La colonización de Estados Unidos estuvo vinculada de modo indisoluble al proceso de acumulación originaria con sus clásicas características: exterminio masivo de indios, apropiación de tierras, desalojo de pequeños granjeros, cruel explotación de obreros asalariados, trabajo forzado de blancos, esclavitud de negros, trata de esclavos y contrabando rayano en la piratería. Desde 1763 en lo que se llamó la Paz de París, Inglaterra impuso su reputación colonizadora sobre otros países colonizadores (Francia, Holanda, España), los mismos que años más tarde apoyarían la Guerra de Independencia que con la batalla de Yorktown en 1781 selló el fin del coloniaje inglés en América del Norte.
Muchos de sus habitantes eran oriundos de la metrópoli inglesa, llegados a América como buscadores de “felicidad” pues no eran pocas las noticias exageradas que llegaban a Europa pintando a Estados Unidos como un país donde la “gran propiedad pública de la tierra” le permitía vivir confortablemente a toda su población.
En el apéndice a la edición americana de la famosa obra de Federico Engels, titulada La Situación de la Clase Obrera en Inglaterra, se encuentra el siguiente pasaje: «Había dos factores que durante largo tiempo previnieron que las consecuencias inevitables del sistema capitalista no se revelasen en América en toda su amplitud. Estos eran el acceso a la propiedad de la tierra barata y el gran contingente de emigrantes. Permitían a la gran masa de la población americana nativa retirarse a una edad temprana del trabajo asalariado y hacerse granjeros, comerciantes o incluso empresarios, mientras que lo más duro del trabajo asalariado, con su estatus de proletario de por vida, caía en su mayor parte sobre el inmigrante. Pero América había crecido desde esa fase primaria, habían desaparecido los bosques vírgenes sin límites y las praderas aún más ilimitadas iban pasando cada vez con mayor rapidez de las manos de la nación y de los estados a las de los propietarios privados. La gran válvula de seguridad contra el crecimiento de un proletariado permanente había dejado de funcionar de modo efectivo».
Y en verdad que la posibilidad de convertirse en granjero del Oeste, para el proletario desarraigado de Europa que llegaba al Este, fue casi siempre tan sólo una posibilidad teórica, pues carecía de posibilidades materiales para atravesar el continente y de herramientas y aperos agrícolas para arrancarle a la tierra su sustento. En su inmensa mayoría, tal como aún ocurre hoy, los «buscadores de felicidad» encontraron una cruel explotación a manos de la burguesía colonial y de los plantadores esclavistas; éstos últimos eran a su vez los compradores, tal como en la antigua Roma, de miles de esclavos negros procedentes de África.
En el censo de 1850 se encontró que un 10 % de la población de EE. UU. era de inmigrantes, entre los cuales, los obreros constituían cerca de la cuarta parte y muchos de ellos habían participado en las luchas del Movimiento Obrero en Europa; todos fueron a parar como mano de obra libre a la industria y sus grandes fábricas asentadas en el Este, en ciudades como Chicago. Las primeras máquinas y fábricas aparecieron en América en la década de 1780, pero el amplio desarrollo industrial se logró entre 1820 y 1840, y con él, la formación de la burguesía y del proletariado.
Como ya lo sabíamos por la experiencia en Europa, la situación de la clase obrera naciente en EE. UU. también era miserable, con largas jornadas, con gran explotación de las mujeres y los niños, con grandes diferencias entre la situación de los obreros blancos y los negros, entre los calificados y los no calificados, entre el salario de los hombres y el de las mujeres; y sobre esa base material se desarrolló el movimiento obrero en EE. UU.
A las numerosas huelgas que desde el siglo XVIII se llevaron a cabo sobre todo en la minería y en la industria naval, la burguesía las calificaba como «motines» y los castigaba severamente. Así mismo el gobierno había declarado complot criminal toda asociación obrera, lo cual no pudo evitar, que, aunque pocas, se fundaran asociaciones obreras secretas, y más tarde sindicatos en las grandes ciudades, cuyas reivindicaciones fueron: el sufragio universal, la concesión gratuita de parcelas, la organización de escuelas y bibliotecas, la regularización de los salarios y la reducción de la jornada de trabajo.
Un amplio movimiento de masas se desató en la década de 1830, empuñando como principales reivindicaciones: la jornada laboral de 10 horas e instrucción general, y bien que logra conquistar en 1840 esa jornada para todas las empresas públicas, y la enseñanza general en varios estados. A partir de 1845 se intensificó el movimiento obrero, librando grandes huelgas que, aunque fueron sofocadas con la fuerza armada, se constituyeron en preámbulo y preparación de las históricas jornadas de 1886 en la ciudad de Chicago y el resto del país.
En el año 1986, con ocasión del Centenario de esas batallas del Movimiento Obrero, los camaradas del Partido Comunista Revolucionario de EE. UU., publicaron una semblanza histórica, en la cual narran con lujo de detalles los acontecimientos, precisan las tendencias políticas existentes, así como los puntos débiles y fuertes del movimiento. Por eso como parte de esta serie de artículos dedicados a las Memorias del Movimiento Obrero Mundial, en SEPARATA reproducimos el documento omitiendo algunos apartes sólo por limitación de espacio.
[Próxima entrega: El Manifiesto del Partido Comunista]