quieren deshacerse de sus cadenas…»
«Si pudiera haber dudas sobre este punto, hace mucho deben haberlas borrado las brutalidades que el burgués de todo país “en América, así como en Europa” comete constantemente, cada vez que el proletariado en cualquier parte busca enérgicamente mejorar su situación. Salta a la vista que la lucha del proletariado con el burgués será de un carácter revolucionario, violento».
La «idea de Chicago» combatió específicamente la noción de que el terror y asesinato individual pueden destruir al opresor. Buscaba un movimiento de masas de la clase obrera que no abandonara la lucha por migajas. Para los revolucionarios y para la burguesía la Comuna de París era un modelo de lo que podría surgir.
Para los historiadores revisionistas y de otro tipo que escriben sobre el primer Primero de Mayo, esta afinidad a la violencia revolucionaria es algo para esconder o criticar. Sin embargo, ¿qué revolucionario auténtico hoy puede encontrar aquí razón de crítica?
La verdadera debilidad de la «idea de Chicago» y su movimiento radicó en su culto de la espontaneidad. Se creyó dogmáticamente que unas estructuras sindicales amorfas solas serían vehículos suficientes para una victoria revolucionaria. Esto provenía de los principios anarquistas de que solo es necesario romper el casco de la vieja sociedad con una huelga general resuelta de los trabajadores y que un nuevo mundo surgirá automáticamente de la autoorganización de los oprimidos. Un «orden natural» místico, no un nuevo Estado revolucionario, era su meta. Planearon dispersar el poder estatal, no ejercerlo.
LA MOVILIZACION DE FUERZAS
Después de que el proletariado se recuperó de los sucesos de 1877 [ola de huelgas reprimidas a sangre y fuego], el movimiento se extendió como un incendio incontrolable, especialmente cuando se concentró en la demanda de la jornada de ocho horas.
En 1884, una de las redes sindicales nacionales, la Confederación de Gremios Organizados y Tradeuniones, convocó a un día nacional de acción. El 1° de mayo de 1886, propusieron, los trabajadores simplemente impondrían la jornada de ocho horas y cerrarían las puertas de cualquier fábrica que no accediera. La demanda de ocho horas se iba a transformar de una demanda económica de los trabajadores contra sus patronos inmediatos a una demanda política de una clase contra otra.
El plan recibió una tremenda y entusiasta acogida. […]No es necesario explicar por qué el «movimiento de ocho horas» recibió un apoyo tan ferviente. El día de trabajo típico era de dieciocho horas. Los trabajadores, literalmente, trabajaban hasta morirse; su vida la conformaba el trabajo, un descansito y el hambre. Antes de que los trabajadores como clase pudieran alzar la cabeza hacia lejanos horizontes, anhelaban momentos libres para pensar y educarse.
En las calles, trabajadores alzados cantaban: «Nos proponemos rehacer las cosas. / Estamos hartos del trabajo por nada, / escasamente para vivir; / jamás una hora para pensar».
El año 1886 fue un «año loco». Incluso antes de la primavera, comenzó una ola de huelgas a nivel nacional. Dos meses antes del Primero de Mayo, escribe un historiador, «ocurrieron repetidos disturbios (en Chicago) y se veían con frecuencia vagones llenos de policías armados que corrían por la ciudad». El director del Chicago Daily News escribió: «Se predecía una repetición de los motines de la Comuna de París».
En las filas de los trabajadores, la tempestad que se preparaba suscitó un debate intenso. Varias tendencias políticas dudaban seriamente del movimiento…por razones diametralmente opuestas. El liderato altamente conservador de los Caballeros del Trabajo sacó una circular secreta con su posición. Este credo de «trabajo educacional paciente y lento» es muy reconocible hoy:«Ninguna asamblea de los Caballeros del Trabajo debe hacer huelga por el sistema de ocho horas el 1° de mayo con la impresión de que están obedeciendo órdenes del liderato, porque tal orden no se dio y no se dará. Ni el patrón ni el empleado conocen las necesidades y las exigencias del plan de menos horas. Si una rama de trabajo o una asamblea está en tal condición, recordemos que hay muchos completamente ignorantes del movimiento. De los sesenta millones de habitantes de Estados Unidos y Canadá, nuestra orden posiblemente cuenta con trescientos mil. ¿Podemos moldear el sentimiento de millones a favor del plan de menos horas antes del 1° de mayo? No tiene sentido pensarlo. Aprendamos por qué nuestras horas de trabajo deben reducirse y luego enseñémoslo a otros». […]
En contraste, los anarquistas criticaron el «plan de ocho horas» porque, como demanda, pensaban que no atacaba directamente al sistema. Igual que Marx, cuyas obras habían estudiado varios líderes, creían que «en vez del credo conservador, “¡un sueldo justo de un día por el trabajo justo de un día!”, (la clase obrera) debe inscribir en su estandarte la consigna revolucionaria: “¡Abolición del sistema de salarios!”».
Sin embargo, a diferencia de Marx, los anarquistas no captaron el papel que un movimiento político de toda la clase podría jugar para aglutinar al proletariado en una fuerza consciente de clase. Albert Parsons militó mucho tiempo en las Ligas de Ocho Horas, pero hasta diciembre de 1885 escribió en su periódico Alarma: «A nosotros, de la Internacional (hacía referencia a la anarquista IWPACOR) nos preguntan con frecuencia por qué no apoyamos activamente al movimiento de la propuesta de ocho horas. Echémosle mano a lo que podemos conseguir, dicen nuestros amigos de ocho horas, porque si pedimos demasiado podríamos no recibir nada. Contestamos: Porque no haremos compromisos. O nuestra posición de que los capitalistas no tienen ningún derecho a la posesión exclusiva de los medios de vida es verdad o no lo es. Si tenemos razón, pues reconocer que los capitalistas tienen el derecho a ocho horas de nuestro trabajo es más que un compromiso; es una virtual concesión de que el sistema de salarios es justo». La prensa anarquista sostenía: «Aunque el sistema de ocho horas se estableciera en esta tardía fecha, los trabajadores asalariados…seguirían siendo los esclavos de sus amos».
Tal posición ignoraba el avance de la lucha de clases en ese momento: antes de esa década, la burguesía había jugado un papel predominante en el movimiento revolucionario y ejerció el liderato de la lucha contra el sistema de esclavitud. En este contexto, la demanda de «ocho horas» jugaba un papel crucial para diferenciar las nacientes corrientes proletarias de las de otras clases.
Objetivamente, los trabajadores estaban trazando una línea de batalla entre clases y, a pesar de las tergiversaciones subsiguientes de los historiadores, así fue como llegaron a ver el «movimiento de ocho horas» todos los lados. Naturalmente, algunos trabajadores se apresuraron a unirse por razones no más elevadas que ganar un día de trabajo más corto para sí o para su taller. La naturaleza de todos los grandes movimientos es que atraen la participación de capas anteriormente pasivas e inconscientes del proletariado. Sin embargo, decir que eso fue la esencia de 1886, como lo hacen los revisionistas, es más que una mentira. Pretende establecer que el proletariado no tiene aspiraciones más elevadas que un poco de tiempo libre y bienestar dentro de este sistema.
A diferencia de Powderly, los anarcosocialistas de Chicago, una vez que se dieron cuenta del impacto objetivo de tal movimiento histórico, simplemente no estaban dispuestos a ir contra la corriente. Echaron a un lado sus prejuicios previos y entraron a un movimiento, en gran medida espontáneo, para infundirle un contenido revolucionario.
Parsons escribió que sus fuerzas se unieron «primero, porque era un movimiento de clase contra la dominación, y por eso histórico, revolucionario y necesario; y segundo, decidimos no mantenernos apartados para que no nos malentendieran nuestros compañeros de trabajo».
El 19 de marzo de 1886, el Arbeiter Zeitung escribió: «Si no nos movemos pronto para una revolución sangrienta, no dejaremos a nuestros hijos más que la pobreza y esclavitud. Así que prepárense, con toda discreción, para la revolución». Las Lehr und Wehr Verein cobraron fuerzas; al aproximarse la primavera contaban con más de mil militantes. Se hablaba de milicias de defensa similares en Cincinnati, Detroit, St. Louis, Omaha, Newark, Nueva York, San Francisco, Denver y otras ciudades.
Al aproximarse el día definitivo, marchas semanales recorrían las calles de Chicago con pancartas así: «La revolución social», «Abajo el trono, el altar y los adinerados» y «Obreros ármense». Durante las marchas nocturnas, con antorchas iluminándoles la cara, los trabajadores cantaban: Millones de trabajadores están despertando / ahí están marchando adelante. / Todos los tiranos están temblando / antes de que se desvanezca su poder.
La víspera del Primero de Mayo, el Arbeiter Zeitung publicó los siguientes pasajes, que muestran el tono de confrontación que imperaba: «¡Adelante con valor! El Conflicto ha comenzado. Un ejército de trabajadores asalariados está desocupado. El capitalismo esconde sus garras de tigre detrás de las murallas del orden. Obreros, que vuestra consigna sea: ¡No al compromiso! ¡Cobardes a la retaguardia! ¡Hombres al frente!».
«La suerte está echada. Ha llegado el Primero de Mayo. Durante veinte años el pueblo trabajador ha venido pidiendo que los concusionarios establezcan el sistema de ocho horas, pero lo han entretenido con promesas. Hace dos años los trabajadores decidieron que se debe introducir el sistema de ocho horas en Estados Unidos el primer día de mayo de 1886. En todas partes, se reconoció lo razonable que era esta demanda. Todos, aparentemente, estaban a favor de reducir las horas; pero al aproximarse la hora, se perfiló un cambio. Lo que en teoría era razonable y modesto pasó a ser insolente e irrazonable. Finalmente quedó claro que el himno de ocho horas se cantó solamente para alejar a los burros de trabajo del socialismo.»
«Que los trabajadores pueden insistir enérgicamente en el movimiento de ocho horas, jamás se le ocurrió al patrón…Lo que hay que ver es si los trabajadores se someterán o harán que sus verdugos potenciales reconozcan las ideas modernas. Esperamos que sea lo último».
Ese número del periódico publicó una advertencia prominente: «Se dice que en la persona de uno de los camaradas arrestados en Nueva York se encontró una lista de miembros y que a todos los camaradas comprometidos los han arrestado. Así que, destruyan todas las listas de miembros y libros de acta donde se tengan tales cosas. Limpien sus armas, completen sus municiones. Los asesinos a sueldo de los capitalistas, la policía y la milicia, están listos a matar. Ningún obrero debe salir de su casa en estos días con los bolsillos vacíos».
La clase dominante también hacía sus preparativos, apuntando especialmente al liderato de los trabajadores. El Chicago Mail sacó un editorial ominoso: «Hay dos rufianes peligrosos sueltos en esta ciudad; dos cobardes escurridizos que se proponen armar bronca. Uno se llama Parsons; el otro se llama Spies…Obsérvenlos hoy. No les quiten el ojo de encima. Háganlos personalmente responsables de cualquier problema que ocurra. Denles un castigo ejemplar si ocurren problemas».
¡PRIMERO DE MAYO!
Primero de Mayo de 1886. Un periódico de Chicago informó: «No salía humo de las altas chimeneas de las fábricas y talleres; y todo tenía un aire dominical». El Philadelphia Tribune escribió: «Al “elemento obrero” lo ha picado una especie de tarántula universal…se ha “alocado”».
En Detroit, 11.000 trabajadores marcharon en un desfile de ocho horas. En Nueva York, una marcha con antorchas de 25.000 obreros pasó como torrente de Broadway a Union Square; 40.000 hicieron huelga. En Cincinnati, un trabajador describió el mitin inicial: «Solamente llevamos banderas rojas…la única canción que cantamos fue `Arbeiters Marseillaise’… un batallón obrero de 400 rifles Springfield encabezó el desfile. Era la Leher und Wehr Verein, la sociedad protectora y educacional de obreros aguerridos…Todos esperábamos violencia, supongo».En Louisville, Kentucky, más de 6000 trabajadores, negros y blancos, marcharon por el Parque Nacional violando deliberadamente el edicto que prohibía la entrada de gente de color. En Chicago, el baluarte de la rebelión, por lo menos 30.000 obreros hicieron huelga. Todos los trenes pararon, los corrales de ganado se cerraron, los muelles estaban repletos de barcazas llenas de carga. A los líderes conservadores los empujaron a la periferia. Un gran chorro de proletarios y familias, en ropa de domingo, llenó la avenida Michigan.
Pero la calma «dominical» era engañosa y temporal. Escondidos en los callejones, desparramados en techos estratégicos, esperaban policías armados listos para una guerra franca. En los arsenales esperaban mil miembros de la Guardia Nacional con equipo especial: ametralladoras Gatling.
El «Comité de Ciudadanos» de la clase dominante de Chicago decidió que era necesario crear incidentes para decapitar y aplastar el movimiento. La policía comenzó a atacar a los trabajadores dondequiera que se congregaran. Un reporte policial virulento declaró que el 2 de mayo una «gran fuerza se reunió» y se atrevió a poner la bandera nacional patas arriba, «izándola al revés, símbolo de la revolución que planean hacer en las instituciones americanas».
LA MASACRE DE MCCORMICK
Un incidente crítico ocurrió en la planta de McCormick Reaper. Los patronos cerraron la planta desde mediados del verano a los trabajadores sindicalizados y la policía llevaba a diario grupos de esquiroles. El 2 de mayo Spies, agotado, se presentó para dar uno de sus muchísimos discursos ante los trabajadores reunidos en el campo. Mientras un grupo de 6000 o 7000 trabajadores escuchaban, unos cuantos centenares fueron a confrontar a los esquiroles que en ese momento salían de la planta.
Del Arbeiter Zeitung del 4 de mayo: «De repente, se oyeron disparos cerca de la planta de McCormick y más o menos setenta y cinco asesinos robustos, grandotes y bien comidos, al mando de un teniente gordo de policía, pasaron, seguidos por tres vagones llenos de bestias del orden público».
En medio de una batalla de piedras de los obreros y las balas de la policía, los trabajadores de repente se dispersaron y huyeron. En la espalda les explotaron balas. Por lo menos dos trabajadores cayeron muertos; muchos quedaron heridos, entre ellos muchos niños.
En cosa de horas un volante, escrito por el iracundo Spies, circulaba en los tugurios de la clase obrera. «¡¡¡OBREROS, A LAS ARMAS!!!»; proclamó: «Sus amos desataron a sus sabuesos (la policía) y mataron a seis de sus hermanos en McCormick esta tarde. Mataron a los desafortunados porque ellos, como ustedes, tuvieron el valor de desobedecer la voluntad suprema de sus patronos…Se alzarán en masa, como Hércules, y destruirán el nefando monstruo que busca destruirlos. ¡A las armas, llamamos a las armas!».
Al día siguiente, el 3 de mayo, el crecimiento de la huelga era «alarmante». En el movimiento participaban más de 340.000 trabajadores por todo el país, 190.000 de ellos en huelga. En Chicago, 80.000 hacían huelga. Cuando centenares de costureras se lanzaron a la calle para sumarse a las manifestaciones, el Chicago Tribune berreó: «¡Amazonas bravas!».
En este momento candente, el Arbeiter Zeitung hizo un llamamiento a la lucha armada, como siempre lo había hecho, salvo que ahora tenía un claro tono de urgencia. «La sangre se ha vertido. Ocurrió lo que tenía que ocurrir. La milicia no ha estado entrenándose en vano. A lo largo de la historia, el origen de la propiedad privada ha sido la violencia. La guerra de clases ha llegado…En la pobre choza, mujeres y niños cubiertos de retazos lloran por marido y padre. En el palacio hacen brindis, con copas llenas de vino costoso, por la felicidad de los bandidos sangrientos del orden público. Séquense las lágrimas, pobres y condenados: anímense esclavos y tumben el sistema de latrocinio».
En las salas de reunión de los proletarios, rugían intensos debates; «el tigre capitalista» efectivamente había atacado y miles debatían cómo responder. Aparentemente, importantes facciones querían una insurrección. Se convocó una reunión popular en la plaza Haymarket para la noche del 4 de mayo. Preocupados por la posibilidad de una emboscada, los organizadores escogieron un lugar abierto y grande con muchas rutas de escape. Después de una reñida disputa, Spies dijo después, convenció a los organizadores de Haymarket de que retiraran su llamamiento a un mitin armado y que, en su lugar, celebraran el mitin con el mayor número de asistentes posible.
EL INCIDENTE DE HAYMARKET
La mañana del 4 de mayo, la policía atacó una columna de 3000 huelguistas. Por toda la ciudad se formaron grupos de trabajadores. Al atardecer, Haymarket era una de las muchas reuniones de protesta, con 3000 participantes. Los discursos siguieron, uno tras otro, desde la parte de atrás de un vagón. Al comenzar a llover, la reunión se disolvió. De repente, cuando solamente quedaban 200 asistentes, un destacamento de 180 policías, fuertemente armados, se presentó y un oficial ordenó dispersarse. Le respondieron que era un mitin legal y pacífico. Cuando el capitán de policía se volteó para darles órdenes a sus hombres, una bomba estalló en sus filas. La policía transformó a Haymarket en una zona de fuego indiscriminado, descargando salva tras salva contra la multitud, matando a varios e hiriendo a 200. En el barrio reinaba el terror; las farmacias estaban apiñadas de heridos. Siete agentes murieron, la mayoría a causa de balas de armas de la policía.
La clase dominante usó este incidente como pretexto para desatar su planeada ofensiva: en las calles, en los tribunales y en la prensa. Los periódicos, en Chicago y por todo el país, se volvieron locos. Demandaron la ejecución instantánea de todo subversivo. Los titulares bramaban: «Brutos sangrientos», «Rufianes rojos», «Ondeaban banderas rojas», «Dinamarquistas». El Chicago Tribune escribió el 6 de mayo: «Estas serpientes se han calentado y alimentado bajo el sol de la tolerancia hasta que, al final, se han envalentonado para atacar la sociedad, el orden público y el gobierno». El Chicago Herald del 6 de mayo: «La chusma que Spies y Fielden incitaron a matar no son americanos. Son la hez de Europa que ha venido a estas costas para abusar de la hospitalidad y desafiar la autoridad del país».
El 5 de mayo en Milwaukee la milicia del estado respondió con una masacre sangrienta de un mitin de trabajadores; balacearon a ocho trabajadores polacos y un alemán por violar la ley marcial.
En Chicago, una operación rastrillo llenó las cárceles de miles de revolucionarios y huelguistas. Para describir los interrogatorios, algunos historiadores han usado la palabra «tortura». Los grupos de caza usaron listas de suscripción. Entraron a la fuerza a salas de reunión y casas, destruyeron prensas obreras. Arrestaron a todo el equipo de imprenta del Arbeiter Zeitung. La policía exhibió todas las «pruebas» que se había precavido de «encontrar»: municiones, rifles, espadas, porras, publicaciones, banderas rojas, pancartas agitadoras, plomo a granel, moldes de balas, dinamita, bombas, instrucciones para fabricar bombas, campos subterráneos de tiro al blanco…La prensa hizo mucho escándalo sobre cada descubrimiento. Frente a esta salva de ataques, la huelga general se desintegró. El liderato de los trabajadores de inclinaciones revolucionarias estaba en las garras de la burguesía.
EL JUICIO DE HAYMARKET
La clase dominante abrió un gran jurado en Chicago a mediados de mayo de 1886. La acusación: asesinar un policía que murió en Haymarket. Todos los acusados eran miembros prominentes de la IWPA: August Spies, Michael Schwab, Samuel Fielden, Albert R. Parsons, Adolf Fischer, George Engel, Louis Lingg y Oscar Neebe.
A todas luces, el juicio fue un linchamiento legal. Primero, juzgaron a todos los acusados en un juicio conjunto, aunque eran un grupo muy diverso, con ideas políticas de diferentes tendencias, que jugaron papeles muy distintos en los hechos de mayo.
Segundo, la manipulación del jurado fue frontal. El proceso normal de escoger a los jurados por sorteo se descartó de plano; en su lugar se nombró un alguacil especial. Este se jactó: «Estoy manejando este proceso y sé qué debo hacer. Estos tipos van a colgar de una horca con plena seguridad».
Finalmente, y lo más importante, el juicio se celebró sin ninguna prueba de participación en el incidente de la bomba. Solamente dos de los ocho acusados estaban presentes en la reunión donde estalló.
La cuestión de quién soltó la bomba se ha debatido, pero jamás se ha resuelto. Parece que fue un tal Rudolf Schnaubelt y que la fabricó Louis Lingg (quien ciertamente defendía a gritos el uso de la dinamita). Una importante pregunta es si Schnaubelt era un luchador callejero anarquista que fue a atacar a los policías asesinos, o si era un agente provocador policial. Los hechos son contradictorios. Se ha probado, sin embargo, que la policía lo detuvo dos veces después de Haymarket y lo soltó. Esto a lo mínimo indica que a la policía no le interesaba someter a juicio a la persona que soltó la bomba; su verdadero blanco era el liderato de la rebelión, no un perpetrador secundario y ciertamente no un agente policial. Schnaubelt desapareció de Chicago.
El juicio duró varios meses. Amenazaron y sobornaron a varios trabajadores para que dieran un testimonio ridículo sobre conspiraciones de todo tipo. Del tribunal manaban cuentos sensacionalistas para excitar al país. El asunto era claro; las palabras del fiscal Grinnell hablaban por sí mismas:
«La ley está en juicio. La anarquía está en juicio. El gran jurado ha escogido y acusado a estos hombres porque fueron los líderes. No son más culpables que los miles que los siguieron. Señores del jurado, condenen a estos hombres, denles un castigo ejemplar, ahórquenlos y salven nuestras instituciones, nuestra sociedad».
El juez agregó que era suficiente que el Estado probara que «estos pocos acusados han propugnado el uso de proyectiles mortales contra la policía en ocasiones que podrían ocurrir en el futuro…».
En resumen, la burguesía estadounidense ya estaba perfeccionando su método de disfrazar los juicios políticos usando «leyes de conspiración», para encubrir la supresión de ideas y organizaciones revolucionarias. Los juzgaron por el crimen de dirigir a los oprimidos, ni más ni menos.
A los condenados los llamaron a hablar antes de sentenciarlos. Un periodista escribió: «No muestran ni arrepentimiento ni remordimiento y en su mente torcida es la sociedad la que está en juicio, no ellos».
Resumiendo sus principios revolucionarios ante el tribunal, Spies concluyó con estas palabras: «Bueno, estas son mis ideas…si ustedes piensan que pueden borrar estas ideas que están ganando más y más partidarios con el paso de cada día, si ustedes piensan que pueden borrarlas ahorcándonos, si una vez más ustedes imponen la pena de muerte por atreverse a decir la verdad “y los reto a mostrarnos cuándo hemos mentido” digo, si la muerte es la pena por declarar la verdad, ¡pues pagaré con orgullo y desafío el alto precio! ¡Llamen al verdugo!».
Lingg, de 21 años, escupió con desafío: «Repito que soy enemigo del “orden” de hoy y repito que, con todas mis fuerzas, mientras tenga aliento para respirar, lo combatiré…Los desprecio. Desprecio su orden, sus leyes, su autoridad apuntalada por la fuerza. Ahórquenme por ello».
Los siete fueron condenados a muerte.
Surgió un gran movimiento para defenderlos; se celebraron mítines por todo el mundo: Holanda, Francia, Rusia, Italia, España y por todo Estados Unidos. En Alemania, la reacción de los trabajadores sobre Haymarket perturbó tanto a Bismarck que prohibió toda reunión pública.
Al aproximarse el día de la ejecución, cambiaron la sentencia de dos de los condenados a cadena perpetua. Louis Lingg apareció muerto en su celda: un fulminante de dinamita le voló la tapa de los sesos. No se sabe si esto fue un acto final de desafío; sin embargo, se rumoraba que le iban a suspender la ejecución, así que es probable que su muerte fuera un asesinato.
El 11 de noviembre de 1886, denominado luego el «Viernes negro», fue el día programado para la ejecución. Los periódicos de Chicago vibraban con rumores de que iba a estallar una guerra civil en las calles. El medio millón de personas que asistieron al cortejo fúnebre es testimonio de que el nerviosismo de la burguesía era justificado. Y parece que se propusieron planes de atacar la cárcel. No obstante, los condenados hicieron que sus compañeros prometieran no llevar a cabo tales «actos temerarios».
Al mediodía, cuatro hombres (Spies, Engel, Parsons y Fischer) se presentaron ante la horca, con togas blancas. Spies habló, mientras le cubrían la cabeza con la capucha: «Llegará un tiempo en que nuestro silencio será más poderoso que las voces que ustedes estrangulan hoy». Parsons gritó: «¡Permítame hablar, sheriff…Matson! Que se oiga la voz del pueblo…». El nudo corredizo se apretó silenciándolo.